SOBRE EL PERDÓN Y “LA CONFESIÓN” (1 de 3)

«Tus pecados están perdonados» SOBRE EL PERDÓN Y “LA CONFESIÓN” (1 de 3)

I

Cuando en los medios eclesiásticos y en los círculos de muchos cristianos “comprometidos” surgen las alarmas y se habla entre lamentos y nostalgias de la “crisis de la confesión”, achacándola tranquila e irresponsablemente sobre todo a una “crisis de valores”, a que “ya no hay respeto”, a que “se ha caído en una permisividad completa”, o a que “ha desaparecido la conciencia de pecado”  y otras simpleces, se silencia siempre y se pasa por alto aquello que constituye el verdadero motivo (evidente, comprensible, y  conocido por todos), que está a la base de que la forma usual de celebrar el sacramento de la penitencia haya caído en descrédito y su desuso haya vaciado los confesionarios (errónea y machaconamente presentados como kioscos de profundos intercambios: angustias por consuelos, pecados por absoluciones, ofensas por penitencias…); motivo que no es otro que la supuesta obligación, estricta e insoslayable, “de absoluta necesidad” para hacer  “una buena confesión”, de tener imperiosamente que “decir los pecados al confesor”; y absolutamente todos, con minuciosidad y detalle si se requiere: materia y especie, gravedad y número…

La amenaza en caso contrario se mide y se cuenta no ya por siglos de purgatorio y castigos compensatorios, siempre al alcance de indulgencias y rebajas; sino que, siguiendo las pautas y modos piramidales de control absoluto y dependencia total de clérigos, es de tal calibre: condenación eterna por “¡querer engañar a Dios!” (¿?), contumacia y resistencia “merecedora” de tormentos y suplicios… que no permite reservas ni silencio… y así, por precaución y miedo, caemos en el disparate de arrepentirnos de todos los pecados “que no conozco ni recuerdo”… y es que, naturalmente, la presunción de inocencia se descarta… y además no se trata de un tribunal humano, ¡sino divino!… y evidentemente es en realidad muy poco humano…

Felizmente es doctrina de fe, la primera de sus verdades, y el único auténtico dogma, que Dios está muy por encima de sus togados abogados y fiscales… y lo que está fuera de toda duda, y constituye la definitiva revelación de Dios en y por Jesús es que el misterio trascendente y trinitario divino se resume en amor y bondad, y que el evangelio es el anuncio y la misión de la misericordia y el perdón incondicional y definitivo por parte de Dios, y no su avara interpretación por parte de los hombres, por mucho que quieran monopolizar el derroche de gracia divino…

Es cierto que en los evangelios se narra el envío de Jesús a los apóstoles como misión de perdonar los pecados en la forma: “a quienes se los perdonéis les quedan perdonados, a quienes se los retengáis les quedan retenidos…”, pero no es menos cierto que esos mismos evangelios  presentan una inequívoca e indiscutible actitud de Jesús como origen y voluntad de un perdón incontestable y total, hasta el punto de decirnos que “todo pecado será perdonado; la blasfemia y…”,  a la vez que nos prohíbe juzgar al prójimo y menos aún condenarlo; lo cual permite y nos obliga a sacar la conclusión de que la misión es precisamente la de anunciar ese perdón y convertirse en mediadores de él, al modo del propio Jesús; es decir, incondicionalmente e incluso de antemano, (…perdónalos, porque no saben lo que hace…”); y, en consecuencia, la supuesta retención de los pecados  se refiere, como el “sacudirse la sandalias”, a dejar en manos de Dios la suerte de cualquiera que rechace tal mensaje o renuncie con contumacia a la misericordia divina. Pero, evidentemente, renunciando también nosotros a emitir sentencias (no condenéis y no seréis condenados)

La misión, pues,  no sólo no nos lo permite, sino que nos prohíbe condenar a nadie, lanzar acusaciones, convertirnos en jueces ni en verdugos… Los únicos pasajes evangélicos que hablan en esos términos, los refieren al Juicio Final por parte de Dios y sus elegidos; me niego, con toda una tradición teológica y de vida verdaderamente testimonial, martirial y apostólica, a aceptar que el oficio de juez otorgado por la doctrina oficial de la Iglesia al ministro del sacramento de la penitencia, absolviendo o condenando a alguien en nombre de Dios, y en consecuencia como juicio inapelable y definitivo, y en conciencia, sea el encargo de Jesús ni siquiera a los apóstoles y pastores de sus comunidades de seguidores. Jesús no quiere jueces ni condenas, sino apóstoles de la misericordia e instrumentos de su perdón. La disciplina eclesiástica es algo bien distinto y distante de la voluntad de Jesucristo y del encargo a su iglesia… De hecho, las medidas disciplinares que legítima y defensivamente, para salvaguardar su comunión en la fe, puedan tomar las iglesias locales o círculos cristianos más amplios, son de otra índole, y es un grave error confundirlas con lo que significa el carácter sacramental de la reconciliación y del perdón. Mezclar, consciente y voluntariamente,  legislación y disciplina con vida sacramental y testimonio evangélico (justificándolo teológicamente desde coordenadas de filosofía escolástica amaestrada, servil y dócil a la autoridad y al “orden perfecto” proclamado por la Iglesia como Imperio),  forma parte del error secular y de la responsabilidad institucional en la degeneración del mensaje y del compromiso cristiano… el perdón y la penitencia son un ejemplo flagrante…

En cualquier caso, lo que es irrebatible por evidente e innegable, es que nada dice el evangelio y el encargo de Jesús sobre “el modo” de ejercer la misericordia y el perdón; y desde luego el envío parece tener poco que ver con un careo del acusado ante el juez, aunque sea un confeso por voluntad propia… hasta en los tribunales al uso se disculpa normalmente al acusado de tener que reconocer él mismo el delito; pero ciertamente es ridículo y falto de consistencia poner en paralelo ambas justicias o comparar sus respectivos jueces…

En lo que concierne al perdón cristiano y a su carácter sacramental, la historia de su evolución es talmente conocida que sorprende el empecinamiento de los mitrados en la confesión individual y la “obligatoriedad ineludible” de “decir los pecados”, tesis completamente falsa en esos términos absolutos, ya que ellos mismos reconocen que “en casos graves o urgentes” es perfectamente válida una “absolución general” de los pecados. Al final parece que el único argumento real y válido para ellos es el de la mera “conveniencia pastoral” según sus ¿sabias? reflexiones mantenidas en un caldo de cultivo desvitalizado e insalubre…

Por |2020-03-06T15:16:45+01:00marzo 8th, 2020|Artículos, General, Reflexión actualidad|Sin comentarios

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