“ME QUEDA LA PALABRA” (Jn 1, 1-18)

“ME QUEDA LA PALABRA” (Jn 1, 1-18)

Desde el inconcebible y remoto origen eterno de su propia e inaccesible divinidad el propio Dios, en su misterio, vislumbra, prevé, predestina (llamémoslo como podamos y queramos, pero no tropecemos ni nos enredemos con las inevitables incomprensiones de nuestros términos y sus supuestamente lógicas conclusiones) el otro extremo de esa misma eternidad: el de un futuro siempre abierto cuya única posibilidad de comprensión humana es retrotraerlo hasta el principio para cerrar así un imposible círculo perfecto; pero cuya perfección entonces nos resulta deficitaria, pues parece quedar estancada en la aseidad inmovilista e inmóvil carente del crecimiento y dinamismo que es la riqueza de lo vivo y el único sentido de lo humano personalmente percibido, siempre un pálido reflejo del Dios infinito. Y Dios es siempre vida…y luz que brilla y resplandece…

Por eso, en ese proyecto eterno de futuro, en ese horizonte abierto, en el que experimentamos inscrito nuestro propio destino y la universalidad de la historia como crecimiento y enriquecimiento de la persona y de lo humano, captamos el aliento del “Espíritu Santo”, la presencia de “una Fuerza de lo Alto”, la convocatoria de un “Evangelio” definitivo, la interpretación de una “Voz profunda”, el eco de “una Palabra”…

Es “la Palabra de Dios”, una Palabra que –como a nosotros mismos- le identifica. Pero que, a diferencia de lo que nos ocurre a nosotros, no agota su persona siendo como un residuo de ella; sino que, muy al contrario, la enriquece infinitamente desde una autonomía distinta y propia, desde la comunión y lo imposible de una unión absoluta y de la absoluta independencia en un amor trinitario… el abismo perfecto e insondable…

Por eso a aquellas antiguas reivindicaciones, a las súplicas, interrogantes y oraciones del pueblo fiel y de una humanidad siempre en discordia, una humanidad cuya devoción y culto quedaban siempre en entredicho, ese Dios Padre podía responder como en enigma: “veréis a mi Palabra”… como también: “os infundiré mi Espíritu”…

Lo imposible de Dios es no agotarse en su persona, crecer eternamente en enriquecimiento mutuo (¿acaso podríamos explicárnoslo de otra forma?), en intimidad compartida; y, además, expatriarse de sí mismo pudiéndose llamar Palabra… como también Espíritu Santo… y encarnarse asumiendo nuestra nada para hacerla vida, nuestra noche para hacerla día…

Y todo ello sin desvelarnos su misterio, sin resolver su enigma; sino más bien afianzando y revelándonos toda su profundidad abismal, y ofreciéndose por iniciativa suya a acompañarnos en nuestra propia trayectoria y en nuestra personal y colectiva aventura humana, a compartir nuestras carencias habitando entre nosotros

Al Padre no podíamos verlo, su majestad respetuosa se nos presentaba como un obstáculo insalvable, y el Espíritu Santo era inasible porque se derramaba como ungüento, pero a Dios, al único Dios cristiano, le quedaba el Hijo, es decir, la Palabra

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