Si hay algo necesario para alcanzar a ser persona, es saberse y sentirse acompañado. Y “saberse y sentirse acompañado” no significa poder ver y gozar constantemente a tu lado a todas aquellas personas queridas que te ayudan a ser tú mismo, sino saberte y sentirte unido a ellas de tal manera que las haces presente dondequiera que estés, y te sientes junto a ellas por lejanas que se encuentren. Es evidente que no se trata de dependencias físicas o psíquicas, ni de cierto sentimentalismo o necesidades afectivas; sino del simple hecho de percibir que somos capaces de crecer digna y libremente sólo cuando lo hacemos en plena, íntima y serena convivencia, enriqueciéndonos mutuamente para poder así descubrir el verdadero sentido de nuestra vida y ese gozo inmenso de compartirla y de que nunca quede reducida a la estrechez de nuestras miserias individuales.
Hay un continuo e inevitable “te quiero”, “os quiero” en cada encuentro con las personas cuya convivencia nos es imprescindible de uno u otro modo; pero incluso si ese encuentro no es materialmente posible por los lugares o las circunstancias diversas, el simple hecho de existir un presente ininterrumpido con ellas al sentirlas y saberlas identificadas contigo, y tú con ellas, hace que la soledad y el aislamiento sean imposibles; y la verdadera necesidad mutua, al nivel que sea, pero profunda y eficaz siempre, ejerce sus derechos.
Nunca caminamos por la vida sólo en nombre propio, aunque las decisiones sean nuestras y las ejerzamos con absoluta libertad. Porque precisamente esa libertad se ha hecho posible, ha madurado, y se ha fortalecido y hecho responsable gracias al estrecho contacto con quienes nos han ayudado a crecer y han dejado su huella perenne en nosotros. De alguna manera, por cualquier terreno por el que transitemos y en cualquier instancia en que nos movamos, sea familiar, profesional, tiempo de ocio o relaciones circunstanciales… somos con nuestra persona embajadores de todos aquéllos con quienes compartimos y gozamos nuestra vida; y precisamente eso, es lo que nos reclama y nos capacita para ejercer una responsabilidad y actuar con una madurez, cuyo origen no está en nuestras cualidades ni en nuestras habilidades o capacidades propias, o en los logros que el esfuerzo individual nos proporciona, sino en dejar correr por nuestras venas toda la fuerza, la complicidad, el cariño, la serenidad, paciencia y alegría, que han ido sedimentando en nuestra persona gracias a que se ha ido progresivamente fundiendo y confundiendo con esas otras, ya inseparables y muchas veces indistinguibles en sus respectivos límites…
Es desde ese sentido de “copertenencia” desde el que la vida cobra un matiz de aventura apasionante, teñida de gratitud y de alegría, porque se es consciente entonces de que nunca quedará limitada a los discutibles y siempre insatisfactorios logros de nuestro esfuerzo individual y de nuestros planes efímeros y fugaces. Cuando nos damos cuenta de que nuestra vida no es sólo nuestra, sino también de quienes la han colmado y siguen alimentándola; y de que no vivimos, en consecuencia, por y para nosotros sino en la medida en que los integramos a ellos en ese nosotros, en nuestro yo; entonces, perdemos recelos y temores, a la vez que nos sentimos responsables y, en nuestra propia debilidad y cobardía, fuertes y capaces de actuar “en nombre de” aquéllos que confían en nosotros. Y, a la vez, sentimos cómo esa confianza nuestra en ellos les da fuerza y nos hace presentes y responsables de sus decisiones, tal vez ignoradas, pero que también nosotros hemos hecho posibles…
Hablar entonces de que mis hermanos y toda mi familia, desde Lupe hasta Ona; de que los entrañables Jesús y Ramón, María, Amparo y Patricia; de que Vanessa, Nieves y Vicente, y una legión de personas decisivas y queridas, son para mí algo necesario y forman parte, (y diría que como si fuera, de algún modo lo es, un matrimonio; es decir: “para siempre”), de mi vida, resulta tan evidente como quizá superfluo, aunque tal vez merece ser recordado…
Pero el último y decisivo apunte de este “algo necesario” a nuestra vida de individuos o sujetos “personificados”, nos lo da la presencia, influencia, y alegría cómplice y misteriosa, de aquéllos que ya nos han abandonado sin remedio, al cumplir su ciclo “visible” y alcanzar esa plenitud incomprensible e inabarcable por nosotros todavía… seguimos penetrados de su vida, henchidos del regalo de sus personas, conscientes de lo que nos han dado, deudores así de todo lo que de ellos hemos recibido, y conocedores de lo que todavía hoy les damos y nos dan… Mi madre, mi padre, tantos otros, siguen también siendo algo necesario, “alguien necesario”…
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