UN TRUENO EN EL DESIERTO (Mt 3, 1-12)

En medio del tedio y la rutina, de la superficialidad y las falsas esperanzas, de la banalidad instalada hasta en los rincones más sagrados, y cuando las expectativas mundanas están contaminando el cumplimiento de las promesas divinas y prostituyendo su llamada y su mensaje; en un orden político, social y religioso interesado, mezquino, impregnado de rencores y discordias, de ansias de poder y de callados deseos de venganza, de reivindicaciones al parecer “justas y legítimas” y también de un implacable autoritarismo, de desigualdades clamorosas y poderes arbitrarios e incontestables; en un mundo falso y fatalmente “deshumanizado”, deshumanización de la que no se excluyen las “instituciones modélicas” ni muchas iglesias, surge como un trueno la llamada de lo profundo a transformarlo, reivindicando su vocación a lo divino y rescatando la vida en él sembrada… y el Bautista clama en el desierto: ¡convertíos!, lavad vuestras miserias, enderezad vuestras sendas

Una simple voz que anuncia, un indicador que señala y orienta en la dirección adecuada, un mensajero anónimo, cuya noticia nos pone en guardia, porque se refiere a la cuestión más profunda de nuestra vida, a nuestro negocio definitivo: nuestro futuro, nuestra salvación.

No se trata de dar explicaciones, de buscar las razones del funcionamiento del mundo, los entresijos de la realidad; no busca comprender lo que somos, sino encontrar el camino por donde transitar siguiendo las huellas profundas inscritas en nuestro corazón por Alguien al que nos sentimos proyectados de modo misterioso y que consideramos cercano de forma incomprensible.

Percibimos la salvación como el único horizonte digno de nuestra vida, el único acorde con nuestro afán de plenitud; y a Juan Bautista no le importa no podérnoslo explicar, no ilustrarnos algo más en este caminar ni aportar luz a nuestras sombras… sólo pretende que no erremos en esa aventura ni olvidemos nuestra meta: estamos encarados al infinito, dirigidos a un “más allá” de nuestras posibilidades y expectativas. Y ese más allá irrumpe con la fuerza de un diluvio en nuestras vidas, con el ímpetu de un huracán, pero sin su estrépito ni su alarma: su portador es para él todavía anónimo e inesperado, y no logrará jamás salir de su asombro él mismo al ver que Aquél a quien señalaba sin conocerlo está muy cerca de él, entre los suyos, a su lado. Juan, que anuncia y espera al Mesías, no confía en vivir para identificarlo… tal vez sabe que Dios lo va a sorprender de tal manera que llegará a dudar de sí mismo y su mensaje…

En el contexto judío de tiempos de Jesús no era nada extraño la aparición de un Juan Bautista llamando a “preparar el camino”; más bien habría que pensar que dada la situación reinante y la expectación creciente, cualquier charlatán medianamente “inspirado”, o la conciencia de “iluminado” de alguien considerado como fiel y devoto, podía contar con la atención de personas bienintencionadas y sencillas, propensas a dejarse llevar por el entusiasmo con un tono milenarista, que despertaba el recuerdo de “las hazañas de Dios en favor de su pueblo”… Lo único extraño en Juan es que se excluya él mismo de su convocatoria y de su anuncio y que no hable de portentos, victorias y espectáculos: él habla de Otro, de ahí que no se reclame líder, sino profeta… y no habla de victorias y triunfos, sino de lo imprevisto, lo inesperado…

Sin embargo, no podemos conformarnos con abordar la figura de Juan ni con escuchar su desafiante llamada: “¡Raza de víboras!” con la simple referencia al profetismo, ni siquiera con la consideración de que sea “el último de los profetas”, “el más grande”, el del anuncio definitivo e inmediato; ni tampoco con su legendaria equiparación a Elías, con su imponente personalidad de voz austera y de trueno en el desierto de la tediosa y prosaica mezquindad de sus contemporáneos; ni siquiera con su portentosa osadía y audacia para recriminar a los poderosos y reyes, sin temer perder absurdamente la vida. Tiene que haber algo más profundo y enigmático en la personalidad y en la misión de Juan el Bautista, que lo liga al misterio del propio Jesús de modo inexplicable e indisoluble, no ya desde la cercanía temporal y la sucesión histórica de los acontecimientos, sino desde lo más íntimo de “la Providencia” y el plan divino de salvación. Porque para el mero anuncio y expectación ante el Mesías, la propia comunidad cristiana reconoció que bastaban los oráculos y las palabras de los antiguos profetas, particularmente de Isaías, con el complemento, en todo caso, de algún otro “menor”: Sofonías, Miqueas, Malaquías… No hacía falta para ese “anuncio” ningún Bautista… Hay algo más subyacente en este Juan…

