¿DÓNDE ESTÁ EL MIEDO? (Jn 20, 19-31)

¿DÓNDE ESTÁ EL MIEDO?  (Jn 20, 19-31)

“…los discípulos estaban reunidos con las puertas cerradas por miedo a los judíos…”

El miedo nos es tan indispensable como la alegría. Ambos forman parte de lo humano, y no podemos vivir como personas prescindiendo de ninguno de los dos. En concreto, el miedo nos advierte, nos alerta ante el riesgo y el peligro; y es así fuente precisamente de la necesaria consciencia y lucidez para afrontar la vida, y de la capacidad de reacción frente a amenazas o peligros; sin él estamos perdidos, porque nos convertimos en insensibles, inconscientes o insensatos. La audacia y la valentía son una cosa, la temeridad y la estupidez otra; aquéllas no excluyen en absoluto el miedo, sino que los presuponen, y contando con él lo vencen con voluntad y espíritu de superación. Pero la carencia o desprecio del miedo únicamente genera disparados y necios Quijotes perniciosos, que creyéndose caballeros andantes y menospreciando a los Sanchos Panza simples y torpes, pero sensatos, fustigan atolondradamente lo que pretenden defender, convirtiéndose en desgracia y desdicha para quienes encuentran al paso, en “facedores de entuertos” y no en paladines del bien, en generadores de desgracias en lugar de ser sus liberadores… ¿miedo un “ingenioso hidalgo”?: la demencia y la locura carecen de él…

Y el otro imprescindible componente mencionado, la alegría, que aparece implícita y rebosante en esos discípulos reunidos al constatar la increíble noticia de la resurrección de Jesús, no anula el miedo ni lo vence; muy al contrario, él es su origen y su causa: tienen miedo porque están repletos de la alegría de la Pascua que los deja perplejos; y precisamente porque esa alegría es irreprimible, temen hacerla tan evidente y manifiesta, que hayan de confesar su causa y exponerse a represalias… no hay duda posible: el “orden civil y religioso” nunca está para esas bromas

El miedo nos pone en guardia, nos advierte de nuestra insignificancia y nos muestra nuestra debilidad. Pero también, por otra parte, nos ayuda a valorar lo definitivo, lo importante y aparentemente imposible, lo que “vale la pena”, aquello cuya consecución merece asumir el riesgo y dedicarle todo nuestro esfuerzo. Y nos impulsa a ponernos en marcha consciente y libremente hacia el auténtico futuro que queremos, que prevemos y que ansiamos. ¿Cómo no tener miedo cuando se reconoce que un crucificado ha resucitado?

Es bueno saber todo lo que la humanidad y lo que mi persona se juega en ese reconocimiento del misterio de lo real y lo divino; y lo que uno arriesga y compromete si lo asume como el auténtico horizonte de su vida. Porque no es una noticia baladí o una simple información. Ni tampoco el chisme de unos chiflados, el consuelo absurdo de unos pobres hombres y mujeres decepcionados, o el infundio de unos farsantes. Se trata de algo vital; y eso “da miedo”. Porque sólo el miedo nos descubre lo profundo del abismo de la vida; y ese abismo es tal que asusta al propio Jesús… Sin miedo no se puede tener acceso a la bondad, salvar y servir al prójimo, perdonar las injurias y las ofensas, ser perdonado, enriquecer y enriquecerse con quienes son nuestras hermanas y hermanos. Solamente el obnubilado y desquiciado D. Quijote no tiene miedo porque “se le ha secado el cerebro”, por eso su locura es perniciosa y no puede ser causa de alegría y de bondad. Perniciosa para él porque le impide vivir en su sano juicio, como una persona; y perniciosa también para los demás, porque los acomete desquiciadamente, los fustiga, ataca y hiere impunemente, acarreándoles la desgracia y miseria que decía pretender evitar: en realidad ser, como él, “valeroso caballero andante viene a ser una maldiciónrealmente temible

En suma, el miedo bien entendido, valorado y asumido es enriquecedor y forma parte siempre de lo humano; y parte esencial, porque es causa y motivo de consciencia y lucidez, de reconocimiento y valoración de lo que somos y queremos, de dónde nos encontramos y hacia dónde queremos ir; y, como tal, es fuente de libertad. Sin embargo, como ocurre con otras dimensiones constitutivas de nuestra persona, conlleva también un peligro cuando escapa a nuestro control y se convierte no en temor, sino en terror, en horror, siempre deshumanizador al convertirse entonces en obstáculo paralizador de la persona y anulador de su voluntad. En ese caso, la lucidez a la que nos convoca se transforma en oscuridad, ciega la razón e impide la acción: nos convertimos fácilmente en cobardes, traidores, renegados y viles.

