“VENID A MÍ TODOS LOS QUE ESTÁIS CANSADOS Y AGOBIADOS…” (Mt 11,25-30)
Son ésas, tal vez, las únicas palabras que deberían leerse claramente en el frontispicio de cualquier catedral o templo cristiano, así como en la frente de todo discípulo fiel de Jesús, en lugar de las solemnes e intimidantes “Christus vincit, Christus regnat, Christusimperat”, que tanto han emponzoñado la historia de la Iglesia, la mentalidad de almas cándidas o malévolas, y la misión de “anunciar el evangelio a toda criatura”, prostituyendo de forma descarada y despiadada ese mismo evangelio y el expreso deseo de Jesús, manifestado en ellas con toda su intensidad, a la par que con palmaria e indiscutible sencillez; una sencillez y claridad que nos vienen reclamadas como discípulos. Porque “la milicia cristiana” no recluta sólo a los fuertes y a los robustos, a los fornidos guerreros demoledores, enardecidos y belicosos, ansiosos de heroicidades y victorias; sino a “los cansados y agobiados”… no a quienes triunfan, sino más bien, como tan gráficamente describió S. Pablo, a aquéllos que están a punto de ser ajusticiados, rematados, vencidos; a los desheredados, a las víctimas, a los débiles y afligidos, a cualquiera que no tiene el tan ansiado consuelo de una vida cómoda y fácil, del triunfo y la autosatisfacción, del pretendido y presuntuoso bastarse a sí mismo y no necesitar en teoría de nada ni de nadie…son ésos, precisamente, sus privilegiados…
Por eso el evangelio sólo puede entenderse como aventura y desafío. Aventura y desafío para humildes y sencillos sin excluir a nadie. Pero por eso mismo, “los sabios y entendidos” únicamente pueden comprender su propuesta escandalosamente simple, si dejan de lado las sutilezas y requiebros de sus complicados y agudos razonamientos, y de sus impecables silogismos, cuyo único objetivo es descubrir los mecanismos que rigen las leyes de este universo físico en el que nos vemos instalados, y atienden más a “lo profundo” de sus personas y sus vidas, dirigiendo su mirada inquisitiva y rigurosa a ese abismo de misterioíntimo siempre abierto, sin conformarse torpe o ingenuamente con descifrar ese apasionante envoltorio de materia palpable y comprensible, de física y química que lo rodea y lo contiene…
No se trata en absoluto de renunciar al mundo y a la ciencia, ni al afán incontenible, noble y excitante, de investigar la materia y “someterla”, cuando se opta por vivir desde la humildad y la modestia, desde la sencillez, la confesión de impotencia y de miseria, y la imperiosa necesidad del otro… Más bien al contrario: vivir en la vanguardia del mundo y de la ciencia, de la investigación y de la técnica, convertir cada logro de la inteligencia y la competencia profesional en estímulo para el desarrollo y el progreso, asaltar el reducto aparentemente inconquistable del micro y del macrocosmos, de la biología y de sus códigos genéticos, de las moléculas y los átomos, de las ondas, fuerzas y corpúsculos; todo ello sólo cobra auténtico sentido cuando no nos lo proponemos como mera meta de vanagloria y de dominio, de prestigio y de poder, de afán de protagonismo y de “aprendices de brujo”, sino como ilusionante e interminable trabajo de servicio y afán de compartir, de colaborar y ayudarnos mutuamente, de construcción de una humanidad fraterna y feliz,… en resumen, como ocasión de convivencia humana y de futuro compartido… o, dicho en cristiano: de comunión… Y eso sólo se logra desde la humildad y la sencillez, desde la conciencia de pobreza y gratitud, de la necesidad del prójimo, incluso desde el agobio y descontento por nuestra evidente y confesada pequeñez…
