ALGO MÁS QUE UNA NOVELA
Una de las formas de asomarse a lo profundo de la vida y a los interrogantes incuestionables de lo humano es la de sumergirse en la lectura de las grandes obras de esos escritores deslumbrantes cuya visión lúcida y certera es una invitación eterna al desafío de la persona en esa doble dimensión o perspectiva de ser conscientes de lo que somos, y de encarar un horizonte de futuro y de esperanza aparentemente inabordable. Con frecuencia una sola de sus “obras cumbre” es suficente para dejarse conducir a los secretos e inquietudes del alma y la persona, por mucho que nos sea difícil prescindir del resto y cada una de ellas nos ayude y nos aporte algo más, contribuyendo a ir delimitando los contornos de esa realidad nuestra imposible de descripción definitiva ni de hipótesis explicativas concluyentes; y aunque normalmente una sola obra no pueda resumir un autor, con frecuncia la extraordinaria densidad e “inspiración” de alguna de ellas es tal que se convierte para nosotros en la absolutamente imprescindible. Ciertamente hay en la preferencia siempre una cuestión de sensibilidad personal y nunca se trata de establecer comparaciones o elaborar listas o rankings a la moda, pues a veces la elección nos resulta casi imposible, y si tuviéramos que responder a la famosa cuestión de “¿qué diez libros te llevarías a una isla desierta si fueras un náufrago?” salvándolos de la biblioteca del barco que se hunde, tal vez la incertidumbre nos llevaría a hundirnos sin remedio con el barco, sin haber sabido decidirnos… así, sin poder leer ya ninguno resolveríamos la insoportable duda…
Desde que leí por primera vez Los Miserables, hace ya muchos años, esa monumental obra de Víctor Hugo no ha dejado de acompañar y enriquecer mi reflexión y mi vida. La delicadeza y los detalles, los personajes con sus características y sus avatares, sus descripciones y sus finas reflexiones, hacen que esta cumbre de la novela se convierta en una descripción certera “del gran teatro del mundo” sin concesiones de bella poesía ni de “libro de caballerias”, sin necesidad de “Faustos” ni de “Comedias Divinas”; sino desde una portentosa presentación de la realidad de la sociedad y de la persona, de las contradicciones del progreso y la justicia a toda costa, de la consistencia e insistencia de la perversidad y del mal imposibles de erradicar, de la persecución del justo y de la humilde heroicidad del santo… Su realismo resulta cruel y aparentemente pesimista, como una losa que nos aplasta sin remedio, como una condena; y, sin embargo, es un canto al optimismo, al entusiasmo por lo anónimo y humilde, al triunfo de la bondad, a la verdad de lo oculto y la felicidad de ese justo perseguido, una convocatoria desde la constatación de la miseria humana no disimulada (y no precisamente la material), sin escapismos ni sueño de quimeras, a la cruzada de la bondad como la única digna del hombre, la única redentora y salvadora.
Los Miserables no pretende anular nada de lo humano ni resolver ninguno de sus interrogantes, sino que nos sumerge brutalmente en ellos y nos muestra todas sus caras, su presencia constante e ineludible, la compañía inevitable de la iniquidad y del misterio, de la esperanza y la promesa…
Me gusta decir que “no se puede ser un buen cristiano sin haber leido Los Miserables”, y cada vez que lo releo me reafirmo en esa opinión por extraña que a primera vista parezca. Más aún, con todos los respetos, yo antepondría su lectura a la de los místicos y Santos Padres, casi incluso al Catecismo… y desde luego a cualquier Summa de los escolásticos, a los tomos de cualquier Dogmática o al Código de Derecho Canónico…
Quien se deje interrogar profundamente por todos los protagonistas de la obra (no sólo por Monseñor Bienvenu Myriel o por Jean Valjean, también por Fantine y por Cosette, por el comisario Javert y por la familia Thérnardier, por todos los personajes por marginales que parezcan) no dejará de palpar los hilos y la textura más íntima de las personas; se asomará al abismo humano y divino; y solamente podrá salir enriquecido, a veces abrumado, siempre estimulado al inconformismo y a dejarse envolver por el enigma de la vida sin poder consentir en ser atrapado por la resignación, la pasividad o el desánimo.
Y, lo siento, no me valen películas. Los Miserables necesita leerse. Victor Hugo no escribió un guión de aventuras, sino una novela irrepresentable como la vida, porque en ella plasmó no tanto su “descripción de lo humano”, como su “acercamiento a lo divino constitutivo de la vida” como horizonte definitivo, abierto y desafiante, inquietante e interrogante, pero atrayente e irremediablemente preñado de esperanza… eso no se puede filmar, porque sólo se puede sugerir y requiere no ”perder”, sino “ganar” todo el tiempo que supone leer atentamente esta descomunal novela para poder sedimentarla y entonces… releerla…
Puede resultar algo insólito y extravagante, pero incluso en tiempo de Cuaresma creo que leer Los Miserables es mucho más importante y estimulador de la “conversión”, que practicar el ayuno y la abstinencia… porque sin duda tras leerlo, los otros dos típicos “ejercicios de piedad”, los “auténticos”: la oración y la limosna, salen infinitamente más fortalecidos…
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