PREFERIR LAS TINIEBLAS (Jn 9, 1-41)
Juan, el evangelista, con su relato del milagro del ciego de nacimiento, quiere ser ilustrador y clarificador hasta el extremo: abrir los ojos a Dios, dejarse iluminar por Jesús que nos sale al paso, recobrar gracias a Él nuestra vida y nuestra persona que se nos iba escapando a causa de nuestra ceguera, lejos de aportarnos tranquilidad y seguridad, no nos crea sino complicaciones y dificultades. Y, así mirado, desde el mismo relato dan ganas de decir: “vale la pena seguir ciego…”, “prefiero las tinieblas…”
Porque vamos a tener enfrente, contra nosotros, a las hienas de siempre, a los chacales ávidos de presas fáciles y de sangre, a los desautorizadores de la misericordia y negadores de la verdad porque les incomoda, los necesitados de víctimas inocentes y empeñados en cegar cualquier fuente de luz, cualquier aliento de bondad y cualquier sugerencia de mansedumbre o de piedad. Aunque nuestra sociedad y nuestro mundo pretenda presumir de igualdad y de justicia, aunque las autoridades afirmen defender el orden en interés del pueblo, y los pontífices se arroguen la responsabilidad de interpretar lo divino, un simple y honrado testimonio de la luz que llega a un ciego pone en jaque no su poder bien asentado, sino la maquinaria pervertida monopolizadora de lo sagrado, que no puede admitir el más leve resquicio de claridad porque, si lo hace, se pone en evidencia.
El odio se desencadena en ellos no ante la amenaza a su poder efectivo, ni porque se pueda atentar a su dominio (ya que eso está excluido positivamente por el “justo”), sino por el simple e “inocente” hecho de poner al descubierto ingenuamente la debilidad, la falsedad de su fundamento. Porque la sencilla fragilidad de la alegría del salvado, del antes ciego, pone al descubierto la necesidad de corregir su discurso interesado y de revisar su teología, de la que quieren hacer una jaula donde encerrar al mismo Dios…
Y esa voluntad de manipular a Dios a nuestro antojo, auténtica rebeldía frente a su encargo y su llamada a hacerlo presente con limpieza, conduce necesariamente a la condena de nuestros semejantes cuando se dejan curar de su ceguera (dictada y controlada fácilmente por ellos), y acogen desde su humanidad recuperada, desde la fragilidad y la pobreza, la palabra y la luz de Jesús en persona, siempre un regalo de perdón y de bondad, de salvación y de promesa.
Pero quien no puede creer en Jesús, porque es él quien pretende dictarle a Dios sus caminos en lugar de estar a la escucha y receptivo a sus palabras, ése tal no soporta ni siquiera sus milagros; al contrario, está siempre al acecho, celoso vigilante de su propia liturgia y de sus dogmas, atento a impedir la insubordinación de quien ose discrepar de las pautas oficiales y plantee el más mínimo interrogante a lo sólidamente asentado y al orden sagrado tan costosamente establecido y mantenido.
Y claro, estar siempre al acecho, mantenerse en vilo, sólo conduce a la ingratitud y a la sospecha, a la desconfianza absoluta como principio. Y, si es preciso, al rechazo despiadado y contumaz, obsesivo, de lo evidente; a cerrar la puerta a la luz amenazadora porque revela lo oculto y obliga a reconocer e identificar lo real ahora visible y antes escondido o confundido en la oscuridad; en resumen, lleva a preferir descaradamente las tinieblas…
Ya lo había dicho el evangelista en el relato de la conversación con Nicodemo: “…vino la luz al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz…”, y nos decía el porqué: “…porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, porque no sean censuradas sus obras…”
Porque la maldad no consiste en estar ciego, sino en pretender a toda costa que Dios sea oscuridad y tinieblas, y presentarlo así: inaccesible y terrible, casi odioso… muy Todopoderoso, pero inmisericorde y necesitado de nuestra mediación y de nuestra responsable y sensata interpretación para poder hacerse legítimamente presente en nuestro mundo. La maldad es oponerse a Dios al negarle otra vía que no sea la prevista por nosotros, tomarnos por sus exclusivos representantes, sus embajadores plenipotenciarios… al obrar así, paradójicamente y sin ser capaces de reconocerlo, somos nosotros quienes condenamos a Dios relegándolo a la oscuridad y a las tinieblas, negándonos a reconocer que su luz clarifica las cosas, nos da acceso a la lucidez y nos lo hace presente, evidente para todos, al curar la ceguera de cualquiera: ya todos pueden ver, caminar con esperanza, vivir con entusiasmo e ilusión, salir del pozo en que estaban hundidos, identificarse a sí mismos, encarar su futuro… La maldad es prohibir al otro el gozo de Dios, negarle su capacidad de reconocimiento de lo divino, erigirse en impedimento y obstáculo para que sea iluminado por Él. Porque, y eso es lo que subyace y anida en nuestro corazón perverso al obrar y pensar de esa manera, nosotros somos superiores, lo sabemos, lo sabemos y lo podemos demostrar… y lo hemos de imponer… nunca hemos formado parte de esa chusma ignorante, maldita, miserable…
