CON HUMILDAD Y SENCILLEZ (Jn1, 29-34)

CON HUMILDAD Y SENCILLEZ  (Jn 1, 19-23)

Sencillo y directo. Cada vez que, por un motivo u otro, nos aturde la sospecha de que el seguimiento de Jesús y la integración en lo que debe ser su comunidad de discípulos está llena de agobios, dificultades y complicaciones; o de que se trata de una maraña de obligaciones y compromisos concretos, de sometimientos rutinarios y forzosos y de consignas precisas que cumplir; cada vez que nos asalta la tentación de la dejadez, la pasividad, el cansancio o el desánimo, deberíamos releer esos breves versículos del evangelio de Juan al relatarnos el testimonio del Bautista: simple y preciso, sencillo y directo: “yo lo he visto… y doy testimonio”.

La humanidad entera, el conjunto de la sociedad y de las personas, siempre ha estado, está y estará inquieto, expectante y sorprendido ante el anuncio de ese modo original y distinto de vida que irrumpió con Jesús y que no dejó indiferente ni siquiera a Juan Bautista…  Y hemos de incluirnos conscientemente, sin miedo, en esa comunidad humana; y decir con sinceridad, a la vez que con toda contundencia, que no nos seduce el ritmo que imponemos nosotros mismos a nuestras vidas y a nuestro mundo, a la sociedad y a la historia. Necesitamos (y deseamos), la clarividencia precisa para escapar de nuestros planteamientos complejos y de nuestras metas tan sofisticadas que se nos escapan siempre de las manos, y nos hacen sentirnos víctimas, a la vez que sabernos cómplices, de un orden social acelerado e injusto, exigente y asfixiante, y del que nos consideramos cautivos. No echamos de menos metas complejas  u objetivos imposibles, sino la sencillez de una vida serena que sabe gozar de la paz, del cariño y del compartir desinteresado, de la confianza, la bondad y la alegría.

Supongo que como cualquier persona consciente y sensata (no pretendo otra cosa, aunque no siempre lo consiga), yo no necesito ni quiero que nadie venga a querer él explicarme el misterio de Dios… ni que se me convoque a un círculo de iniciados, que han sabido llenar su vida de invocaciones y plegarias, y mantienen “el fuego sagrado” de una actitud religiosa, anclada sí en lo más genuino y originario humano, pero que se ha convertido en una institución anacrónica, elogiable por muchos motivos, pero actualmente celosa de privilegios acumulados, quizás legítimos, pero ya fuera de lugar; una institución anquilosada y rancia… ni tampoco me siento  nostálgico de otras épocas de tutela espiritual, de buscar asideros “heterónomos” para sobrellevar las contradicciones y el sinsentido de mi alrededor y de muchas instancias de mi propia vida… Lo que me hace falta imperiosamente y con urgencia es una voz, delicada y firme a un tiempo, que hable de paz y de amor únicamente, y que no me atosigue ni me proponga nada… que me acaricie con su suavidad y me acoja con ternura, pero que no me engañe con halagos ni sutilezas, ni pretenda dictarme desde el control y la prepotencia; sino que me deje reposar en calma, sin prisas ni alarmas; y que, sin apreturas ni empujones, me deje caminar a mi paso sabiéndola siempre a mi lado, gozoso y feliz de sentirme siempre acompañado…

Y, siguiendo al Bautista, ya no escucho en él un grito de denuncia ni un tono amenazador y justiciero (se diría que esos tiempos ya han quedado definitivamente en el pasado tras el encuentro inesperado con cierto Jesús de Nazaret, que ha venido a bautizarse…), sino a alguien renovado que se limita  a decirme: “Yo no lo conocía… pero lo he visto… y doy testimonio…”. Y ya no es preciso hablar más alto ni nos hace falta más discurso… Sin embargo, ¿por qué creemos que los demás necesitan más de lo que nosotros necesitamos?: sermones, consejos, leyes, estructuras impositivas, liturgias tranquilizadoras, chantajes espirituales, dependencia y dirigismo… Basta mostrar lo que hemos descubierto, señalar con nuestra renovado comportamiento y forma de vivir a quién hemos encontrado, no tener ninguna pretensión de convencer o reclutar a nadie; sino, simplemente, no poder evitar señalar de dónde nos viene la alegría y la paz que nos inunda y nos da vida, hacer visible lo invisible, no poder ocultar la bondad ni disimular la sonrisa, descubrir abiertamente el gozo de tender la mano confiadamente (sabiendo que tal vez sea rechazada), desterrar el recelo y la venganza, ser abanderados de la renuncia, de la disponibilidad, el acompañamiento del otro y el consuelo… ¿Hace falta mucho adoctrinamiento para eso? ¿Y acaso necesitamos las personas otra cosa?

