BLINDADOS
En estos tiempos de un ensimismamiento compulsivo, y de enrocarse defensivamente frente “al otro”, de construir muros en las fronteras, de poner barreras y alambres de espino basados en la desconfianza y el recelo, de evitar al desconocido y mirar sospechosamente al forastero, de contratar empresas de seguridad y agentes armados, de observar en silencio por la mirilla o la pantalla, y grabar antes de abrir la puerta o responder a un extraño; hemos hecho del blindaje una palabra clave e imprescindible. Blindamos nuestras puertas y casas, blindamos nuestros coches, blindamos nuestros contratos y salarios, hasta queremos blindar nuestra salud con alarmas y cuarentenas; y, naturalmente, cualquier Ejército o Fuerzas Armadas que se precien cuentan por miles el número de sus blindados, para poder así aniquilar al posible enemigo con “guerras preventivas” en territorios lejanos, o con hipócritas y farisaicos “planes de paz” que son imposición de capitulaciones forzosas que ignoran al vecino y aplastan con desfachatez al autóctono exigiéndole sumisión absoluta y silencio ante su intencionado exterminio genocida…
El desmedido afán de seguridad y garantía para perpetuar nuestro estado de ventajas y privilegios supuestamente bien ganados (¿”bien ganados”?) propicia una voluntad obsesiva de blindaje.
¿Cómo hablar de misericordia y de bondad en este contexto? ¿Cómo pregonar el perdón, la mansedumbre y la dulzura en tal estado de cosas? ¿Cómo reivindicar la confianza, la hospitalidad y la acogida? ¿Cómo exponer un discurso de paz y de armonía, de servicio y de renuncia, de perdonar las injurias y consolar al triste, de dar posada al peregrino y redimir al cautivo? ¿Cómo se puede adoptar una actitud inequívoca de disponibilidad y servicio al modo de Jesús y ser fiel a su llamada?
Ya hace unos años que mi mente obtusa se decidió por fin a aceptar (¡un auténtico milagro!) que la única misión auténtica y radicalmente valiosa, que otorga una sincera, profunda e irreprimible alegría, y abre un mundo (insospechado antes, aunque se creyera intuirlo y conocerlo) de ilusiones y de entusiasmo por la vida, y de promesas reales y definitivas, es la del acompañamiento y la acogida. Casi al mismo tiempo, los felicísimos años de convivencia intensa y profunda con mi madre en su fragilidad progresiva, vivida por ella con admirable lucidez y con el mimo entusiasmo desbordante de toda su trabajada y entregada vida, colmada de bondad, de generosid, de paciencia y de dulzura nunca bien correspondida, me contagiaron poco a poco una delicadeza y alegría que han impreso en mí una sonrisa y una voluntad de ternura permanentes; y que, si no sé casi nunca expresar y hacerlas manifiestas, sólo es por mi incapacidad para saber hacer de mi vida, tal como ella y mi padre hicieron, una ocasión continua de gozo profundo, de luz y calor en entrega generosa a los demás. Ciertamente he de confesar, con un rescoldo de sinceridad y de vergüenza, que no acabo de saber tener la mansedumbre, la ternura, la alegría que me dejaron como herencia y que, de algún modo, quise comprometerme a perpetuar en su nombre para poder dignamente considerarme hijo suyo, a la vez que, como ellos tanto apreciaban (su inquebrantable fe cristiana estaba muy lejos del incienso y las sacristías…), llegar a ser un peculiar discípulo y seguidor de Jesús y su evangelio…
Pero, a pesar de mis infidelidades y de mi flaqueza, de mis contradicciones y miserias, de mi orgullo y de mi afán de suficiencia; fruto de esa herencia me ha quedado un gesto, una especie de tic o reflejo que permanece inalterable e intento mantener a toda costa, y que me hace no perder nunca del todo la dignidad de heredero de tantas cosas, cuya raíz última en definitiva es una fe sincera y profunda en ese verdadero acceso al misterio de Dios que es dejarse iluminar por Jesucristo, tal como mis padres hicieron y, con el simple testimonio de su vida, invitaron a hacer a sus hijos. Ese simple gesto que me acompaña e ilumina quiere ser lo opuesto al blindaje: es el de dejar la puerta abierta, para que entre quien quiera con el simple esfuerzo de empujarla o correr la cortina… Bien entendido que, aunque no le puede faltar realismo, más allá del simple gesto posible todavía en pueblos o en determinados lugares, de que la puerta de nuestra casa esté visible y “físicamente” abierta, se trata prioritariamente de una “declaración de intenciones”, de una invitación permanente a nuestro hogar y a “nuestra casa”… es derribar nuestros muros y barreras para no percibir nunca como amenaza al extraño y recibirlo con confianza, franqueándole obstáculos que pudieran imponerle respeto o alejarlo, creando distancias insalvables o señales de no ser bienvenido… y que todo eso no quede sólo en palabras, sino que, de un modo u otro, se haga visible.
Nuestra forma de vivir está tan contaminada del sentido de propiedad y tan obsesionada con el afán de seguridad aboluta y de salvaguarda de ese reducto “exclusivo nuestro”, basado en el derecho a la intimidad (una intimidad que, sin embargo, vulneramos indecentemente en los demás, y somos capaces de vender, negociar con ella, o simplemente banalizar a conveniencia de modo vergonzoso), que raramente damos libre entrada en ella a los demás, no digamos a los desconocidos, y nunca nos decidimos a ser, sin recelos, abiertamente acogedores de modo desinteresado y sin reservas.
No hay nada más evangélico que la capacidad de acogida y la hospitalidad, la confianza acordada en principio a cualquiera que se presente en tu vida, sin muchas reservas, aunque sepas o preveas que es “el que va a entregarte”… ¿cómo si no hablar de que “otro mundo es posible” y comenzar a construirlo?
Por otro lado, abrir las puertas y no blindarse es necesitar que el otro, cualquier “otro”, entre en mi vida y me ilumine al ayudarme a reconocerme a mí mismo y relativizar mi persona, y al aportarme con la suya algo nuevo, distinto e irrepetible, único y enriquecedor por subestimado que sea según mis criterios y mi siempre limitada perspectiva, inevitablemente distinta de la suya. Por eso, el desprecio o la cerrazón al otro es cruel y cobarde a un tiempo. Porque es negar la posibilidad de influencia mutua en lo que tiene de necesaria para crecer yo y que crezca el otro. Es cerrar violenta, voluntaria y decisivamente la puerta de la fraternidad y de la humanización del mundo…
Blindarse y hacer de nuestra vida un cómodo bunker o un espacio reservado donde refugiarse y aislarse, es casi hacer de ella un “parque tematico”, falso y artificial oasis (y un oasis interesado) en un mundo y una realidad mucho más compleja, y también mucho más humana y apasionante.
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