No podemos consentirle a Dios, en Jesús, que nos iguale… menos aún que nos corrija: que sea humilde y que perdone, que sonría y que ame, que no nos pida permiso ni consejo a nosotros, los abogados del Altísimo, los guardianes de su Templo, los celadores de su Código, de su Biblioteca y sus archivos, sus únicos y estrictos Cancilleres Secretarios… y no podremos nunca perdonarle que privilegie al débil y acuda al pobre, que busque a los perdidos, que perdone al culpable, que el mudo pueda hablar, el sordo oír y el ciego ver sin haberlo ellos autorizado y decidido… No, Dios ha der oscuro, terrible, distante, necesitarnos a nosotros… no queremos su luz… no soportamos tanta luz, porque ella nos muestra la dignidad de aquéllos a quienes justamente despreciamos y de los que sólo buscamos reconocimiento y sumisión… sí, preferimos las tinieblas a aceptar un Dios tan manso…
Así, involuntariamente, sin pretenderlo, el simple reconocimiento agradecido y humilde, sencillo pero contundente dado el cambio de rumbo que ha dado a nuestra vida su presencia; sin más, el testimonio a su favor que supone no nuestra palabra, sino nuestra mera presencia cuando con ella se hace palpable y evidente la renovación de nuestra vida por Jesús, y la luz inimaginable e insospechada antes, que ahora la ilumina y que nos lleva a pregonar inconscientemente alegría y gozo, disponibilidad y agradecimiento; eso mismo, nos hace sospechosos, y como tales, incómodos y amenazadores para quienes sólo entienden la vida como batalla encarnizada de rivalidades y discordias, de conquistas y dominio, de privilegios e influencias…
El que ha sido tocado por Jesús tiene que situarse completamente a la intemperie, sin el respaldo interesado de nadie, más a contracorriente que nunca y con la sola fuerza de sus convicciones más profundas y de su firme voluntad: el testimonio imposible de disimular de que el paso de Jesús marcó una aurora para él; y con ello asumiendo el riesgo de ser ridiculizado, falsamente desmentido, condenado por colaboracionista, rebelde, díscolo; y, finalmente incluso excluido y despreciado. Y me permito extenderme al hilo del relato, como ya hice en otra ocasión.
El simple hecho de no negar la acción de Dios, el milagro, evidente para cualquiera pero «prohibida» por los intérpretes de la legalidad vigente, los responsables de la maquinaria institucional, va a conducir al ciego a experimentar cuál es el riesgo insospechado de reconocer el camino de Dios, para saber así cuánto se juega si decide apostar por él. Como es bien sabido el relato de S. Juan es creciente en intensidad, en amenazas y en consecuencias dramáticas. El ciego ha sido curado milagrosamente por Jesús y …los vecinos y los que solían verlo pidiendo limosna decían: «¿No es éste el que se sentaba a pedir?». Unos decían: «Es éste». Y otros: «No, es uno que se le parece». Pero él decía: «Soy yo». Y le preguntaban: «Pues, ¿cómo se te han abierto los ojos?». Él contestó: «Ese hombre que se llama Jesús hizo lodo, me untó con ello los ojos y me dijo: Ve a lavarte a Siloé. Fui, me lavé y vi». Y le preguntaron: «¿Dónde está ése?». Contestó: «No lo sé». Llevaron a los fariseos al que antes había sido ciego… los conocidos se admiran, son testigos y, como en tantas otras ocasiones con motivo de un milagro, eso debería impulsarlos a alabar a Dios y a su Enviado; pero no se fían, porque, además del testimonio irrefutable de su curación, se ha atrevido a poner este hecho maravilloso en relación con Jesús, y éste es un proscrito, sobre el que hay órdenes claras y terminantes por parte de las autoridades…
