¿RENUNCIA ABSOLUTA?

¿RENUNCIA ABSOLUTA? (Lc 14, 25-35)

​​Hay una misión urgente y arriesgada a la que convoca Jesús, una misión que resulta prioritaria,  y por eso exige de nosotros una libertad total, un desprendimiento absoluto, sin restricciones; y no nos permite detenernos a considerar lo que nos resulte más sencillo o se acomode mejor a nuestras previsiones, programas o deseos. Reclama de nosotros una  actitud que es a la vez renuncia y aceptación; por eso Él, en el contexto de la época, se atreve a definirla como “tomar la cruz”; pero no implica con ello que necesariamente hayamos de ser “crucificados” realmente, por mucho que en su caso resulte trágica y absolutamente verdadero.

​​En realidad tomar la cruz, “la cruz de cada día”, y no el madero de la cruel crucifixión, significa por encima de toda otra consideración, asumir plena y decididamente nuestra vida con sus limitaciones y en sus límites; con todas las dependencias personales,peculiares de cada uno de nosotros, inscritas en nuestra propia identidad, sin lamentarnos de ellas ni rebelarnos inútilmente frente a ellas, y sin concentrar nuestra atención en esas otras dependencias externas, que siempre  nos parecen impuestas, coercitivas y crueles. En realidad las únicas dependencias externas que hemos de, no solamente aceptar, sino buscar positivamente, son las del servicio y la entrega. Y ésas jamás constituyen una cruz, no son maldición y condena, sino opción y motivo de bendición y dicha… 

 ​​Nos encanta el victimismo y los lamentos (parece que incluso se ha convertido en una perniciosa obsesión del discurso “oficial”, con la pretendidamente “buena intención”, altamente discutible, de animar a fieles pusilánimes y provocar y estimular a los decepcionados); pero habríamos de reconocer que no somos las víctimas inocentes de supuestas cruces ajenas, sino los responsables protagonistas y culpables de nuestra única cruz: nosotros mismos…

​​Esa misión urgente a la que nos convoca Jesús es precisamente la de vivir nuestra vida intensamente, con plena libertad y actividad entregada, “apasionadamente”; y no dejarla transcurrir con más o menos dejadez o pasividad hasta que nos llegue el momento final… Nos pide, nos convoca,  al entusiasmo; que no significa ignorar ni minimizar el precio a pagar, sino todo lo contrario: saberlo, contar con ello, y no temerlo cuando llegue el momento…

​​Esa misión es la definitiva, la del momento decisivo: nada ni nadie debe distraernos de ella. En ella nos jugamos no ya sólo nuestra salvación individual y un futuro solitariamente mezquino, sino la de los nuestros, la de todos, porque nuestra textura humana es de plenitud en comunión. Por eso nos exige desprendimiento de todo lo material: de todo y de todos, hasta de nosotros mismos, de todo lo que se concreta en lo superficial… precisamente para salvar lo profundo, lo que nos pone en comunión… Porque eso que nos une en lo más íntimo y profundo es el Espíritu de Dios que nos abraza, es lo que nos conduce a la plenitud y al cumplimiento… y nada nos lo arrebatará, si no lo consentimos: está ya integrado en ese abrazo, es irrevocable…

​​La advertencia apremiante de Jesús es clara, constante e insistente: podemos prescindir de lo superfluo, y Él nos impele a hacerlo, advirtiéndonos de que esa superficialidad invade a veces hasta el círculo íntimo de nuestras relaciones personales e incluso nuestra misma individualidad… hemos de empeñarnos en huir de ella, en desprendernos de esas ataduras y de las concesiones que hacemos a lo material y a lo grosero, a lo externo y lo prosaico, porque lo superficial y fácil oculta y elude lo sacramental, lo verdadero que late en lo profundo como fundamento de lo definitivo y absoluto, de lo irrenunciable…

​​Por eso no podemos dejarnos atrapar por el espejismo de lo que es simple señal y signo de promesa: ni por “lo nuestro” (nuestras posesiones y riquezas, que nos hacen tener que dirigir nuestra atención y nuestro esfuerzo a la consecución de objetivos materiales y terrenos); ni por “los nuestros” (considerados con la satisfacción y la complacencia del círculo aislado e intimista en el que uno puede amurallarse y anestesiar la propia conciencia y la exigencia del servicio y de la entrega, del anuncio y de la misión); ni tampoco por “nosotros mismos” (empecinados en nuestros objetivos y buena intenciones, impermeables a sugerencias y reacios a correcciones, convencidos de nuestra irreprochable buena voluntad, presentándonos no como humildes pecadores, sino como ejemplares y satisfechos “cumplidores”…). 

​​La renuncia que exige seguir el camino que Jesús nos propone, el suyo propio, ese posponerlo todo: lo nuestro, los nuestros, y nosotros mismos, a su seguimiento entusiasta. Esa renuncia, no nos priva absolutamente de nada de lo valioso y enriquecedor e íntimo de la vida y de la comunión con Dios y los hermanos. Esas personas cuya comunión nos transmite vida y enriquece, y que son también destinatarias y depositarias de la nuestra, jamás las perdemos con la renuncia a lo externo y lo visible, a lo material y a lo superfluo, a todo eso que está apegado y fundido a este mundo engañoso y pasajero ; muy al contrario esa renuncia las potencia al concederles su auténtico valor y hacer real y posible su verdadera dimensión en nuestra vida: la de conducirnos al gozo de la comunión en plenitud, al umbral de lo definitivo, más allá de nuestras limitadas apariencias.

​​No confundamos la renuncia con el rechazo… ni sumergirse en el auténtico misterio de Dios y de la vida, de la comunión y la eternidad, al que nos convoca Jesús con su seguimiento incondicional, con la cerrazón al otro y el prescindir de los demás y del amor compartido y exigido por ese mismo evangelio suyo…

Por |2020-02-11T07:40:09+01:00febrero 11th, 2020|Artículos, Comentarios sobre el EVANGELIO DE LUCAS, General|Sin comentarios

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