DEFORMADO E IRRECONOCIBLE (2 de 2)

II

La Última Cena es la culminación de la vida servicial, fraterna y de entrega de Jesús, y la necesidad de celebrarla, compartirla, y encomendarla plena y definitivamente a sus discípulos, a su comunidad. Hay previamente, en el transcurso de su caminar juntos muchas otras formas de hacer patente la comunión y el servicio, el cariño mutuo y el compromiso, la necesidad del acompañamiento y la seguridad de su presencia y cercanía… pero la plenitud y la definitividad, el cumplimiento solemne de lo dicho, anunciado y prometido, toma cuerpo en el pan y el vino, ¡por única vez!, esa noche. Y el “legado-mandato” de Jesús en tal momento culminante no es el de adorar un pan consagrado en su nombre, sino que vivamos el aquí y ahora de nuestra vida compartida y comprometida en comunión fraterna, expresado y celebrado “física y materialmente” (no sólo “espiritualmente” o como sentimiento noble) en ese comer juntos el mismo pan, incorporarse la misma sustancia nutritiva que nos conforma y nos alimenta, creadora de vitalidad y fortaleza, de energía común unidos a Cristo. Por eso la fracción del pan es la culminación celebrativa de la vida de comunión y servicio de la iglesia local, la asamblea festiva de la comunidad parroquial constituida en Cenáculo.

La Eucaristía es descender juntos a lo profundo para encontrarnos realmente allí con Cristo y el misterio de Dios gracias a compartir con los hermanos su persona al cumplir con su deseo-herencia-memorial… presencia prometida al vincularnos unos con otros y con Él, comiendo el mismo pan suyo, por eso y para eso consagrado, y no para quedarnos boquiabiertos mirándolo… Sólo desde ahí cobra sentido hablar de presencia real, como vínculo seguro y cierto de su voluntad comprometida y su promesa cumplida al reunirnos en su nombre para cumplir su encargo. Y solamente por eso podemos ver en ese pan consagrado una convocatoria continua, y por eso reservarlo como una llamada constante que nos urge sin descanso, día a día, a la renovación y revolución permanente; pero no una especie de objeto o de sujeto divino, deslumbrante e imponente (sobre todo por la rica orfebrería con la que lo rodeamos, en contra de toda sencillez y pobreza evangélica), en demanda de una sumisión y absoluta postración, de reverencia servil y desmesurada, y con tanta exagerada y alienante práctica devota sin ninguna referencia evangélica.

Porque es preciso saber y decir: 1) que los argumentos que han propiciado los excesos y abusos en la  piedad y en el culto, e incluso en el discurso oficial, y que están basados en la presencia real, en una teología basada en el “sacrificio cruento” y “víctima propiciatoria”, y en la contemplación y arrebatos místicos; son mucho más etéreos e inconsistentes de lo que se pretende; 2) que el realismo y el hylemorfismoescolásticos, con su materia y forma, etc. es una más entre muchas doctrinas o escuelas filosóficas, y en consecuencia, un simple modo entre otros posibles de concebir la realidad, el mundo, y el ámbito de lo divino; y 3) que la acentuación e insistencia, así como la “ostentación” (¿se admira la Hostia o la custodia?), el exceso, y la “adoración”, fue una reacción de oposición llevada al extremo para combatir “doctrinas sospechosas”, es decir, improcedentes según se creía en las coordenadas mentales de la época en que surgen.

Es de sobre conocido que la única reserva que se hacía del pan consagrado era para la administración del viático a los enfermos y ausentes de la celebración comunitaria de la iglesia local; y sólo posteriormente y con motivo de las controversias teológicas se estableció la costumbre de la Exposición del Santísimo, y ya más tardíamente las procesiones, fiesta Solemne del Corpus, y Adoración eucarística. Aunque (como en casi todas las folcloradas clericales, que no se pueden calificar más que de cristianopaganas, asumiendo con ello toda la contradicción en la que se desarrollan y de la que se muestran encantados sus figurantes especiales y protagonistas destacados), las cosas se hayan llevado a límites inaceptables para quien en el evangelio lee sencillez, sobriedad, pobreza y poca defensa de adornos, capas, palios, oro y orfebrería, mitras y báculos,estandartes y banderas, puestos de honor y marchas militares; a pesar de ese derroche de interés turístico y puede que para algunos pingües beneficios (porque para darles mayor esplendor también se paga la participación en muchos casos, aunque desde luego no la de obispos, canónigos y otros príncipes sagrados, que lo consideran deber y honor), concedo sin dudarlo un valor importante al hecho de reservarel pan consagrado y no consumido, haciéndolo motivo y ocasión de oración y encuentro; pero únicamente desde la sobriedad, la discreción y la sencillez; convirtiéndolo en signo y momento de expresión de la unidad y universalidad de la iglesia, por la vinculación al misterio de Cristo de todas las comunidades locales y de todos los fieles de cualquier proveniencia. El ejercicio de la llamada Hora Santa, hecho con comedimiento y sobriedad, sin pretensiones exageradas de “adoración” y devoción intimista, sino, como lugar de encuentro y oración compartida, apela a esa convocatoria permanente a ser “miembros de Cristo” en comunión fraterna con todos sus discípulos a lo largo del espacio y del tiempo. Tal lugar de encuentro actualiza la llamada a celebrar la fe que se comparte, convirtiéndose en el impulso para una más plena integración en la comunidad propia, donde deberá concretarse y hacerse realidad el compartir en comunión, el crecer en responsabilidad y compromiso, y el celebrar la fracción del pan, actualizando el memorial de la Cena, como punto neurálgico de ese caminar unidos; sin esta referencia y estímulo a una vinculación y un compromiso cada vez más profundo en la propia iglesia local de pertenencia, la adoración y todas las XL Horas que se pretendan (como si fueran XC, CD, o CM), se esfuman en cantos de sirenas y en humo de incensario…

