“NO HAGÁIS LO QUE ELLOS HACEN” (Mt 23, 1-12)
No se puede decir que en la vida “de los fariseos y de los Maestros de la Ley” no hubiera muchas obras de piedad e incluso de un estricto y exagerado cumplimiento de todas las leyes y normas, hasta de las más recónditas y casi olvidadas por todos; el mismo Jesús les echa en cara su excesivo y obsesivo celo por no olvidar ninguna prescripción en materia de diezmos y comidas, purificaciones rituales, observancia del sábado, etc. ¿Por qué, pues: “Haced y cumplid lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen”?. Como en tantas otras ocasiones en que los evangelios nos presentan aparentes contradicciones, el propio discurso de Jesús nos revela sin dificultades cuál es el tenor y el sentido de sus palabras, al exponernos cómo no se trata tanto de los hechos en sí, de su concreción, cuanto de la forma de hacerlos, de la actitud con que los hacemos y mostramos la verdadera dimensión que tienen en nuestra vida y en nuestra fidelidad como creyentes en Dios, y el respeto que mostramos a su voluntad, más allá de hechos y palabras.
Porque las normas, preceptos y leyes que Yahvé dictó a su pueblo por medio de Moisés, y que tan bien estudiaban y sabían aquellos letrados, ni eran el simple reclamo de un monarca antojadizo y caprichoso exigiendo vasallaje, ni pretendían establecer un sistema de dependencias y control, simple demostración de autoridad y ocasión de juzgar y evaluar a sus súbditos, o una especie de “concurso de méritos” para un escalafón de funcionarios sagrados; sino una dinámica de pedagogía divina apuntando a “vivir de otra manera” en un mundo inmerso en rivalidades, discordias y guerras de conquista, en el que primaba la ley del más fuerte y se justificaban la intolerancia, el fundamentalismo más extremo, la condena despiadada y la aniquilación del adversario.
Manipulada y monopolizada por los poderosos y por las élites del momento la aplicación de las “palabras divinas” a la vida cotidiana de la sociedad israelita, estas autoridades tergiversaban vergonzosamente su auténtico sentido y las convertían en opresivas, agobiantes y condenatorias para cualquiera judío honrado y sencillo, devoto y practicante, que con sinceridad y profundidad de corazón agradecía a Dios la vida, se ponía en sus manos, y compartiendo con todo su pueblo elegido (sin menosprecio para nadie) un horizonte de esperanza y de cumplimiento de promesas, ejercía “el amor a Dios y al prójimo” sin estridencia ni exclusivismos, sin solemnidad ni aspavientos, consciente de su indignidad, de su pequeñez y de su fragilidad.
La retórica exagerada, abusiva y demagógica de los Maestros, sacerdotes y autoridades político-religiosas, había conseguido en tiempos de Jesús “apropiarse” el monopolio de la interpretación e imposición de la Ley (algo denunciado y combatido constante e implacablemente por toda la tradición profética en la propia historia del Antiguo Israel hasta el mismo Juan Bautista) convirtiéndola en un rígido corsé para el resto del pueblo, pero acomodaticio a sus posibilidades y privilegios, a sus recursos y expectativas de poder y de dominio. Solamente ellos podían conocer, interpretar, aplicar y “cumplir” las exigencias impuestas por ellos mismos como fidelidad, garantía y mérito ante Dios.
Ésa es la denuncia de Jesús: porque al hablar e “imponer” la Ley, ellos mismos se someten a ella; pero no la cumplen, ya que sólo la refieren a “los hechos”, a las “obras”, amputando de ella su verdadera y auténtica razón de ser y la voluntad prístina de Dios al promulgarla y entregarla, tal como a través del propio Moisés Él mismo, Yahvé, reveló, y todos los profetas se esforzaron en recordar al riesgo de su propia vida… Por eso la advertencia: “No hagáis lo que ellos hacen”…
“Lo vuestro, es otra cosa”, viene a decirnos Jesús… ni ocupar primeros puestos o asientos de presidencia; ni ser recibidos con alfombra roja y sillón reservado; ni ser saludado con besos en el anillo o en la mano ni con genuflexiones o reverencias; ni ser distinguidos con títulos honoríficos o ser llamados “Señor”, “Padre” o “Doctor”; ni ser reconocidos por nuestras túnicas, sotanas o capisayos, o con escapularios visibles o insignias respetables…
Mirándonos a nosotros mismos, casi dos mil años después de estas palabras, ¿es verdad que “lo nuestro es otra cosa”?… ¿o ya hemos conseguido domesticar el evangelio y, como aquellos “Maestros” interpretar y monopolizar a Jesús?… ¿Deberá quien nos escucha y nos observa no hacer lo que nosotros hacemos?…
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