Todos nuestros enemigos se ríen de nosotros;
nos asaltan terrores y espantos, desgracias y fracasos,
lloramos arroyos de lágrimas por la ruina de la capital.
Mis ojos se diluyen sin cesar y sin descanso,
hasta que el Señor desde el cielo se asome y me vea;
me duelen los ojos de llorar por las jóvenes de la ciudad.
Los que me odian sin razón me han dado caza, como a un pájaro;
me han echado vivo al pozo y me han arrojado piedras;
se cierran las aguas sobre mi cabeza,
y pienso: “Estoy perdido”.
Invoqué tu nombre, Señor, de lo hondo de la fosa:
oye mi voz, no cierres el oído a mis gritos de auxilio;
tú te acercaste cuando te llamé
y me dijiste: “No temas”.
Te encargaste de defender mi causa y de salvar mi vida,
has visto que padezco injusticia, juzga mi causa;
has visto la venganza que traman contra mí;
has oído, Señor, cómo me insultan y traman mi desgracia,
lo que dicen y piensan contra mí continuamente;
vigila todos sus movimientos: soy objeto de sus sátiras.
Tú les pagarás, Señor, como merecen sus obras,
les darás una mente obcecada y los maldecirás;
los perseguirás con ira hasta aniquilarlos bajo el cielo, Señor.
Lam 3, 46-66
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