¿ASCENSIÓN?: DESCENSO A LO PROFUNDO (Act 1, 1-11 y Mt 28, 16-20)
¿”Ascensión” o “inmersión”? ¿Cuándo “llegó” Jesús “al Cielo”? ¿Cuando “subió” poéticamente en las nubes o cuando, realmente, se hundió en la cruz? ¿”Milagrito al uso” o abismo de misterio? ¿Manifestación gloriosa o profundidad insondable e inverificable? ¿Por qué esa pintoresca alucinación de “efectos especiales”? ¿Es que ha de ser la fantasía hollywoodiense la que me mueva a creer en Jesús, a sentirlo vivo para siempre más allá de su muerte, a confiar y esperar en medio del absurdo de su vida? ¿Acaso necesito creerlo superhéroe, dotado de mágicos poderes o abducido a un espacio sideral susceptible de viajes en el tiempo, de teletransportarse y de tomarse a capricho las leyes físicas (siempre inconcebibles…) de nuestra realidad conocida y de ese mundo que experimentó plenamente, sometiéndose a sus límites y a su evidente y sufrida caducidad?
Lo que llamamos “Ascensión” de Jesús no es una visión y una respuesta; sino una promesa, una esperanza y un interrogante. Es el cuestionamiento definitivo a la vida de ese Cristo, el interrogante verdadero, lúcido y sensato sobre el sentido de su muerte. No resuelve nada, pero enfoca definitivamente la cuestión ya inaplazable del por qué y del para qué, del desde dónde y hacia dónde del mundo, de la humanidad y de nuestra persona; resuelve el intrincado problema de la identidad humana sin darle una solución “concreta”, mundana, imposible de aprehender…
Ni vivos ni muertos podemos volar… Jesús tampoco… pero nuestra materialidad la hemos de trascenderpara llegar a nuestra propia identidad: divina la suya, participativa de la divinidad la nuestra… Eso es “la ascensión”, porque eso es llegar al final terreno, desprenderse de la materialidad, morir… es decir, llegar por fin a la Vida, poner fin a las ataduras de la impotencia de nuestra finitud, invencible sólo con nuestro deseo, pero superable desde nuestra incombustible esperanza, iluminada prodigiosamente por el testimonio imprevisible de Jesús, manifestado con toda su crudeza en su vida y en su muerte, y culminado de modo más o menos solemne pero accesible a nuestra torpe cualidad terrena, a través de una asombrosa experiencia mucho más imprevisible que su cruz: la de su resurrección… No su vuelta a nuestro mundo, eso sí sería un logro inútil y absurdo, y en resumen una condena eterna a la impotencia, al “eterno retorno” y a “lo diabólico”; sino una resurrección que significa ascenso, “subida al cielo”, incorporación definitiva y ya indiscutible a lo divino, romper la barrera infranqueable de un universo grávido de infinitud, de profundidad insondable y riqueza inagotable; una “ascensión” que es trascendencia y cumplimiento de anhelos y promesas, convirtiendo en inauguración y comienzo el constatable e indudable final de la única forma de vida conocida y comprensible con nuestras herramientas disponibles, pero insuficiente y mezquina para los objetivos, deseos y tareas que nos han sido marcados, inscritos en nuestra identidad como personas, y que nos son persistentemente negados o arrebatados…
La escenificación de la “Ascensión” es caprichosa, pero tal vez nos era completamente necesaria, indispensable para poder trascenderla y llegar, como Jesús y con Jesús, al quicio de nuestra confianza absoluta, de nuestra fe y nuestra esperanza, de nuestra identidad y nuestra vida; porque esa conciencia profunda que nos anima y nos trasciende es la que hace a san Pablo considerarse ajeno a la tierra y “ciudadano del cielo”, y eso no como simple metáfora sino como conciencia del horizonte al que Jesús nos ha trasladado, de la puerta que Él ha abierto, del Reino inaugurado…
Y de ese modo, además, el enigma irresoluble de su vida original, peculiar y contradictoria, “teocéntrica” y “proexistente”, queda ahora al descubierto, porque se sumerge en otro abismo: lo más hondo convoca a lo más alto… descender a lo profundo nos impulsa hasta lo elevado…llegar al por qué nos abre al para qué…
Sí, ciertamente, después de haber compartido en la inquietud y la ignorancia su vida incomprensible, después de haber presenciado aterrorizados su muerte, un trágico y cruel “descenso a los infiernos” desde la cruz abominable, sus discípulos necesitaban ver su “ascensión al cielo”; y poco nos importa hoy que fuera en visión entusiasmada y subjetiva, en neurosis colectiva, en el silencio reverencial de las “apariciones” y la mística, en “iluminación” divina o “experiencia del Espíritu”… necesitaban la certeza compartida y no alienante del crucificado vivo, del MesíasSalvador salvado, del Jesús Hijo eterno; de la única coherencia posible, por excepcional e inimaginable (imposible de encajar en ningún previo esquema fuera el quefuera), para aceptar, asumir y compartir la vida y herencia del Maestro, encontrando con ello la única razón digna y definitiva que justificara un vivir “a lo divino”…