La desconfianza es la primera siembra hecha por nuestro «orden» social: la sociedad no puede basarse en la fidelidad y la confianza; y son los responsables de arbitrar en nuestros conflictos quienes han de determinar quién es o no fiable, aunque eso contradiga la evidencia. La «prudencia» se impone: acudamos a esos responsables del orden… y el otrora ciego pasa de la incontenible alegría de saberse curado gracias a ese Jesús, y estar dispuesto a agradecérselo aunque no lo conozca ni nunca lo haya podido ver, a ser involucrado en un proceso insospechado y que empieza a suponerle molestias: haber encontrado a Jesús, haber cobrado la vista fiándose de su palabra y haberlo reconocido así, dando testimonio de la simple verdad, lejos de haber resuelto su vida, tal como pensaba, comienza a complicarle la existencia…
Lo recomendable siempre es la suspicacia, no la confianza; y “analizar” los detalles… pues era sábado el día en que Jesús había hecho lodo y abierto sus ojos… El sumario instruido desde la desconfianza y la sospecha siempre descubre el detalle que puede propiciar la condena y que va ya a confirmar los recelos, siendo inapelable y no aceptando más evidencia que la de sus sabias conclusiones. Los fariseos, a su vez, le preguntaron cómo había obtenido la vista. Él les dijo: «Me puso lodo en los ojos, me lavé y veo». Algunos fariseos dijeron: «Ése no puede ser un hombre de Dios, pues no guarda el sábado». Otros decían: «¿Cómo puede hacer tales milagros un hombre pecador?». Ante todo hay que confirmar el hecho, pero la explicación es tan simple, es todo tan sencillo, que no cabe sino la alternativa: o bien la verdad es así de reconocible y confesable, y Dios está mucho más cerca de nosotros de lo que pensábamos; o bien, cuando no se está dispuesto a dejarse «aleccionar» por nadie (ni siquiera por Dios, pues «Él ya nos ha hablado y bien sabemos lo que dijo») hay que buscar el fallo, la aparente contradicción (siempre ajena a nosotros, los entendidos): “ha curado en sábado”. Y para salir de dudas nada mejor que preguntar al protagonista, un pobre hombre ignorante, pues su testimonio es el decisivo… Estaban divididos. Preguntaron de nuevo al ciego: «A ti te ha abierto los ojos: ¿qué piensas de él?». Él contestó: «Que es un profeta»… Es evidente. Pero como siempre que el testimonio está en contra de los intereses oficiales, o, simplemente, desautoriza una actitud mezquina, inflexible y predeterminada por estar basada en el mantenimiento de la política del partido y de los privilegios oficiales, como siempre que supone la puesta en evidencia de las razones de Estado y la fragilidad de los pilares de nuestro orden social establecido, el testimonio es inadmisible, y es preciso idear la teoría más rocambolesca y maquiavélica para defender lo propio: Los judíos no podían creer que hubiera sido ciego y ahora viese, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron: «¿Es éste vuestro hijo, del que decís que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?». Los padres contestaron: «Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego. Cómo ve ahora, no lo sabemos; ignoramos quién abrió sus ojos. Preguntádselo a él; ya es mayor y os puede responder». Sus padres hablaron así por miedo a los judíos, que habían decidido expulsar de la sinagoga al que reconociera que Jesús era el Mesías. Por eso los padres dijeron: «Ya es mayor y os puede responder, preguntádselo a él». La experiencia inesperada y gozosa de la adquisición de la vista comienza a tornarse no ya incómoda, sino amarga y amenazante, verdaderamente tormentosa: se le acusa de farsante y mentiroso… No podía esperar que la simple confesión de la única respuesta posible a todos los interrogantes y suspicacias de aquellas autoridades, la que todos concluían, pero se habían impuesto la obligación de callar, supusiera un riesgo tan grande; el horizonte, ahora perceptible por sus ojos, empieza a poblarse de nubarrones y a parecer sombrío: el futuro de su propia vida está poniéndose en juego. La sibilina ocurrencia de quienes detentan el poder no da resultado: sus padres, sin comprometer nada en absoluto, afirman y ratifican lo ya conocido y eluden el tomar partido en asunto tan espinoso; la amenaza es grande, pero, por otro lado, tampoco pueden dejar de reconocer la verdad, por todos sabida, y cuyo desmentido hubiera facilitado todo (sabemos que nació ciego); pero sobre lo acontecido después, sobre la toma de decisiones comprometedoras, por Jesús o en su contra, no hay que esperar el respaldo de nadie, ni de la propia familia. Porque el «aparato» no cede nunca -le va la vida en ello- y vuelve a la carga intensificando su amenaza, intimidando sin recato: Llamaron otra vez al que había sido ciego, y le dijeron: «Di la verdad ante Dios; nosotros sabemos que este hombre es pecador». Quienes