Porque a lo que nos convoca el que podríamos denominar “miedo humanizador es a llegar, a través de la lucidez que él nos aporta, a la real y auténtica clarividencia: a saber actuar con prudencia, con plena libertad y con audacia. Por eso es perfectamente compatible, casi necesario, con el testimonio y la alegría. Sólo el miedo ante la cruz lleva a Jesús a hundirse en ella libremente vislumbrando el gozo definitivo de su resurrección…

Aquel renovado, e insospechado e imprevisto, nuevo Cenáculo de discípulos, sin Tomás y con Tomás, está dominado por el miedo pero rebosante de alegría; ambos, miedo y alegría son complementarios, antes y después de aparecérseles el mismo Jesús, origen del doble sentimiento, sin Tomás y con Tomás… El júbilo es tal, y tan incomprensible e imprevisto su origen, que les supera y sobrepasa hasta el punto de que “les da miedo” pensar en sus consecuencias. Y esa lucidez les empieza a hacer clarividentes: hay mucho en juego, es el riesgo de la propia vida, como en el propio Maestro resucitado, como en Jesús… Y a su vez, el comprensible miedo a lo desconocido y misterioso que ha acontecido y que “se les aparece”, sólo puede manifestarse y expresarse compartiendo efusiva y entusiásticamente la alegría…

Y es la nueva lección, para Tomás y para el resto: la mutua comunión les va a llevar (¡y exigir!) a resolver la lucidez en clarividencia, la posible cobardía y “encogimiento” en prudencia y en audacia, la fe y confianza creyente en militancia y testimonio. Forma parte del misterio: la comunión es imprescindible para la comprensión y la acción, para la fidelidad y la obediencia al mandato, para que ese miedo congregue, enriquezca y fortalezca el Cenáculo, humanizándolo desde y con el resucitado; es decir, divinizándolo para poderlo humanizar… Es en la comunión, sin Tomás y con Tomás, donde se hará presente el misterio, el mismo Jesús cuya resurrección “da miedo”…  Pero ese miedo no es sino consecuencia de la alegría incontenible que lo provoca por un lado; y por otro lado, es también antesala de una plenitud ahora accesible y que sólo puede calificarse de dichosa…

Porque cuando el miedo es esa lucidez enriquecedora de la profundidad unida a la alegría, hay algo que denuncia en nosotros mismos y en esa comunión nuestra del Cenáculo siempre acompañada por Jesús, con Tomás y sin Tomás: la cobardía disfrazada, la pasividad inoperante, la cerrazón y el sectarismo. Sin Tomás y con Tomás la comunidad de ese nuevo Cenáculo no puede encerrarse más allá del tiempo preciso para alcanzar la plena lucidez al constatar lo sucedido y asumir su necesaria materialización en nosotros, su corporalizaciónen nuestras personas. Sólo en ese primer momento, y durante un breve tiempo, el mínimamente preciso para que, sin Tomás y con Tomás, esos convocados a aquella Cena y a la visión de aquella Cruz eliminen los obstáculos y resistencias de su cobardía y su tristeza para dejarse impregnar hasta el tuétano por la presencia de Aquél, el resucitado que sigue un día tras otro, sin Tomás y con Tomás, presente y dándose a conocer sin dudas, a la vez que exigiendo con ello, también sin dudas,  el compromiso fraterno; sólo en ese forzosamente breve intervalo puede ser legítimo y estar justificado “mantenerse con las puertas cerradas por miedo”; porque en seguida, de inmediato, hay que abrirlas y ponerse en marcha. Hay que propiciar con urgencia el doble movimiento del evangelio y de sus discípulos: acoger incondicionalmente a quien llama, y buscar incansablemente al prójimo…

¡Adelante! Somos el Cenáculo del Resucitado en calidad de herederos del crucificado; pero el miedo ya se nos debe haber pasado tras comprobar la verdad de la vida que se nos ha regalado y nos convoca a la comunión fraterna. La desconfianza, la perplejidad y la duda, de Tomás y de quienes no son Tomás, de todos, se ha extinguido con el gozo y la alegría llevados a plenitud en el sacramento de la hermana y del hermano, en compartir al Cristo resucitado que nos acompaña a todos, a Tomás y a quienes no somos Tomás, nos contagia su gozo victorioso, y nos llena de prudencia y de audacia, convirtiéndonos en testigos…

¿Quién dijo miedo? ¿Quién tiene miedo?…

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