La llamada a la conversión del Bautista tiene un toque de “amenaza personal”, es una llamada que nos urge a tomar partido de un modo inequívoco. Nos prohíbe diluir nuestra identidad “religiosa” en el colectivo del “pueblo elegido”, como si bastara perpetuar de modo rutinario e “impersonal” sacrificios, rituales litúrgicos y ceremonias sagradas: es la respuesta mía, la que refrendo con mi propia vida, con mis actitudes, decisiones y compromisos personales, la que da validez o niega mi Credo; de ahí que mi respuesta propia es ineludible y urgente: Dios no crea, llama y salva a las personas para diluir su identidad en un rebaño de borregos disciplinados, como unos “autómatas de lo sagrado”; sino que busca y convoca a voluntades libres, conscientes y decididas a comprometer su vida de modo audaz y arriesgado. Juan Bautista es la lucidez y la clarividencia del auténtico creyente, rompiendo la fase histórica de supersticiones, automatismos sagrados, sacrificio y sacerdocio institucionalizado como “intermediarios”… es la conciencia clara y dramática de la inconsistencia de nuestro culto y de la absoluta desautorización divina a nuestro deseo de eludir responsabilidades personales en el trato con Dios, en el descenso al fundamento y al sentido de nuestra vida; y, con ello la absoluta necesidad y urgencia de que asumamos una respuesta ineludible al interrogante divino. No podemos evadirnos o pretender pasar desapercibidos como meros integrantes de una multitud creyente; se nos exige riesgo, compromiso absoluto, militancia activa, actitud inconfundible y expuesta, inconformista, un rumbo inequívoco mantenido con firmeza y desafiante ante los obstáculos y embestidas del capricho de los poderosos, de la tibieza de los acomodados e indecisos, y del descrédito de los oficialmente devotos y piadosos, que además de prostituir el propio mensaje divino, manipulan y tergiversan lo realmente santo y sagrado,  conculcando los derechos que Dios concede a todos, y prioritariamente al sencillo, al humilde y al pobre siempre menospreciado… 

Juan lo percibe, y por eso se ha excluido de un pueblo sumido en el letargo de un pasado hace tiempo superado y hoy ya desautorizado por el mismo Dios de forma manifiesta e incontestable. ¿Ritualismo y repetición indefinida de lo estimado un día como significativo de gratitud y respeto, y dejando de lado una vida activa, inmersa y comprometida en la voluntad divina? ¿Es que el Dios de la historia va a quedar anclado y sujeto al pasado? ¿Acaso la elección de un pueblo, de la humanidad entera, no implica un dinamismo inagotable, una vida desbordante, que va superando día a día el pasado para abrirse a un horizonte siempre en tensión e inalcanzado? ¿Acaso con esa elección no estuvo siempre implicada la promesa, la perspectiva de constante superación y de confianza en que llegaría el momento del cumplimiento desde un horizonte imprevisible e inesperado? ¿Cómo seguimos viviendo en las rutinas enquistadas y en las pasividades cómplices? Y es que la auténtica fidelidad a la Ley y las promesas, entendidas tal como Dios nos las había revelado al abrir nuestra mente a ellas y así entregárnoslas, lleva al reconocimiento sincero de su insuficiencia e incapacidad radical para acercarnos cabalmente a Él, para acoger y cumplir su voluntad salvífica respecto a nosotros. Como Pablo descubrirá esforzadamente con pasión y entusiasmo incontenible, la verdadera fuerza de la Ley es llevarnos al descubrimiento de su carácter completamente provisional y, llegado el momento definitivo, exigir su inevitable autodestrucción: era una bomba de relojería destinada a estallar para dar acceso a la meta que anunciaba, la eclosión del embrión que rompe el huevo que lo hacía madurar… y Juan el Bautista percibe el momento decisivo; por eso exige y urge a la conversión y a ser plenamente conscientes de la inutilidad de lo hasta ahora sagrado… como dirá, ya con plena consciencia Pablo: “Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado”

