LA REALIDAD COMO MISTERIO

LA REALIDAD COMO MISTERIO

Esa profunda inquietud humana que cristaliza personal e históricamente en el comportamiento que hemos convenido en llamar religioso,si a algo nos abre el horizonte es a una consideración de la realidad grávida de un sentido oculto y de misterio. Si el despertar de la humanidad tiene mucho que ver con la inquietud ante la muerte y con la creación de las diversasreligiones como respuesta a un impulso profundo, indefinible e inexplicable, de dependencia y de sentido de plenitud y de futuro; si ello es así, entonces significa que se es persona al descubrir la vida como algo en proceso que sobrepasa nuestras capacidades, al dotarnos de identidad pero no de dominio absoluto ni de control completo sobre nosotros mismos y el universo que conocemos.

En definitiva, el hombre es el ser que percibe la realidad como algo más que aquello a lo que tiene acceso mientras vive en este mundo material inevitablemente asintótico, en la medida en que se aproxima progresiva y constantemente al misterio sin alcanzarlo nunca mientras vive. Sabemos que la vida desborda nuestra finitud y nuestras limitaciones, y que la respuesta, nunca definitiva, que damos a esa inquietud, es la que marca la impronta de nuestra existencia, sea consciente o inconscientemente, lo hagamos de modo voluntario o sintiéndolo como algo ajeno o «impuesto».

A todo eso podemos referirnos diciendo que la realidad está dotada de una estructura sacramental, es decir, nos marca un «más allá». No debería hacer falta una alusión a la equivalencia entre los términos mysterium y sacramentum en la tradición teológica para percibir que es precisamente la condensación de ese carácter profundo, desafiante y misterioso, indomable, de la realidad en determinados momentos y en circunstancias concretas de nuestra vida, y nuestra consciencia de tal profundidad desde la iluminación y la clarividencia que nos aporta y supone la vida de Jesús, la que nos ha llevado a los cristianos a hablar de «sacramentos«. Mirado desde la fe cristiana, en los sacramentos cristaliza y se condensa la presencia inabarcable del misterio de Dios; pero desde cualquier perspectiva humana profunda, coherente y honrada se puede apelar sin confesionalismos ni estrecheces dogmáticas al carácter “sacramental (misterioso) de la realidad y de la vida.

Ese reconocimiento ineludible del carácter sacramental de la realidad y de la vida, independientemente del nombre que se le quiera dar, implica una doble confesión: de un lado impotencia, y de otro rebeldía;conciencia de finitud, y perspectiva de confianza; asunción  de nuestras limitaciones, y esperanza en un horizonte de plenitud. No podemos sustraernos a ese interrogante, porque es constitutivo del ser humano, y no elucubración de su mente o reivindicación fantasiosa y absurda: es justamente él quien nos proporciona la identidad humana, y cuya respuesta da coherencia y condiciona nuestro sentido de la vida; es decir, la orientación que le concedemos.

         La respuesta a esa inquietud no viene marcada necesariamente por la reflexión y la consideración intelectual de la realidad y sus complejidades, ni por la antropología y la metafísica, ni siquiera por la actitud creyente o por el ateísmo militante; sino por la coherencia de nuestros actos, por la trayectoria vital que vamos trazando con nuestras ilusiones y proyectos, nuestras opciones y nuestra metas, sean éstas muy meditadas y reflexionadas o solamente admitidas como «intuitivas» o relativamente espontáneas. Desde el momento en que proyectamos nuestra vida hacia fines pretendidos, e independientemente de que los alcancemos o no, de que resultemos frustrados o entusiasmados con ellos, estamos dotándola de coherencia, y ésa es nuestra respuesta humana (muchísimo más cargada de sentido que la meramente intelectual por profundas que sean nuestras reflexiones, y mucho más profunda y comprometida que gran parte de las actitudes religiosas o tenidas por tales), al desafío involuntario de la vida. Algunos existencialistas lo vivieron como una pesadilla insuperable, pudiendo abocar incluso al suicidio como única vía de escape; otros la consideraron como una aventura apasionante, la única digna de experimentarse; en cualquier caso, es una tarea ineludible y definitoria de la vida humana: la de asumir la realidad y nuestra integración en ella, “hacerse cargo de ella” como gustaba decir Xavier Zubiri.