Por otro lado, no conozco mayor estímulo, ilusión y felicidad para el verdadero sabio y entendido, apasionado por desentrañar la realidad material que nos constituye desde el privilegiado lugar en el que lo ha colocado no sólo su esfuerzo sino también ese “misterio” al que puede apelar como azar o necesidad, pero que evidentemente le supera; no creo que haya mejor acicate para el afán de conocimiento, que la definitiva llamada de atención de Jesús con su clarividencia al desvelarnos que el futuro de nuestra humanidad no es patrimonio de la inteligencia, no depende del coeficiente intelectual y la tecnología punta de esos sabios y entendidos con sus desarrollos de mentes privilegiadas, sino de lo más accesible a cualquier ser humano, de lo más sencillo e imprescindible, de lo realmente constitutivo de la persona, independientemente de sus cualidades, de sus capacidades y características y de estar “mejor o peor dotado”: de la bondad, siempre accesible, y que únicamente requiere reconocimiento de la propia pequeñez, humildad y sencillez, necesidad del otro, cariño y generosidad…
Jesús nos ilumina al desvelarnos sin tapujos que el futuro de la humanidad se encuentra en Dios, y que Dios está al alcance de cualquiera, de cualquiera que tenga buena voluntad; no se precisa nada más. Y ese doble misterio, el de Dios y el de su cercanía, lejos de paralizarnos, de aterrorizarnos, o de ser una rémora para la actividad humana y su búsqueda insaciable de saber y de comprensión, nos da más bien una clave y una fuerza estimulante e incontenible para no detenernos. Pero sin absolutizarla ni idolatrarla, porque como dijo el Principito: “lo esencial es invisible a los ojos”… Porque en esa clave y fuerza se sitúa la “ansiedad de la creación entera” hasta su consumación, de que nos habla el mismo san Pablo; y esa consumación se resuelve en perspectiva no de superioridad y de intelecto prodigioso, sino de acompañamiento fraterno, de convivencia entregada y servicial, de enriquecimiento mutuo…
Nos tiene que invadir, como a Jesús, un arrebato incontenible de alegría y un entusiasmo desbordante al apercibirnos de que esas “cosas divinas”, lo oculto y decisivo de la vida y su misterio, no es aquello exclusivamente accesible a los “sabios y entendidos” en su búsqueda del “punto de apoyo para mover el mundo” y desentrañar el universo y sus esferas, o describir el“primer motor inmóvil” de doctrinas y sistemas, sino justamente al contrario: aquello al alcance de quien simplemente “es persona” y vive feliz y agradecido de sólo hacerlo realmente y con sentido gracias a los demás, y sólo poderlo proyectar con confianza y esperanza a través de los demás.
Esa constatación de lo valioso y lo profundo, lo generador de ilusión y de esperanza, lo que nos impulsa a no consentir en regirnos por la desconfianza y el recelo, sino abrirnos a todos, acompañando y acogiendo, tendiendo la mano y sonriendo; lamentando nuestras miserias pero conscientes y agradecidos tanto de la necesidad de perdonar, y sobre todo de ser perdonados, como de la inevitabilidad de gozar solamente en la comunión, en el servicio y en la entrega; esa consciencia de la sencillez de la bondad, es accesible sin esfuerzo y no conoce privilegios ni obstáculos. Quizás sean los sabios y entendidos los más tentados a alejarse de esa verdad tan sencilla y al alcance… están tan poco acostumbrados a dejarse sorprender, que la originaria admiración ante el despliegue de la realidad con todos sus interrogantes amenaza siempre el decisivo reconocimiento sin paliativos del misterio sencillo, el más profundo…
Entreguémonos sin miedo a la espontaneidad de esa alegría originaria por la vida, y a ese sentimiento desbordante de gozo y confianza que no oculta ni disimula el vértigo de ese abismo, por el contrario, lo confiesa; que nos anima a vivir con voluntad solidaria y fraterna; y que nos señala un camino y una meta tal vez inalcanzable, pero siempre palpable, de esperanza…
Y si todo ello, dado el ínfimo tamaño de nuestra persona, nos intimida y nos llega a provocar cansancio o angustia, no lo dudemos: acudamos a Él… se hace palpable en todas nuestras hermanas y hermanos…
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