PERO, ¿QUÉ ES “LO DE DIOS”? (Mt 22,15-22)
El evangelio, y la entera vida de Jesús, es una llamada inaplazable al discernimiento. Y discernir significa saber quiénes somos nosotros, cuál es la realidad en la que vivimos y cómo nos hacemos cargo de ella, y en qué horizonte de misterio y de esperanza nos situamos. Ello implica, si no comprenderlo totalmente, al menos atisbar, palpar qué es “lo de Dios”.
La organización del orden social es competencia humana: está en nuestras manos y la regulamos con nuestras leyes; éstas son principios de convivencia ciudadana y es responsabilidad nuestra promulgarlas y cumplirlas, sin injustificadas apelaciones a Dios ni pretender con ellas manipular o interpretar “su voluntad”, implicándolo en nuestros negocios mundanos o en nuestras formas siempre deficitarias de gobierno, sean monarquías, repúblicas o imperios…
El pecado no es responder “sí” o “no”, sino el mero hecho de hacer la pregunta… y no ya el hacérsela a Jesús como provocación y desafío, sino el de considerar que es una cuestión relacionada con el ámbito “sagrado” o religioso, como si tuviera vinculación importante con lo que Dios nos propone como creyentes… El “sí” o el “no” a efectos cristianos es en principio indiferente, porque la autoridad y el poder no son el modo divino de vida… la economía monetaria y los asuntos fiscales o tributarios no son el ámbito de la revelación y la salvación… “Lo de Dios” es algo distinto, y distante de los impuestos y tributos… la única similitud sería decir que en ello podríamos decir que “todo es IVA”… pero sin la I…
“Lo de Dios” es otra cosa… es precisamente aquello que nos invita a mirar “lo del César” como la siempre perfectible forma necesaria de regular nuestra convivencia en este mundo, desde la perspectiva de la materialidad connatural y propia en la que hemos de obrar siempre, con sentido de responsabilidad y honradez; y que la hemos de asumir sin reticencias ni recelos en la medida que la construyamos como estructura de sociabilidad, de progreso, de desarrollo justo y digno; sin importarnos demasiado, o al menos sin cuestionarnos su necesidad, el coste que implica cuando la construimos sobre esos cimientos, conscientes de que la humanización de la realidad es una empresa costosa cuyo objetivo reclama de nosotros esfuerzo, entrega y compromiso, que nos desgasta e implica un precio e inevitables renuncias. “Ser persona”, antes y al margen de “ser creyente”, supone contribuir a esa empresa costosa de “invertir” en la construcción del tejido social, más allá del interés individual y de las ventajas o beneficios personales.
Pero, insiste Jesús aprovechando la ocasión y sin que nadie lo espere: “lo de Dios es otra cosa”… El Reino de Dios, que Él anuncia encarna y hace presente, no acuña moneda ni reclama impuestos porque se mueve en otro ámbito: el de la profundidad y de lo oculto, lo misterioso y trascendente, lo que constituye no la construcción material de lo palpable sino su fundamento último. Se nos impone con prioridad y urgencia “saber discernir”…
Y para mostrarnos Jesús (y al mismo tiempo echarnos en cara la maldad de nuestras supuestas dudas al dirigirnos a Él, cuando somos plenamente conscientes y sagaces para discurrir lo que nos conviene cuando se trata de nuestros intereses y de compromisos o componendas ventajosas) nuestra capacidad de discernimiento, y de que cuando queremos sabemos obrar “con sabiduría”, lo cual incluye sentido de la realidad, prudencia y reconocimiento de nuestros límites, y consciencia de nuestra necesaria sujeción a ellos sin complejos, pide que le muestren una moneda… moneda que Él no poseía y que delata a su poseedor como “colaboracionista” de ese orden social (instituido o impuesto) que aparentemente cuestiona, pero que está reconociendo implícitamente como necesario e ineludible para regir nuestra materialidad humana de la que no sólo no podemos prescindir.
La respuesta de Jesús no es la resolución de una duda fingida por sus interlocutores, sino enfrentarlos consigo mismos poniéndoles delante un espejo que refleje su propia imagen: la del colaboracionista o súbdito sumiso, que no se acompleja por conocer sus límites frente al poder y la necesidad de regirse en los asuntos mundanos según las leyes mundanas, necesarias y aceptadas… Ellos conocen las leyes, y sólo les molesta no ser ellos mismos los privilegiados de este mundo… no ignoran la necesidad de ellas y la conveniencia de la jerarquía y el “orden social”; lo saben bien y ya han decidido pagar, aunque obviamente desearían no hacerlo, porque querrían ser ellos los receptores del impuesto y no los sometidos a él…
Pero, como con tanta frecuencia hace Jesús, su contestación no se limita a lo preguntado ni se conforma con hacer evidente y desenmascarar la hipocresía y doblez de sus adversarios con una escueta y lapidaria respuesta; sino que esa respuesta, apoyada en la manifiesta lucidez que aporta, se convierte en desafío, abre un horizonte inesperado cuyo ámbito es el único que dignifica realmente el comportamiento humano y permite afrontar sin falsas polémicas ni rencores ocultos u odios manifiestos los límites y obligadas renuncias de nuestra finitud imperfecta, tanto personal como socialmente considerada: “…y dad a Dios lo que es de Dios…” En resumen: organizad vuestra vida social como queráis, eso es algo pasajero y casi banal si lo hacéis humanamente; pero no olvidéis que eso es sólo lo provisional y caduco, lo pasajero… sed honrados y consecuentes con ello, pero sabed que vivís para ir más lejos: preguntaos qué es lo que le debéis a Dios…
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