ACOGIDA SIN RECELOS (Mt 10, 37-42)
Aunque dada la exquisita sensibilidad y delicadeza de Jesús me resulta difícil admitir que esas palabras (“quien ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí…”) transmitidas por los evangelios como una alternativa entre el amor a los seres más queridos y que con mayor intensidad, gratuidad y profundidad han ejercido su amor con nosotros y nos han enseñado a amar, y el amor a Él sean literalmente suyas y las pronunciara en verdad tal como nos las presentan, como si se tratara de una disyuntiva; incluso en ese caso, no supondría ningún inconveniente el admitirlas (como tantas otras de sus discursos), como un evidente recurso retórico para acentuar el sentido de lo que pretende transmitirnos y que captemos en toda su intensidad. Porque no se trata, evidentemente, ni de una disyuntiva ni de incompatibilidad entre amar a Dios en Jesús y amarlo en nuestros más íntimos y próximos; y cada vez que lo hemos interpretado erróneamente así, relegando a la familia, o simplemente a alguien “próximo” (¿no es eso amar al prójimo?) pretendiendo con ello privilegiara Dios, hemos malinterpretado el evangelio e incluso faltado realmente a la caridad, anteponiendo nuestra supuesta salvación personal a través de un pretendido ejemplarcumplimiento estricto y ciego, al único mandato de amar indiscriminadamente y de “dar la vida por los demás”, sabiendo que, como apostilla san Juan “quien no ama al hermano no puede amar a Dios”…
Es claro y manifiesto, palabra suya, que Dios no tiene rival en ninguna persona, criatura suya, al reclamarnos nuestro amor, y que sus palabras provocadoras solamente quieren hacernos profundizar en la cualidad de ese amor sin competidores ni celoso, y que carece de exclusividad, (por mucho que esos sean los estrechos y deficientes términos veterotestamentarios en los que se expresa), porque sólo puede ponerse de manifiesto volcado y dirigido a sus criatura sin excepción, a quienes nos rodean, los cuales al estar incorporados al mismo Dios nos lo transmiten, comparten y reclaman con Él, a través de Él, y para hacerlo definitivo en Él.En contra de la apariencia, pues, no se trata de una alternativa, sino más bien de un imperativo: “has de amar a tu padre y a tu madre, a tus íntimos que te hacen experimentar y agradecer el amor, tan profunda, desinteresada y generosamente, que los ames en mí y por mí, conmigo, inseparablemente del decisivo amor divino que fundamenta tu vida y que te da definitividad y cumplimiento en su horizonte eterno”.
Porque esa experiencia del amor recibido, gratuito, dador de vida, es la que nos sitúa precisamente en la dinámica de vida propuesta por Jesús, haciéndonos capaces justamentede amar a Dios hundiéndonos en Él desde esa comunión con los nuestros y con todos los hermanos. Es ese amor no competitivo que nos da acceso al misterio, el que nos cambió el horizonte de una existencia que siempre percibimos como carrera de obstáculos y de enfrentamientos, de aspiraciones personales nunca plenamente satisfechas y resolubles solamente en clave de “concurso y oposición” como criba y eliminación de candidatos legítimos con similares pretensiones pero que así se convierten en rivales, y que nos hace vivir con ansiedades y angustias imprevisibles, y con descontentos y frustraciones.
No puede haber frustración para quien ama, porque como nos dice Jesús, de su vida sólo sabe y quiere hacer ocasión de acogida y acompañamiento; no viendo nunca al prójimo como obstáculo sino como oportunidad privilegiada de ejercer y gozar la entrega, el enriquecimiento mutuo y el cariño. No necesita ni quiere saber si quien llega hasta su puerta abierta es profeta, justo o apóstol para recibirlo, acogerlo y acompañarlo como profeta, justo o apóstol; no se pregunta si es merecedor o no de su delicadeza y sus cuidados; ni se inquieta porque desconoce su procedencia, ignora su pasado y no da pistas sobre su futuro. Simplemente, es su hermana o su hermano, que se ha asomado a su vida reclamando con su simple presencia un oasis de paz, un alto en su camino, una mano que acaricie y derrame bálsamo en sus heridas, una palabra de ánimo, una mirada cariñosa y una sonrisa de bondad. Quien llega hasta nosotros, venga de donde venga, sea quien sea, se dirija hacia donde se dirija, merece trato de profeta, de justo y de enviado, de hermana y de hermano… nunca podremos agradecer bastante cómo enriquece nuestra vida al darnos ocasión de acompañarlo y ponerse en nuestras manos…
“Acoger” y “acompañar” son palabras clave del evangelio de Jesús. No hay otro evangelio más que el del prójimo, y eso significa mirar siempre al otro con cariño y con ternura, con indulgencia, sentirlo como una caricia tal vez inesperada a nuestra persona, y como esa oportunidad de hacer realidad nuestro tesoro demasiado oculto de bondad, que nos empeñamos en reprimir y silenciar, en ocultar y dejar yermo y vacío en lo más oculto de nuestra persona sin dejarlo florecer y fructificar en el gozo, la confianza y la esperanza, porque basamos obstinadamente nuestra vida en la desconfianza y el recelo, en la competitividad y el interés egocéntrico, en la desautorización del otro y en la envidia y la codicia… y ésa es “nuestra cruz” con la que hemos de cargar: la de nuestra miserable persona, que se deja dominar y vencer por la comodidad, y prefiere ignorar, olvidar o pasar de largo ante toda persona que pueda incomodarme, o simplemente poner a prueba mi teórica disponibilidad y mi fingida generosidadsatisfecha habitualmente con unas pocas monedas… “cargar conmigo mismo”, saber quién soy, reconocerme infiel y traidor al evangelio, “falso testigo” del amor a Dios que me reclama Jesús, únicamente reconocible e identificable cuando mi puerta está abierta, mi vida disponible, mi sonrisa alerta, y mis pies acompañando a quien camina, poniéndose a su lado y olvidando al menos un momento el afán por conseguir a toda costa mis metas y proyectos.
Riámonos de las supuestas falsas alternativas y confundamos, como Él lo hace, el amor a Dios con el amor a todas nuestras hermanas y hermanos, con ese vínculo eterno sembrado y alimentado por los más íntimos y cercanos y siempre presente en ellos y con ellos: ¿acaso Jesús quiso más a Dios que a su madre? ¿o tuvo a José por segundón en una supuesta competición de cariños, agradecimientos y alegrías?¿se planteó el amor incondicional como una dinámica que implica rechazos? ¡Qué absurdo! ¿Hay un escalafón en el discipulado y en su Reino?… Él, de tal modo contaminó su vida íntima con la de todas sus hermanas y hermanos al dejarse invadir por ellos en su propia persona, que los sumergió en ese horizonte misterioso de su amor al “Padre”, núcleo y fundamento de su amor y de su vida.
Confundir a Dios con los demás, comenzando por mis padres, con mis hermanas y hermanos, no poder sumergirme en Él sin ellos, ése es el mandato y el encargo…porque ése es su mensaje, su único modo de entender y vivir la vida, la clave y solución de todo el misterio…
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