LA TENTACIÓN DE LO IMPOSIBLE (Mt 4, 1-11)
Las tentaciones de Jesús, como cualquier otra “tentación” a cualquier persona, son sin duda la fácil provocación a “lo difícil”… porque precisamente lo espectacular y atractivo, lo que se nos presenta como triunfo casi heroico y esplendoroso, por mucho que nos cueste esfuerzo e incluso una gran dosis de voluntad y de firmeza, será siempre “lo más fácil”, pues nos conduce a la autoafirmación, la autocomplacencia y la victoria. Nos evita los interrogantes y las dudas, y nos hace depender erróneamente sólo de nosotros mismos: podemos olvidarnos del resto… nos impondremos a ellos demostrando quiénes somos…
Lo fácil es aceptar “la ley del más fuerte” y procurar, asumiendo algún riesgo si es preciso, ser nosotros “los más fuertes” (pero, ¿conformarnos con nuestra debilidad?)… lo fácil, aunque sea con una noble intención, es tenerlo todo uno mismo dominado y controlado (¿cómo arriesgarnos o estar a expensas de otros, o simplemente de “la Providencia”)… lo fácil es percibir las dificultades, sopesarlas, y emprender su conquista dejándonos llevar de nuestras siempre legítimas y “santas” intenciones (¿dudará alguien de nuestra rectitud?)… lo facil es encontrarnos donde nos buscamos a nosotros mismos sin pensar en un “más allá” todavía imperceptible (¿acaso Dios no nos da la fuerza necesaria y nos exige ciega disciplina?)… lo fácil es mostrar (y engañarnos con ello a nosotros mismos tanto como a los demás, a veces involuntariamente), “lo maravilloso” de nuestros mejores deseos, en los que nunca dejamos de ser la princesa o príncipe encantados, o sus felices invitados, tan “mágicos” como ellos, que “comen perdices porque son felices”…
Porque no nos engañemos, existe lo que podríamos llamar “una astucia de lo fácil”, y es la que invoca Satanás en el relato de las tentaciones a Jesús. Esa astucia es la de convocar a lo fácil (es decir, lo que nos da la victoria y nos concede protagonismo y la consecución de nuestros sueños y de nuestros objetivos), a través de un doble mecanismo aparentemente impecable y difícil de desenmascarar, hasta el punto de que puede poner en vilo al propio Jesús (obsesionado en mostrar su amor y su bondad) no sólo un instante al comienzo de su decisión definitiva de anunciar y hacer presente el Reino de Dios, sino durante toda su vida, hasta el último momento culminante de la cruz (“…baja de la cruz y demuéstranos ahora que eres el Mesias, el Hijo de Dios…”).
La argucia comienza por elogiar nuestro deseo desinteresado de “perfección” y de entrega, y mostrar así la posibilidad del cumplimiento solemne de ese nuestro mejor deseo de santidad y amor, de que parezca evidente con absoluta claridad y como triunfo definitivo e incontestable no “que se haga nuestra voluntad” sino el conseguir que se manifeste “la voluntad de Dios” gracias a nuestra decisión… Y ahí está la sutileza y la astucia: porque nuestro deseo es realmente que se muestre Dios, pero a través de nosotros y de nuestra decisión, como algo a nuestro alcance, lo queremos conseguir nosotros, es dependiente de nuestra voluntad…
Sin embargo, ¿cómo podemos atrevernos a identificar nuestra voluntad, por santa e impecable que sea, con la de Dios? Nosotros aún estamos en la tierra constreñidos por nuestras limitaciones y nuestra finitud. Y en el caso de Jesús ése es precisamente el misterio culminante y originante de la cristología: ni el mismo Jesús, tan persona humana como nosotros, se atreve a identificar su voluntad humana con su identidad divina… vivir en este mundo es asumir coherentemente nuestro enigma…
Pero hay también algo más en la provocación tentadora; y es el hecho de que nos propone la dedicación para ello de un verdadero esfuerzo, de una actividad responsable que reclama de nosotros el empleo de una buena cantidad de trabajo y de energía, y que implica un empeño y una disciplina que nos “deslumbra”: en teoría podemos constatar, y así se nos presenta, que no se trata de un capricho pasajero y autocomplaciente o un destello ocasional, sino que aparentemente emprender esa vía de cumplimiento de nuestros “deseos santos” es realmente exigente y nos pide un compromiso firme: ni es gratuita, ni nos dejará indemnes, requiere (tal parece) una vida sacrificada… Y ésa es la otra cara de la astucia: presentarnos a nosotros mismos en nuestro empeño como la victima propiciatoria inmolándose a sí misma; ya no es Isaac dejándose llevar y consintiendo al sacrificio por parte de su padre (“él sabrá…”), sino una autoinmolación suicida (“yo sé bien, lo veo claro, me he de sacrificar…”). Es el falso concepto supererogatorio: no la aceptación desde la propia miseria, pobreza e impotencia; sino la satisfacción de quien se considera elegido, la pretensión patológica e inútil del imaginado martirio, el desequilibrio personal destructivo de la clarividencia y de la lucidez, la neurosis o paranoia del victimismo y el mesianismo…
Presentarnos algo como difícil o casi imposible es en muchas ocasiones la mejor manera de hacérnoslo atractivo y seductor, convirtiéndolo así, paradójicamente, en “lo más fácil” para nuestra voluntad, siempre con pretensiones de “más y mejor”… Y es que, aunque parezca contradictorio (como todo lo importante y decisivo, fundamental y trascendente), en nuestra vida humana el terreno de lo fácil, y con ello la tentación verdadera (y no las nimiedades y los escrupulosos peccata minuta que tenemos por tales y llamamos “tentaciones”) no es el de lo simple y lo sencillo, o la inadvertencia y el “desliz”, que tanto nos obnubilan la mente; sino el de lo aparentemente imposible, “lo difícil” que se nos presenta con el atractivo de lo desafiante a nuestra impotencia, capacitador y cumplidor de nuestros buenos deseos, confundiéndose imperceptible y “diabólicamente” con la vanidad y la codicia, y poniendo una máscara y un disfraz al endiosamiento y la impaciencia por alcanzar lo imposible y definitivo, y hacer ya evidente lo prometido y todavía oculto.
