APAGADOS Y SOSOS (Mt 5, 13-16)

APAGADOS Y SOSOS  (Mt 5, 13-16)

Probablemente Jesús vería a sus discípulos y a todos los que acudían a Él y le rodeaban, ávidos de sus palabras e interesados en sus gestos y “signos”, tan apagados y sosos en sus mediocres vidas, en su resignación y conformismo, y en su decepción por la imposibilidad de conseguir aquello que querían alcanzar y se habían propuesto como meta en sus mezquinos proyectos de vida, que quiso despertar sus adormecidas personas y provocar en ellos una oleada de entusiasmo y de coraje dirigiéndoles esas desafiantes palabras en forma de contraste, que me permito enfatizar así:  “…¿cómo apagados y sosos?, ¡pero si vosotros sois la luz del mundo!, ¡la sal de la tierra!”…

Es de suponer incluso, que para poder captar todo el énfasis que Jesús pondría en sus palabras al dirigirlas a quienes le seguían algo desconcertados y confusos, y puede que con poca convicción de que su vida tuviera otra solución que el sometimiento y la resignación, tendríamos que parafrasear más o menos de esta manera: “¿Por qué camináis por la vida con esa cara de amargura y de seriedad y con esa triste mirada? ¿Por qué os dejáis contaminar por el desánimo y os creéis atrapados sin remedio? ¿Por qué os dejáis llevar por la supuesta maldición de vuestro pasado y no os abrís ilusionados a la bendición del futuro siempre abierto? ¡Mirad vuestras caras y escuchad vuestros discursos! ¡Vivís desazonados y a oscuras! ¿Por qué estáis tan apagados y sois tan sosos?”

Ciertamente podríamos decir que seguir a Jesús es el negocio más serio de nuestra vida; pero no por su carácter sombrío ni por su falta de sabor, sino justamente por lo contrario: porque irradia luz e ilumina, más aún, asombra y deslumbra… y porque saca de la  postración, del sopor y del adormecimiento, convirtiéndose en el condimento esencial y desafiante de nuestra existencia. No podemos caminar a oscuras dando tumbos y lamentando tropezar con mil obstáculos, porque la luz nos viene de fuera, no es nuestra; y, por tanto, no se debilita ni oscurece aunque nosotros cerremos los ojos… Ni tampoco podemos caminar con la apariencia de ser una cadena de presos, desesperados y amargados, como si nos estuvieran conduciendo a cumplir una condena ya pronunciada; porque, muy al contrario, la palabra que nos salva y nos da vida no es nuestra, sino que se nos anuncia “de lo alto”, y es palabra liberadora y mensaje de promesas…

Y se nos invita y se nos convoca a ser más, mucho más, que un simple espejo que refleje “pasivamente” la luz que recibe y transmite, reenviándola más allá de sí mismo, pero sin tomar parte en ella; queriendo así ser un mero transmisor de algo que no le concierne y en lo cual no quiere o no sabe implicarse ni “hacer suyo”, porque está lejos de identificarse de una u otra manera con ello. Nada de eso. Jesús no nos dice, como si fuera un mensaje de móvil a transmitir: “Pásalo”… Él habla de algo más comprometedor… y mucho más decisivo…

El mensaje y la propia persona de Jesús no es sólo la luz que ilumina, sino algo más: es el fuego que arde, además de iluminar… no puede, pues, dejarnos indemnes, porque reclama complicidad inevitablemente; ya que de lo contrario la única respuesta posible es la huida… Y sí, hay una distancia a la que el sol no quema y sólo ilumina: es el derroche de generosidad y de bondad de Dios, que alumbra el caminar y la existencia de cualquiera con el simple regalo de la vida… ¡dichosos todos por saberlo y ser agradecidos!… pero de ese modo descubrimos el misterio de Dios solamente en la distancia, y Jesús quiere hacérnoslo cercano: no sólo que seamos capaces de ver gracias a su luz, sino que experimentemos su calor y nos penetre; porque la luz nos ilumina, pero el calor es quien nos da vida… Por eso Él se acerca y nos provoca, nos calienta y nos pide que ardamos… no sólo que reflejemos su luz, sino que prendidos por Él, irradiemos su calor… Se trata de que nuestra vida se consuma iluminando a los demás, se disuelva dándoles sabor a ellos, la tomemos como el combustible necesario… y que, al arder, el chisporroteo del cirio encendido sea la sonrisa y el gozo incontenible por ser fuente de luz y de calor, de vida…

Como la sal: tampoco la sal da sabor si no se disuelve, consumiéndose ella misma, y desapareciendo aparentemente su identidad… Su misión es imposible de cumplirse en la distancia, en el aislamiento, o en la voluntad de querer llegar a ser más perfecta y pura, concentrándose cada vez más en sí misma y creciendo en “densidad propia” por decirlo de alguna manera… Una sal “perfecta” pero sin ninguna voluntad de disolverse para condimentar los alimentos es completamente estéril y sin valor alguno, mata la vida y no la sazona… se condena a su propio fracaso…

Si la presencia y compañía de Jesús lleva a saborear la mansedumbre y la dulzura (¡sí, la sal de la delicadeza y la dulzura!… ¡qué sal tan contradictoria!) y a sentir la luz y el calor suave como una caricia (y no como fuego aniquilador que deslumbra y ciega, destruye y consume), ¿cómo vivir apagados y sosos? La llamada es a irradiar alegría y calor: fraternidad y dicha, ser sal condimentadora y luz ardiente. Donde no haya gozo y alegría, aliento de esperanza y calor de hogar, voluntad de servicio y entusiasmo por el prójimo, no puede hacerse real la presencia de Jesús aportando su sabor, su luz y su calor; y donde no haya discípulos felices dispuestos a arder y disolverse, experimentando con Él la dicha de consumirse, es decir de vivir siendo “luz del mundo y sal de la tierra”, no habrá comunidad cristiana…

¿Apagados y sosos? Sí, ése es en gran parte nuestro único pecado… menos mal que Él nos lo recuerda sonriendo…

Quizás el mejor colofón sea citar unos breves versos del poeta turco Nazim Hikmer:

“Si yo no ardo,

si tú no ardes,

si nosotros no ardemos,

¿Cómo las tinieblas

llegarán a ser claridad?”

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