Lo que el Bautista afirma tajantemente y de modo amenazador es que hemos de desistir de nuestra religiosidad y negar nuestros dogmas, confesar con rotundidad, firmeza y plena consciencia la caducidad de una herencia sagrada ya clausurada, para poder acceder y acoger la presencia auténtica de Dios, la realidad ansiada y apuntada por ese deseo nuestro de infinito, hasta ahora sometido irremediablemente a lo limitado, cicatero, tacaño e interesado de nuestros “buenos” deseos y expectativas mundanas; para poder descubrir lo inconcebible e inimaginado del regalo divino; para ser capaces de identificarlo, sin dejarnos cegar por la propia tradición religiosa mantenida incólume como muestra de fidelidad a un mandato divino, que sin embargo no era absoluto y eterno, sino mero indicador apuntando a este otro momento de cumplimiento y plenitud que supera y desborda lo que nosotros planeamos…  La insuficiencia e impotencia radical humana frente al interrogante del misterio de Dios, aún en su consideración más respetuosa y perfecta (la que la devoción y tradición de Israel se atribuye como pueblo elegido y depositario de la propia Ley dictada por Dios…), invalida nuestras obras más piadosas y supuestamente meritorias cuando llega el momento anunciado como de la definitiva presencia, la humanización del mismo Dios, su encarnación inesperada… Nuestra ya anquilosada religión se ha convertido en obstáculo que nos impide recibir a Dios, porque no nos permite reconocerlo…

En definitiva la voz que suena como un trueno en el desierto es la del estallido de la Ley y la Alianza; porque Juan Bautista, lúcido y consciente, inspirado y profético, las ha quebrado renunciando al sacerdocio y el clericalismo del Templo para optar por el desierto y el anuncio, la libertad y el desafío de lo Alto…  nos reclama y urge a olvidar nuestras rutinas piadosas y nuestro funcionariado sagrado, para poder ser receptivos al viento del Espíritu divino que por fin ha llegado, barriendo lo que ya son cenizas y lastre del pasado… Veinte siglos antes de que el teólogo Karl Barth  se lo copie, Juan Bautista nos dice que “la Revelación es la abolición de toda religión…”, que ese intento nuestro humano, tal vez sincero y esforzado, de aplacar al Santo y de pregonar “sus leyes”, las que supuestamente le escucharon a Él mismo en un Sinaí lejano, ha de enmudecer ante su propia persona que ha llegado; y todo aquello queda anulado y desautorizado con su presencia y cercanía, y hemos de desprendernos de ello, pues lo hemos convertido en afán de dominarlo, de aprisionarlo, en un intento absurdo y blasfemo  de intentar dirigirlo nosotros a Él, manipularlo y querer impíamente domesticarlo…

Por eso Juan, el Bautista, no sólo es el último profeta, el que señala la llegada definitiva de la promesa, sino el que nos dice que va a llegar por donde no nos esperamos, que va a acercarse a nosotros pillándonos por sorpresa, completamente desprevenidos, porque no va a cumplir ninguna de nuestras “santas y religiosas” expectativas, no va a aparecer del modo que queremos y encontramos más coherente y adaptado a nuestra fe y a nuestra cuidada “piedad y tradición”; sino como una auténtica revolución en el curso de nuestra vida creyente, como un torbellino escandaloso para jerarcas y pontífices, como una desautorización inesperada de maestros de la ley y de administradores de justicia, como una reivindicación absoluta, divina, del perdón y la misericordia… En resumen, Juan Bautista señala el fin de la pretensión humana de conocer a Dios, para poder acoger la debilidad y necedad divina cuando Dios pretende que el hombre lo reciba… En el desierto de una religión estéril, surge el trueno que anuncia la fértil lluvia divina…

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