TENTACIÓN Y TRANSFIGURACIÓN (Mt 17, 1-9)

TENTACIÓN Y TRANSFIGURACIÓN  (Mt 17, 1-9)

La solemne superación de las tentaciones por parte de Jesús con su rechazo contundente a una manifestación espectacular y gloriosa, indiscutible e imponente, de su origen divino; se convierte en el relato de la Transfiguración en una disponibilidad y aquiescencia voluntaria a permitir esa visibilidad de su “Gloria divina”.

La diferencia, sin embargo, es evidente: aceptar la tentación es decir “SÍ”  a Satanás; negarse a la transfiguración sería decir “NO” a Dios. Una cosa es pretender forzar la realidad con nuestra propia decisión, querer sobrepasar nuestros límites y nuestra finitud, “obligar” (o intentarlo…) a Dios; y otra muy distinta, consentir y no eludir algo que nos supera y nos invade llegándonos desde arriba, y no poner obstáculos personales a la divinidad que en su misterio quiere evidenciarse, incomprensible pero paladinamente, en nosotros, a pesar de nuestros límites y a pesar de nuestra pasividad para ello…

Podríamos decir que en ambos casos se trata de “resistirse a sí mismo” en versiones distintas, aparentemente contrarias, pero más bien “complementarias”, porque ambas significan huir de la propia voluntad, una disponibilidad absoluta para someterse a la voluntad de Dios y mostrar completa “obediencia” renunciando a sí mismo; es la radicalidad del “…Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad…” en las distintas formas en que se nos presenta y se nos pide: por un lado rechazar nuestros ideales ¿posibles?  de grandeza, y negarnos a la propia promoción y a la provocación del triunfo y de la gloria, buscándonos a nosotros mismos por encima de todo; y, por otro, aceptar sumisos desde la timidez y la vergüenza, que Dios nos haga intermediarios de su luz, protagonistas involuntarios de algo que nos supera y nos confunde, y que rechazaríamos si dependiera de nosotros: ser ocasión de que Dios, a través de nuestra persona deslumbre a alguien cercano, deslumbramiento que, por otra parte, dándose en un ámbito privado y “cerrado”, ni tiene repercusiones públicas ventajosas, ni nos aporta aquellas consecuencias tentadoras tan temidas y prohibidas…

En el terreno de las hipótesis podríamos decir que si, en el caso de una supuesta y rígida coherencia de Jesús con su negativa en el relato del desierto, se hubiera negado también a la “Transfiguración”, para que no se manifestara en absoluto a nadie su “Gloria”, entonces habría caído en la tentación por el camino inverso: el de la desobediencia a lo que el Padre (y no Satanás) le proponía… Por eso (al margen de lo que este relato realmente fuese), en la escena se presentan Moisés y Elías, los personajes legendarios de la fortaleza y la fidelidad, voceros de Dios, con quienes hablaba en persona, “cara a cara”, y que fueron manifestadores e intermediarios de su Gloria. La tentación para ellos, como para Jesús en este aspecto, fue precisamente la de callar y ser velo que cubre y tapa, en lugar de consentir irradiar a Dios en sus propias personas, aceptar humildemente y obedecer, cumplir su misión, que superaba sus fuerzas… Jesús asume, y lo hace por fidelidad y obediencia, estar en la estela de la Ley y los Profetas, de la Revelación incontestable de Dios; y por eso lo hará pagando el tributo de la ley y el destino de los profetas: la persecución y la condena, la incomprensión, la desconfianza y el rechazo en lugar del convencimiento, el seguimiento y la aceptación de su persona… Dejarse transfigurar por Dios es asumir esa herencia, no el triunfo. Jesús lo entiende y lo consiente, de ahí su reclamo de silencio…

Jesús ha venido “a llevar a plenitud la Ley y los Profetas, y no a abolirlos”, aunque esa plenitud no sea la triunfal que el pueblo de Israel pretendía y esperaba; por eso Moisés y Elías, personificación de esas instancias dadoras de vida, confirman con su presencia las palabras y la vida de Jesús, su persona y su anuncio, y lo confirman desde su inferioridad… Son las dos personas de la “historia santa” de Israel, que “vieron a Dios” y por ello identifican a Jesús: porque verlo a Él es ver a Dios, ver a Dios obliga a identificarlo en Jesús… no es un simple testimonio, sino la confirmación por parte del evangelista, el definitivo reconocimiento del “Hijo”… Y, por parte de Jesús, es no ya solamente la conciencia incomprensible de su identidad divina, sino la aceptación sumisa de su manifestación confirmatoria en un círculo íntimo alejado de espectáculo de masas y de tentaciones reivindicativas… ahí reconoce la verdad y el misterio divino que lo embarga, en la sencillez y marginalidad de su manifestación gloriosa, en la debilidad y reserva que Él proclama y pide; ahora sabe definitivamente que su exigencia de humildad y de servicio, de “no quebrar la caña cascada”, de reclamar la dicha de lo simple y lo pequeño, de huir de los intentos multitudinarios de proclamarlo rey y de los anuncios interesados en nombrarlo Mesías es el camino divino, la misión encargada. No es una falsa ilusión o un sueño de buena voluntad y de modestia, merecedor de ser hecho realidad, sino que las únicas personas de la historia “que han visto a Dios” y, por tanto, “conocen” aunque sea en esbozo sus secretos, los probados portadores e intermediarios de su revelación y de sus promesas, le reconocen a Él, con su evangelio, como el horizonte de esas promesas e idéntico con Dios…