Cuántas veces, incluso desde la fe más sincera y profunda, y con la más férrea voluntad, nuestra inquietud religiosa se mueve en el terreno de las dudas, de suspicacias y escrúpulos, de ansiedades y angustias, torturándonos con remordimientos agobiantes, juzgando con criterios impositivos y mezquinos, invocando lo sagrado como desquite, compensación o proyección de frustraciones y deseos, incluso de una enfermiza amargura, de obsesiones neuróticas o de comportamientos e ideas que rayan en lo inhumano, desautorizado y condenado por el mismo Jesús al que pretenden remontarse engañosamente, y a veces prostituyendo sus palabras…

En cuántas ocasiones la rigidez y extrema seriedad de planteamientos pretendidamente devotos, rigurosos y autoexigentes, hace de la fe y la religión un baluarte de intolerancia e intransigencia, de amenazas y de crueldad encubierta, de locura y paranoias mesiánicas o milenarismos despiadados, de triunfalismos fáciles y pretensiones de exclusividad y privilegios, convirtiéndose en el más indigno depósito de orgullo y de soberbia, de vanidad y de desprecio, de maldad y de traición a Dios, suplantando su autoridad y sometiéndonos hipócrita o torpemente al diablo… ¿no es la denuncia de todo eso lo que le cuesta la vida a Jesús?…

Cuántas veces pretendemos convencer, demostrar, incluso imponer, una forma de comprender y vivir nuestra fe, y de ejercerla con compromiso militante, que es completamente unilateral, parcial y condicionada por elementos caprichosos o por situaciones concretas ya superadas; buscando algo así como dar cuerpo a una milicia perfecta, disciplinada, autoreferencia de sí misma, egocéntrica egolátrica y endogámica, celosa únicamente de mantener su estatus y su soberanía; cuando su única razón de ser es la del Bautista: señalar por dónde nos visita Dios en su misterio, y hacer evidente y comprobable la verdad de su anunciado y sorprendente Reino

Aprovechando esa libertad con la que tomó el evangelista Juan la figura decisiva del Bautista, para introducir desde él a Jesús y su evangelio, me complace imaginar que precisamente Juan Bautista es el primer convertido por Jesús, de forma que su contacto con Él, por fugaz que fuera (no sabemos absolutamente nada sobre ese contacto directo que pudo haber entre ellos), resultó de tal intensidad y repercusión en la vida y en las pretensiones proféticas del propio Bautista, que cambió por completo sus expectativas, su fe profunda y su mismo mensaje. Dejó de creer en la rigurosa e inapelable justicia de su Dios; y, sin acabar de poder definir con claridad el evangelio del Cristo, creyó inesperadamente en un Dios distinto y nuevo: el de Jesús…

Ése parece ser el tono que nos descubre el cuarto evangelio: Juan, que se presenta amenazador y alarmista, pareciendo defender el Dios vengador y justiciero, exigente hasta el extremo, y postulando violencia sagrada y celo condenatorio; tras presentársele Jesús se convierte en simple testigo, que sólo quiere transmitir un doble mensaje: “Yo lo he visto” y “yo doy testimonio”. Con ello su llamada sigue siendo urgente y provocadora, pero ya no desde la angustia y la zozobra, desde el terror ante la amenaza condenatoria y la violencia de las palabras excluyentes y de las sentencias terroríficas e inapelables; sino, ahora, desde la serenidad y delicadeza que provoca el paso de Jesús por la vida de alguien: sin considerar posibles castigos o perspectivas sombrías… y también sin reclamar nada a nadie… simplemente proponiendo esa experiencia renovadora de su propia vida, esa llamada directa de Dios, que ya no necesita de intermediarios ni profetas que lo interpreten, porque (el decisivo descubrimiento del Bautista) éstos siempre se equivocan, aunque se llamen Juan Bautista y sean “los más grandes”… pues nunca pueden prescindir del todo de sí mismos, vaciarse por entero de sus dependencias y sus límites, para que sea Dios mismo quien se haga presente…