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​Volviendo al principio: deformar y hacer irreconocible el evangelio ha sido siempre una lamentable habilidad de los cristianos encabezados por una deslumbrante Curia con mucho que perder si se decidía a vivirlo… Vamos a dejar los tiempos pasados, pero precisamente hoy, después de dos mil años, no hay disculpa posible para nadie que siga contribuyendo a distorsionarlo, ocultarlo o apelar a tradiciones y catecismos, para justificar costumbres, modos, actitudes o juicios cuyo contraste con la claridad y sencillez de las palabras y vida de Jesús transmitidas en los evangelioses tan evidente, que se diría que o bien no los ha leído aún (debido a que ha empezado al revés: por aprender cual papagayo el Catecismo y la Dogmática, y aún no ha llegado aleer ni a san Mateo…); o lo ha olvidado (gracias a muchas otras lecturas de ciencia ficción y fantasía que le han parecido más interesantes, o a libros de caballerías que le han secado el cerebro…); o mucho peor, que ha preferido hacer como algunos antiguos copistas: corregirlo y deformarlo para así vivir en una esperpéntica caricatura…

Y en esa dinámica eclesiástica imparable de deformar hasta lo irreconocible, habría que terminar, de momento,todavía con algún serio interrogante: ¿No es “tomar el nombre de Dios en vano” haber hecho del sacramento de la fracción del pan el colofón rutinario, solemne y protocolario de cualquier actividad oficial, reunión supuestamente importante, encuentro o sesión convocada, etc. simplemente para dar realce y un toque institucional “sagrado” y ceremonial, esplendoroso y decorativo, a acontecimientos más o menos importantes de la vida y actividad pastoral cristiana, que lo son en sí mismos y no tienen relación directa con el sentido y función de la celebración eucarística por parte de la comunidad cristiana de pertenencia?

¿No es un abuso, que deforma y banaliza lo que decimos venerar, la obsesiva eucaristización de cualquier encuentro entre cristianos?  Una vez más: la eucaristía es celebración de la iglesia local, necesidad expresiva de la comunidad en la que está integrada nuestra vida como cristianos; y no acto protocolario, marca e identidad con la que haya que sellar cualquier acto público. Su celebración especialmente solemne a nivel de círculos más amplios, diocesanos o convocatorias más “universales”, es excepción; y es no sólo innecesario, sino también improcedente e imprudente, generalizarlo de ese modo irreflexivo y gratuito.

¿Cómo no ver y callar la miopía e inconsecuencia del obtuso discurso de quienes se consideran los defensores del honor divino?  Se rasgan las vestiduras ante “profanaciones y blasfemias”, que en definitiva son muestra de que el necio o malintencionado que las comete es consciente de que hay algo “sagrado” en ellas, y por tanto su propia profanación se convierte en prueba “a contrario” de que le preocupa el misterio de Dios… (un quijostesco “ladran, luego cabalgamos…”, frente al otro: “con la iglesia hemos topado…”); y, sin embargo, ellos banalizan y hasta ridiculizan con tanta exageración y exhibicionismo la profunda verdad y sencillez que es el quicio del seguimiento y de la vida compartida, y hacen de lo que debe ser una celebración vivida en el calor del hogar constituido por la comunión fraterna, una solemnidad oficial y protocolaria, recargada y cortesana, de inauguraciones y clausuras, de sesiones de trabajo y conferencias… ¡Ya está bien de atentar al sentido común y a la coherencia!  ¡No parece tan difícil recuperar un poco de cordura, por poco que uno asome su cabeza a la ventana y no se contente con mirar el artificial mundo de su palacio, ni con la complaciente aquiescencia y palmadita en la espalda de aduladores, escaladores de cargosy tontos consumados!

¿Cómo palpar el cariño entrañable y la emoción contenida y dadora de vida, que en perspectiva de su entrega definitiva, nos lega Jesús en su última Cena, en la desfigurada y deformada, lujosa y recargada, derrochadora, maquillada y casi disfrazada de máscaras, ropajes y tesoros, Misa pontifical, de inauguraciones y clausuras…? Nadie ignora, ni siquiera los celebrantes y quien los preside, que el esplendor y el arrobamiento sagrado no eran lo que Jesús se propuso encomendarnos en su última Cena… no era ése su mandato… No hay duda de cómo lo hemos deformado y hecho irreconocible…

Por |2020-04-02T15:50:53+01:00abril 6th, 2020|Artículos, General, Reflexión actualidad|1 comentario

Un comentario

  1. Nines 6 abril, 2020 en 17:02 - Responder

    Complicadas palabras para entenderlas todas (por lo menos yo) y complicada situación en la que nos encontramos los que intentamos vivir tras los pasos de Jesús y su mensaje.
    ¿Cómo separar una cosa de la otra? ¿Cómo vivir el evangelio y compartirlo sin desvirtuar el mensaje?
    Cada día me pierdo y me encuentro mil veces y cada día veo la luz y la oscuridad mil veces.
    Igual es ese el camino, perderse y encontrarse, ver la luz y la oscuridad.
    ¿Quién lo sabe?

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