ya le han tildado de mentiroso una vez están dispuestos ahora a declararle perjuro, y el hombre va viendo lo que hay en juego y pretende limitarse a constatar los hechos innegables de los que ha sido protagonista, sin entrar a valorar a su autor: Él respondió: «No sé si es pecador o no; sólo sé que yo era ciego y ahora veo». Pero el acoso no cesa: …Le preguntaron: «¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos?», y ante la obcecación, ante esa pretensión de una sabiduría irrebatible para la que no cuentan los hechos ni los signos de la actuación divina porque ya ha prejuzgado todo, dictaminando la realidad según su conveniencia, y ante la mala voluntad evidente (a pesar de no poder nunca ser «probada»), el ciego comienza a decidir su opción, consciente ya del riesgo que conlleva, e incluso sitúa a sus interlocutores ante su propia conciencia, devolviéndoles los interrogantes para que sean ellos quienes tomen también su opción: Respondió: «Ya os lo he dicho y no me habéis hecho caso. ¿Por qué queréis oírlo otra vez? ¿Queréis también vosotros haceros sus discípulos?»… ¡ésa es la interpelación!, sabida por ellos y que pretenden silenciar, de la que quieren escabullirse para evitar responder ante ella; ése es el desafío del que huyen cobardemente porque atisban las consecuencias que tendría y cómo desmontaría su mundo y sus ventajas; este hombre los pone en evidencia ante Dios y ante sí mismos, y la respuesta del poder institucionalizado, por hipócrita y falaz que sea, no puede ser sino la autojustificación y suficiencia acompañada, como siempre, de la definitiva condena desafiante al pobre y la desautorización de su sencillo testimonio: Ellos le insultaron diciendo: «Tú eres su discípulo; nosotros lo somos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios. Pero de éste no sabemos ni de dónde es»… sin embargo, después de tanta mezquindad y ceguera, el débil ya se ha hecho fuerte por su propio testimonio, y desde su humildad y sencillez, sin pretensiones interesadas, ya ha elucidado aquello que las autoridades pretendían encubrir, reclamando una opción por o contra Jesús y respondiendo personalmente a ella con un sí público y comprometido: …El les contestó: «Es curioso: Vosotros no sabéis ni de dónde es, y él me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que le es fiel y hace su voluntad. Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si él no fuera de Dios, no podría hacer nada»… La lógica es implacable, el contraste con la maldad humana, gestionada por el poder, le ha ayudado definitivamente a confesar a Jesús, pues se le hace imposible renegar de él, a pesar de esta desconocida sordidez a la que se ha visto arrojado; la condena no se hace esperar: …Le respondieron: «Todo tú eres pecado desde que naciste, y ¿nos enseñas a nosotros?». Y lo expulsaron de la sinagoga. Llega así el final lógico: la exclusión como autodefensa del sistema y condena del disidente, hacer de él un marginado o un desterrado… y permanecer ellos en la auténtica oscuridad, en las tinieblas…
Pero sólo quien es consciente de este riesgo y está dispuesto a asumirlo podrá, como el antes ciego, reconocer al fin a Jesús y, a sabiendas de lo que supone creer en él, decidirse a seguirle. Porque es imposible volver a la ceguera; pero es preciso saber que haber sido tocado, curado, iluminado por el paso de Jesús, es arriesgado y compromete…
“Ser consciente de las cotas de riesgo que entraña la fidelidad cristiana y su componente utópico, no significa caer en el fatalismo inmovilista y resignado que atenaza a tantas personas y las atemoriza; su reconocimiento, muy al contrario, es el paso necesario para reivindicar la utopía, con todas nuestras fuerzas y con la energía divina a nuestro alcance; y, en contrapartida, denunciar valientemente la injusticia de un mundo, muy lejano del pretendido por Dios, pero susceptible de ser mejorado y convertido no en el escenario del ciego destino, sino en el nuevo cielo y la nueva tierra donde reinen la libertad y la solidaridad. Frente al fatalismo y la sensación de impotencia, la energía de la utopía cristiana transformadora.”
Sabiendo que Jesús ha pasado por nuestra vida para curar nuestra ceguera, y sabiendo lo que reconocerlo significa, hemos de decidir día a día si queremos correr el riesgo de caminar como hijos de la luz (como nos propone san Pablo); o seguimos, como tantos entendidos, prefiriendo las tinieblas…
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