Según el evangelista Juan, el Bautista lo ha percibido y se ha dado cuenta (¿en el bautismo de Jesús?), y ya no aturde al pueblo devoto con terrores divinos, ni provoca miedo y angustia como mensaje de lo alto… por fin él mismo se ha convertido en discípulo por adelantado… Su mérito y el tamaño gigantesco de su personalidad le vienen justamente de eso, más que de su insobornable voluntad y su austeridad desafiante; su verdadero valor se lo da el aceptar la modestia de Dios y su silencio cuando él creía anunciar el rayo aniquilador y el torbellino deslumbrante… se lo da el atreverse a corregir su trayectoria y confesar su ignorancia… el haberse convertido (al reconocer a Dios en ese Jesús) en su primer discípulo antes de que el mismo Jesús llame al discipulado… Y el haberlo asumido con tanta humildad y sencillez (¡precisamente él!, ¡el reconocido y estimado profeta del Mesías!), que ya no se atreve a levantar la voz, y únicamente quiere decirnos eso: “…yo lo he visto”… “…me ha descubierto a Dios…”, “…no puedo dejar de dar testimonio…”

Juan descubrió  a Jesús antes de que éste pudiera llamarle al discipulado; sin embargo nosotros renegamos de su único mensaje, a pesar de que nos ha hablado claro y nos llama… Nos cuesta hablar despacio, con el simple testimonio de una vida felizmente convertida, transformada por el contacto con Jesús… ¿Pretendemos llenar los bancos vacíos de nuestros templos convenciendo de la excelencia de nuestra doctrina? ¿Buscamos ser el colectivo que pueda presumir del mayor número de seguidores para afianzar nuestra influencia y defender una historia equívoca de la que hemos de pedir perdón al resto de la humanidad con tanta frecuencia? ¿Seguimos anclados en una mentalidad de “conquista espiritual”, de dependencia clerical ya desautorizada, de imágenes del mundo y del hombre, de la realidad y de la historia, cuyo mantenimiento es signo de inmadurez manifiesta y hasta de mezquindad? ¿Puede atreverse alguien a seguir clamando y voceando destempladamente por un Dios de amenazas y venganzas, de condenación y de terror apocalíptico, de castigos y de angustia, de miedo paralizador y autoinmolación inhumana, cuando Juan el Bautista, culminando esa imagen veterotestamentaria de Dios, la ha desautorizado en sí mismo al contacto con el mismo Dios en Jesús?… Si él ha callado y enmudecido corrigiendo su discurso, ¿por qué gritamos nosotros?… Si se ha dejado vencer por el Dios de la ternura, ¿por qué nosotros seguimos provocando al mismo Dios, exigiéndole que sea el justiciero e insaciable reclamador de “sus derechos”?… Si Juan Bautista dejó de reivindicarlo de ese modo para convertirse en su discípulo, ¿por qué nosotros queremos ser sus abogados, olvidándonos de la sencillez y humildad del discipulado?…

Porque ése es el fruto del paso de Jesús por la vida de alguien, por muy “Bautista” que sea: transformar su idea de Dios, corregir la arrogancia, inconsciente tal vez, de sus pretensiones ejemplares, religiosas y devotas; hacernos caer en la cuenta del nuevo mundo a nuestro alcance, al inundar nuestra vida de paz y serenidad profundas, y de entusiasmo desbordante…

Dejémonos, como Juan, el Bautista, transformar desde el horizonte del discipulado al que nos convoca Jesús; y, como él, no dejemos de hacerlo visible y creíble, adoptándolo como tarea y gozo irrenunciable, con humildad y sencillez

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