Pero no, Jesús “no cae en la tentación”, en la facilidad de lo difícil, en el endiosamiento y la pretensión de la Revelación definitiva e incuestionable, imponente y opresiva… En el inescrutable “designio divino”, ¿qué sentido tendría ser hombre para seguir siendo Dios? ¿encarnarse para, como humano, endiosarse?… ésa sí sería la contradicción absoluta, la muerte real y definitiva de Dios… lo otro es, simplemente, “el misterio”, el horizonte inescrutable e inabordable enteramente por la persona humana por propia definición… La única coherencia en nuestra vida es precisamente caminar en el enigma y el misterio sin pretender desvelarlo por completo y a voluntad nuestra, porque tal desvelamiento no nos pertenece, forma parte de la profundidad de la persona y del horizonte infinito en que nos encontramos situados y que nos supera… Se nos pide colaborar y contribuir a su revelación progresiva y envolvente con la simple asunción de nuestra persona en su finitud y en su imposibilidad de dominar la realidad, pero se nos prohíbe de alguna manera imponer o exigir su desvelación definitiva… la perspectiva de su cumplimiento nunca será decisión nuestra como sujetos; como no podemos, se nos prohibe quererlo…
Sin embargo, lo que siempre está a nuestro alcance es vernos y apreciarnos como somos, y sonreír con ironía a la tentación y al enemigo provocador, rechazando su fácil llamada a “lo difícil” que nos hace creer que podemos sobrepasarnos à nosotros mismos y alcanzar un timbre de gloria, de reconocimiento, de triunfo… Porque la tentación es justamente la búsqueda del triunfo, y es más ladina y diabólica cuando se nos presenta como algo exclusivamente dependiente de nuestra voluntad y nuestro esfuerzo; porque entonces en lugar de ser fieles a nosotros mismos y a nuestra conocida y sencilla identidad, buscamos y pretendemos conseguirnos otra; es decir, dejar de ser quienes realmente somos. Si Jesús cae en esa burda estratagema, dejará de ser Jesús aún en el caso (harto dudoso, en realidad imposible) de que pudiera seguir siendo Dios…
Sí; sabiéndonos capaces de superarla, cedemos a la ladina y equívoca sugerencia de confundir lo difícil con lo fácil, lo teóricamente posible (“ser como dioses”…) con lo que realmente somos y nos da el sentido de la vida (personas humanas en una realidad todavía en proceso, libres pero limitadas), y caemos neciamente en la tentación absoluta dejando de ser quienes somos, quienes debemos “llegar a ser”…
Porque ésa es la verdadera tentación, la de Jesús y la nuestra: creernos otros, querernos otros, pretender “saber” que gracias a nuestro empeño y nuestro esfuerzo podemos llegar a ser otros… lo imposible…lo diabólico…
Las demás, todas esas “tentaciones” nuestras, las de “lo fácil” que nos parece difícil (pura dialéctica…), no son sino alertas, palpar nuestra pequeñez, burla a nuestro afán de suficiencia y a nuestra ingenua sensación de autonomía; y también, estoy convencido, sonrisa de Dios ante nuestra incapacidad y nuestra torpeza… Por eso nunca nos destruyen, sino que nos sirven para recordar quiénes somos y lo que nunca seremos… para reírnos de nosotros mismos… Casi hemos de agradecerlas, porque nos ayudan a no perdernos en la otra: la de “lo difícil” que es fácil (más dialéctica…), la de la contradicción, la diabólica…
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