         Pero, precisamente por humanos, la forma más errada de considerar el desafío de la vida es hacerlo desde una perspectiva exclusivamente «personal» e individualista, tomando como definitorio de la persona el mundo privado del «yo». Somos mucho más que «yo»; el ser humano sólo surge del «nosotros». Quien pretende ser éúnicamente quien dirige su vida, se equivoca fatalmente: en su “yo” hay huellas indelebles y decisivas, constitutivas, del nosotros que lo ha constituido en persona. Solamente puedes decir “yo elijo”, “yo decido”, porque los demás te han creado y te alimentan, son ellos las instancias constitutivas de tu yo; y, si súbitamente desapareciera la humanidad se extinguiría el yo con toda su supuesta libertad absoluta. El enigma de la vida nos ha inoculado una realidad compartida, una con-vivencia; y sólo sumergidos en esa corriente dirigimos con nuestra personal responsabilidad el timón de la persona que aún no hemos llegado a ser. Por eso también puede dotar de coherencia a nuestra vida esa especie de pasividad asumida, de obediencia y sumisión a lo colectivo y solidario del nosotros, la imposibilidad o inconveniencia de tomar libre eindividualmente nuestras decisiones fundamentales para marcar voluntariamente la trayectoria de nuestra vida, sea por incapacidad intelectual, por imposibilidad física propia o por limitación ajena, por falta de cultura o de medios; es decir, por cualquier carencia personal o por cualquier circunstancia colectiva que nos supere. Las carencias no privan de personalidad a una vida, aunque sea lamentable comprobar el déficit de condiciones dignas que en determinados momentos (individuales e históricos) el ser humano pueda sufrirprecisamente debido al comportamiento y la actitud del resto de los humanos. Esa constatación, reverso precisamente de nuestra condición humana no individual (porque es la versión negativa y deshumanizadora del nosotros), no es merma de personalidad en alguien, sino que hace indigno a ese conjunto de personas que lo condicionan, cuando es fruto y consecuencia de uncomportamiento colectivo discriminatorio, despectivo, o simplemente excluyente. Y respecto a circunstancias que nos superan como individuos aislados y nos deben conducir a la lucidez y al sentido del ineludible nosotros, reclamando de cada uno docilidad, responsabilidad, solidaridad y una “activa” y entusiasta pasividad, estamos experimentando precisamente en estos momentos de alarma, de impotencia y de miedo ante lo que son las fronteras desafiantes de la vida, su realidad, sus profundas dimensiones y su apasionante convocatoria a la convivencia pasando del yo al nosotros.

          Esa consideración de la ineludible e insondable vinculación del yo al nosotros, tan evidente y palpable en estos días de impredecibles e inquietantes contagios, expresión del carácter sacramental de la realidad, nos permite decir que la comunidad concreta en cuyo seno el individuo lleva a cabo el proceso de llegar a ser persona, y cuya dinámica simbiótica yo-nosotros marca un horizonte concreto de vida, es también «sacramento», condensación y presencia inescrutable de esa profundidad, del abismo insondable de la vida. Porque, naturalmente, ese carácter sacramental o misterioso de la realidad nos viene condicionado y canalizado por la herencia recibida, biológica y comunitario-social, tal y como ocurre con nuestro mismo ser personas. Ese carácter profundo de la realidad se extiende; o, mejor, incluye a la comunidad humana como sacramento. No se trata sólo de un concepto teológico, de una consideración religiosa o ”confesional”, ni de una sacralización de la vida… llámele cada uno como quiera; nos abarca a todos y nos incumbe a todos.