Y el reconocimiento de la Ley y los Profetas, de Moisés y Elías, tiene una repercusión y unas consecuencias contundentes, definitivas e ineludibles: 1) no hay que esperar a nadie más… y 2) hay que seguir imperiosamente a Jesús… Ya no hay necesidad de “otros signos” como le pedían a Jesús fariseos, saduceos, sacerdotes y pueblo; Él puede ratificarse en su pretensión de Hijo del Hombre, de ser “camino, verdad y vida”, de afirmación de que “el Reino de Dios ha llegado a nosotros”, de que “quien le ha visto a Él ha visto al Padre”…

La Transfiguración viene a ser algo así como “la prueba indirecta” de divinidad que Jesús mismo había indicado, aunque nunca reclamado: “si no me creéis a mí, creed a la Ley y a los Profetas… ellos hablaron de mí…”  Ahora, de forma “visible” y transfigurando por un instante la realidad palpable, Dios mismo evidencia la verdad de su persona, y lo hace precisamente “a la manera de Jesús”, en la reserva y el silencio y no en la expectativa de la muchedumbre ansiosa (una forma más de darle la razón…); pero solemnemente, con la Ley y los Profetas de testigos y reconociendo así su inferioridad, su carácter de anuncio conducente a Jesús, y, por tanto, “dependiente” de Él…

Las promesas y el anuncio es ahora cuando verdaderamente se justifican, retrospectivamente, desde su cumplimiento en Jesús; “ver a Dios” significó eso para Moisés y para Elías: ser transportados al futuro de Jesús para descubrir en Él la razón de ser de su misión de pregoneros y no temer el presente de sus vidas, siempre amenazadas, ni la torpeza de sus palabras siempre insuficientes para hablar de Dios. La garantía de ambos, de Moisés y de Elías, era Jesús como futuro definitivo; quien mire a la Ley o a los Profetas descubrirá en su horizonte a Jesús; y quien se deje iluminar y acompañar por Jesús tendrá que reconocer en la Ley y en los Profetas señales inequívocas, anticipos inesperados y signos imposibles de lo que en Jesús se convierte en transparente y diáfano: la presencia de Dios que transfigura nuestra realidad visible y nuestro mundo caduco, revelándonos su auténtico estatuto.

Y de alguna manera los evangelistas nos presentan también la Transfiguración como un aviso: no dudéis de Jesús, a pesar de eso que se anuncia: su pasión y su cruz. Jesús no es solamente un justo perseguido de quien Dios se compadece y por quien toma partido al ver su injusta condena y los sufrimientos que se le infligen, sino que “el sello de Dios” ya estaba puesto en Él de antemano: Dios mismo se identifica con su vida, que deviene aparentemente contradictoria en su culminación próxima… su pasión, su cruz, su muerte serán verdadera y propiamente pasión, cruz y muerte de Dios, de Dios hecho hombre, persona humana… es el paso del misterio divino por la historia humana, por eso se convierte en huella imborrable y no podemos desprendernos de ella…

En otras palabras: sin obligarnos ni exigirnos nada, sin pretender forzar nuestra voluntad ni coartarnos la libertad; se nos impone, sin opacidades ni violencia, sino desde una deslumbrante iluminación profunda y envolvente, un modo de considerar la vida y de acceder a la realidad completamente ajeno, opuesto, a la lucha por el poder o a la conquista de un dominio absoluto y al olvido de las necesarias víctimas del desarrollo parcial, selectivo, discriminatorio e interesado, que surge de nuestras rivalidades, competencia y mercados; de los etnocentrismos, partidismos, nacionalismos y todos los …ismos que tienen de común denominador el protagonismo, y son siembra de enemistad, de rencores y venganzas, de intolerancias y distancias, de negaciones del otro y de desprecio u olvido de aquéllos a quienes consideramos distintos a nosotros…

El nacionalismo intransigente de la Ley de Israel no era un fin en sí mismo, y estaba dirigido a ser simple apoyo en una historia llamada a ser superada; y el profetismo amenazador y justiciero tampoco se autojustificaba, y no podía sino ser la alerta expectante de la irrupción de un horizonte de destino alternativo todavía imprevisible. Ambos, Ley y Profetas, reclamaban estar atentos “a quien llega”… a lo imprevisto de Dios, a su promesa…

Sin aniquilar, poner en duda o pretender borrar el pasado, llega Jesús, “el Esperado”… y sabemos que es Dios por lo imprevisto, lo sorprendente, lo nunca imaginado ni esperado (¿cómo se nos había ocurrido pretender “adivinar” a Dios?)… y con ello, casi insensiblemente, el mundo y la humanidad, se han transfigurado… es posible, pues, vencer la tentación

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