El horizonte para vivir como Jesús no puede ser el de este mundo ni la humanidad que nosotros construimos; si así fuera hay que renegar de Él y conformarse con una vida agónica y maldita, cuya última palabra es la condena irreversible del justo y la aniquilación de la bondad, la vaciedad del amor y la estupidez de la misericordia y el perdón… No, desde cualquier perspectiva mundana, como dice el propio Jesús, su Reino se tambalearía y sus murallas serían demolidas… ésa es la experiencia de su vida y su persona: la vigencia de su ley del amor, y de sus mandatos de disponibilidad, entrega y servicio, apenas ha podido mantenerse (y limitada a Él mismo y su entorno) durante unos brevísimos años, y ha sido conculcada de un modo cruel y contundente por medio de una condena inapelable en cuyo acuerdo y conveniencia todos toman parte: judíos y romanos, autoridades civiles y religiosas, dirigentes y pueblo, amigos y enemigos… No hay futuro para Dios en nuestro mundo cuando decide encarnarse… Jesús sólo puede salvar su “Reino”, y con ello salvarse Él mismo, si se reintegra a la divinidad, si arrastra e impulsa su humanidad al vértigo de su misterio absoluto, salvándonos también con Él a nosotros… Y eso, con lo que el Hijo en realidad había contado siempre desde esa incomprensible e impenetrable identidad divina suya, sus discípulos necesitan escenificarlo para poderlo fijar en su entendimiento, integrarlo en la realidad de la comunión de vida experimentada con Jesús, e imprimirlo con huella indeleble en el acervo de su memoria y en el horizonte de sus vidas, en la perspectiva de su esperanza y en la historia de la humanidad. Por eso necesitan hablar de Ascensión. Por eso no pueden conformarse y limitarse a una “simple” resurrección. Hay algo más, mucho más, lo único que justifica realmente el por qué y el para qué tanto de la vida de Jesús como de la nuestra, tanto de su anuncio y convocatoria como de su promesa y nuestra comunión con Él…
En una cultura y un modo de vida con una comprensión y visión de la realidad, del mundo, de la sociedad y de la persona, que podemos calificar de precientífica y con componentes supersticiosos de magia y fantasía, crédulos y mitológicos, probablemente la milagrosa Ascensión de Jesús al cielo era el mejor modo de dar cumplimiento definitivo gráfico a esa prodigiosa aventura del mismo “Hijo de Dios” sobre nuestra tierra, permitiendo así “explicarlo todo”, aunque evidentemente, y según nuestros modernos criterios, “sin resolver absolutamente nada”… Pero es que la madurez en nuestra “comprensión” de Dios nos ha de llevar a concluir que efectivamente su enigmática hasta la eternidad presencia y encarnación humana, no pretende de ninguna manera resolver absolutamente nada, ninguno de nuestros problemas; sólo busca salvarnos…
Concluyendo, habría que decir que la necia y estúpida pretensión, fruto de la codicia, la vanidad y la envidia, de la rivalidad y el desprecio del otro, que nos lleva a presumir del indigno eslogan (esgrimido incluso como reclamo publicitario), de “vivir por encima de los demás”; es decir, lo completa y tajantemente prohibido a quien es atraído irresistiblemente por el modo de vida propuesto por Jesús; esa voluntad de “subir más alto” que estimula la actividad y la voluntad de nuestro ego más espontáneo e instintivo, ahora y por la cruz ha sido radicalmente transformada, renovada, liberada y salvada por Él; ha sido llevada a su culminación precisamente a través del silencio y la “eficacia” de la muerte, porque con ella ha trascendido de modo decisivo y enriquecedor hasta el infinito, “ascendente hasta el cielo”,nuestra vida terrenal y el callejón sin salida del ciclo del cosmos expansivo, del horizonte terreno y sideral en que nos movemos.
Los supuestos insuperables de la mentalidad conformadora del pensamiento de cada época, no tuvieron otro modo de plasmarse y concebir ese “sumergirse” de Jesús en la trascendencia que supone su muerte, que en los términos fabulosos de “subir a lo más alto” del universo creado y “sentarse en el trono celeste”, inaccesible para el hombre terreno y ahora solemnemente logrado por Él como cumbre y culminación de su aventura divina.
Pero nosotros cometeríamos hoy una irreverencia imperdonable, e incluso una grosera blasfemia, si consideráramos la Ascensión haciendo de Jesús un astronauta sin escafandra ni nave espacial… no caigamos en lo grotesco, lo ingenuo, lo “provisional”, de ese modo de acceder al misterio de Dios y de Jesús, que estaba ligado a aquella época y su historia, pero que ya hoy es incongruente e impropio de Él, y está desautorizado.
Sin embargo, sin caer en lo ridículo, ni tampoco pretender dar lecciones, sepamos que Jesús ha fundado y provocado una ruptura en nuestra vida, insertando a la humanidad en esa divinidad impenetrable; celebrémoslofelices e ilusionados; y que eso anime, dando sentido profundo, alegría y entusiasmo, nuestra comunión con Él y entre nosotros; y que nos haga crecer y enriquecernos desde su llamada al amor y a la esperanza.
Un Jesús de estampitas y milagros, como un Dios Padre entre nubes y anciano venerable, no es digno del hombre… precisamente porque el hombre Jesús lo destruye, lo desautoriza y lo prohíbe, elevando nuestra dignidad humana a otras alturas infinitas… Pero, sobre todo, y con mucho mayor motivo y contundencia, es inapropiado e indigno del propio Dios, al que también Jesús nos hace visible al transparentárnoslo y revelárnoslo como mucho más profundamente “humano”; o sea, más divino…
La Ascensión de Jesús es, en verdad, descender definitivamente a lo profundo…
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