              Desde la perspectiva cristiana, es decir, desde la clarividencia aportada por la vida y la persona de Jesús de Nazaret a una gran parte del colectivo humano; y desde el carácter confesante asumido por su discipulado, este carácter de la realidad y su concreción en la comunidad humana, adquiere un tinte especial; pues, si a Él le pueden definir sus seguidores como sacramento del encuentro con Dios, la comunidad cristiana, la iglesia local, también se constituye en sacramento de la incorporación a Cristo, y los momentos de condensación de las dimensiones profundas del yo-nosotros y de su profundidad-visibilidad, los definimos como sacramentos, independientemente de su número (históricamente fluctuante y no demasiado importante, a pesar de dogmas y cánones) y de su diversa relevancia y carácter vinculante (variable de unos a otros). 

           Lo que subyace en la teología sacramental cristiana es que los momentos privilegiados en que la reunión de la comunidad se convierte en vehículo del misterio de la realidad y de la vida, de la trascendencia y de lo profundo, los podemos llamar con toda propiedad, y los llamamos, sacramentos. Ellos nos sitúan allende nuestras fronteras visibles y nos permiten palpar lo imperceptible a nuestros sentidos materiales: la plenitud de la vida, imposible de ser experimentada desde nuestros límites finitos. Sí, la paradoja del hombre, la dialéctica de lo humano y lo divino.

Y porque ésa es la estructura profunda de nuestra realidad, la experiencia sacramental humana es universal y no está circunscrita a determinados contextos culturales o religiones establecidas. Otra cosa es el grado de «contaminación» que pueda tener con comportamientos supersticiosos, mágicos o fetichistas, dada nuestra innata tendencia a confundir los distintos planos de la realidad buscando un dominio y control ilimitados, precisamente porque nos sabemos débiles e incapaces de abarcarlo todo. Pero no hay persona donde no haya percepción sacramental de la realidad  y de nuestra vida, sea explícita o no, consciente o inconsciente, estructurada o confusa; pues ser persona es, justamente, enfrentarse al carácter sacramental de la realidad y de la vida. Por eso cualquier elemento verdaderamente humano es susceptible de revestir carácter sacramental: la colilla de que habla Leonardo Boff, la cruz identificativa, la reliquia de un santo, el anillo de compromiso, un abrazo o un beso, una carta, una fecha,… y justamente ello nos sitúa a un paso de la superstición y de la absurda e irracional idolatría. Nuestra propia torpeza, cuya influencia parece imposible erradicar del todo, evidencia nuestra fragilidad, y nos ha llevado a los extremos más exagerados pretendiendo en ocasiones dotar de eficacia y carácter milagroso a elementos extravagantes y disparatados; mientras, por el otro extremo, también a veces hemos actuado como iconoclastas incendiarios, pretendiendo una integridad, rigor, y aparente pureza, tan alejada como aquellos excesos del verdadero rostro de lo humano.

La persona es lo profundo, pero está tejida de fragilidad, de provisionalidad y de apariencia, confinándonos a un estado de impotencia y a un error de perspectiva, que nos llevan a confundir sus diversos planos. La pretensión cristiana es la de asumir la realidad con clarividencia e integridad, y con completa transparencia: reconocer sus posibilidades y sus límites (su estructura finita); y acoger su carácter enigmático y misterioso (su ansia de infinito y su impotencia). Por eso, y en clara referencia a Jesús, que nos lo ha descubierto plena y decisivamente, habla de la vida en perspectiva sacramental, y la concentra, actualiza, condensa, y desciende a su profundidad en los que llama sacramentos; pero, eso sí, sin exclusivismos, dogmatismos, rigorismos, misticismos… ni deslumbrantes o iniciáticas “acciones sagradas”…

Por |2020-04-01T19:55:05+01:00abril 1st, 2020|Artículos, General, Reflexión actualidad|Sin comentarios

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