Dios está cansado de nuestras palabras. Está cansado de las palabras orgullosas de Pedro (todos somos Pedros), que le promete todo con petulancia y luego le traiciona. Cansado de las palabras traidoras de Judas (todos somos Judas), que le entrega a la muerte defraudado y con desespero. Cansado de las repetidas promesas de fidelidad personal nunca mantenidas. Cansado de dos mil años de Iglesia oficial y de tantos millones de aparentes cristianos.
¿No os basta cansar a los hombres que cansáis incluso a Dios?, dice el profeta Isaías. Y seguimos cansándolo con la pasividad de nuestra vida, con la tibieza de nuestro compromiso cómodo y banalizado hasta lo superficial, con nuestro conformismo fácil y nuestro victimismo escapista, cuyos lamentos nos sirven de coartada para no arriesgar absolutamente nada y hacernos así cómplices de aquello mismo criticado y de lo que nos consideramos víctimas. Está sin duda cansado de que no cesemos de hablar de renovación, de reevangelización, de convocar a programas, reuniones, encuentros, sínodos, peregrinaciones, jornadas mundiales… y, sin embargo, sigamos viviendo sin cambiar absolutamente nada en nuestra forma de vivir, instalados en la comodidad y la facilidad, olvidando el riesgo de la disponibilidad auténtica, de la acogida, instando a cambiar de actitudes al mundo sin renunciar nosotros a nada…
Nuestra vida mezquina e interesada nos lleva a una clara conclusión: Dios no puede fiarse de nosotros cuando se trata de aportar el mundo misericordia y bondad, perdón y paz. Y, sin embargo, se empeña en seguir convocándonos a esa misión, a ese discipulado. Por eso, toma definitivamente la iniciativa y en Jesús se constituye no ya en meta final de la historia, en plenitud escatológica; sino en fuerza humana, en potencia intrahistórica, en Dios encarnado. Cansado de nuestras falsas y engañosas palabras nos da su Palabra, la Única, la Definitiva. Y con ella, con su única Palabra, encarnada en Jesús, nos habla desde nuestra propia historia, desde la carne y la sangre de una vida humana, y nos convoca no a hacernos voceros de un mensaje ajeno sino a ser ecos de su voz, de su entrega, de su amor, a integrarnos en su propia persona, a participar de su diálogo con el mundo y la humanidad, a hablar su lenguaje… a dejarnos penetrar por su Espíritu para incorporarnos a su divinidad ya en nuestra propia existencia terrena, constituyendo esa fraternidad que es el único horizonte de lo divino, la familia universal que habla de Dios aún sin saberlo porque vive de Él, sonríe con Él, acoge y ama como lo hace Él, muere a lo caduco como muere Él, mantiene y reafirma su esperanza porque percibe la plenitud de las promesas, y mira hacia el horizonte infinito y definitivo que ha descubierto solamente en Él, por Él y con Él…
La Palabra de Dios (o su Verbo, traduzcámoslo como queramos; al final, hasta las traducciones tienen sus modas…) es más que palabras, voces o llamada; es luz y es vida, es gracia y es bondad palpable, alegría profunda y perspectiva infinita. Por encima de todo es la ocasión y el impulso divino necesario para que descubramos y se haga patente ese regalo misterioso de lo que somos: de quiénes somos cada uno de nosotros, de nuestra identidad personal como proyecto y aventura apasionante, invitación solemne, y también irrenunciable, a penetrar en la profundidad de nuestro enigma y llegar a ser nosotros mismos… En el origen está el asombro… y el asombro nos convoca desde el estupor y desde el silencio a lo divino insospechado…
Ya no hemos, pues, de hablar más. No pronunciemos su nombre en vano, no pretendamos engañarle, no presumamos de una sinceridad impulsiva o de un seguimiento fiel como Pedro; ni nos sintamos decepcionados por la aparente pasividad del amor y el perdón, que no parecen cambiar nada, como Judas. No, no caigamos una vez más en esas falsedades; limitémonos a escucharlo en su Palabra y a seguir sus pasos. Decidámonos a vivir siendo portadores de paz, de misericordia y de bondad. Al comenzar un año, es a ello a lo que se nos convoca: a recuperar la alegría del Evangelio, a no dejarnos arrebatar el gozo de nuestra fe, a no olvidar las promesas ni renegar de ellas, a caminar sin miedo y no eludir el encargo: ser portadores de paz y bondad, instrumentos del perdón y la misericordia, voz silenciosa de Dios y traductores de su Palabra…
Cada día lo intento. No es fácil. Pasito a pasito, hasta donde llegue. Gracias por recordarme el camino.