Ni miedo ni recelo; ni amenaza ni condena; por el contrario: ¡ilusión y confianza!…
Un diluvio imprevisto siempre es una catástrofe. Cuando se prevé como inminente, nos permite salvar la vida e incluso adoptar precauciones para evitar que su onda destructiva nos golpee inadvertidamente, de modo que podamos reducir en lo posible las consecuencias de su impacto y los conocidos efectos devastadores que sin duda lo acompañan. Pero cuando se nos anuncia con antelación suficiente para estar preparados pudiendo programar y disponer la forma de hacerle frente, construyendo así con diligencia el Arca que nos ponga a salvo; entonces, agradeciendo la advertencia, conscientes de la verdad del peligro y de nuestra debilidad para hacerle frente, y comprometiendo nuestra pericia y nuestro esfuerzo en emplearnos a fondo y colectivamente en su construcción, podremos conseguir flotar sobre las aguas y no ser aniquilados sin remedio ante la fuerza descomunal de su embestida…
El “de repente” del diluvio, tal como nos lo presenta Mateo en las palabras de Jesús al respecto: “cuando menos lo esperaban”, no es tanto de inadvertencia (como si no supieran que Dios “podría castigar” con un diluvio), como de sorpresa desagradable a causa de la incredulidad al respecto, incredulidad basada en la desconfianza ante las palabras “amenazadoras” de Dios (molesto por la impiedad y la maldad de la humanidad creada), y en la negligencia en cumplir con las responsabilidades consecuentes a las advertencias divinas. Es decir, pura necedad y estupidez humana, irresponsabilidad y dejadez… Noé fue el único tonto que en lugar de consumir su tiempo viviendo tranquila y despreocupadamente ante la visión plácida y serena del mundo a su alrededor, que invitaba al goce y a esa complicidad agradable del “dejarse llevar” por el ritmo imperante y la fluidez del entorno, sin plantearse excesivos interrogantes ni admitir demasiadas inquietudes; se decidió a construir un Arca donde poder estar a resguardo de unas futuras aguas torrenciales, seguramente anunciadas por Dios como advertencia (e ignoradas, desatendidas o completamente olvidadas…), pero lejanas y tan imperceptibles todavía en el ahora cotidiano, que más parecen quimera de soñadores y visionarios, que posibilidad real o previsión meteorológica fiable…
Porque el horizonte seguro del diluvio en que va a naufragar nuestra vida como “crónica de una muerte anunciada”, lo podemos entender como Noé, como invitación a la confianza y a la consecuente responsabilidad con las promesas presentidas; en lugar de temerlas angustiosamente como completa frustración y, desconsolados y desconfiados por ello, adormecernos y seguir hipnotizados en nuestras rutinas hasta que, llegado el momento, cualquier posibilidad de mantenerse a flote resulte ya imposible… Porque el legendario relato no nos habla sólo “del justo Noé y el resto de la humanidad pecadora”, sino más bien de confiar o no en Dios cuando nos declara hacia dónde se dirige nuestra vida si no nos fiamos de Él, de su previsión (o Providencia), y de su palabra (siempre profética y a nuestro alcance): Noé confía, pero el resto de la humanidad nos es presentada como rebelde, insensible a la Providencia, sorda a sus palabras…
Sin embargo, más allá del marco de leyenda en que Jesús, según Mateo, quiere situar su discurso para que no minusvaloremos la trascendencia de sus palabras; es evidente que hay un tinte de dramatismo en ellas, de tragedia, precisamente porque quiere situarnos en el nivel más hondo de nuestra vida y en la trascendencia de nuestras decisiones. Porque nuestro modo de afrontar la vida reconociendo en ella una llamada inquietante más allá de lo que somos capaces de percibir con nuestros sentidos, e incluso de comprender con certeza y precisión por medio de nuestra inteligencia y nuestra capacidad de dominio y control sobre la materia y lo creado (aún sobre nuestra propia persona como “sujeto y objeto” en este mundo), supone el reconocimiento de una esfera enigmática (ésa que catalogamos como “el más allá”, lo inaccesible), que es precisamente la determinante de nuestro caminar con confianza, e incluso con una actitud “entusiasta”, hacia el futuro, nunca del todo elucidado pero siempre presentido y deseado.
Precisamente lo que apreciamos y valoramos en las personas cuya compañía, presencia y convivencia estimamos como enriquecedora, insustituible, casi imprescindible, motivo de que valga la pena vivir y des-vivirse por ellas, porque nos dan acceso a la alegría y la felicidad, a la paz y a la ilusión, a considerar nuestro caminar como un sendero plagado de alicientes y promesas, no es la materialidad “física” de sus vidas, sino lo misterioso de su identidad, el acceso cada vez más profundo e inagotable a su intimidad; junto a la disponibilidad, entrega y transparencia cada vez más diáfana de la nuestra para ellas… Y alumbrando y fortaleciendo esa dinámica imposible de programar, de manipular, de dominar o de destruir, sitúa Jesús la vida suya y su llamada a la lucidez y a la confianza, al agradecimiento y a la esperanza, a celebrar y no querer ignorar (menos aún renegar de él o pretender relegarlo al olvido), el enigma apasionante de nuestra vida desde su primer “¿por qué?” (tal vez un simple interrogante curioso), hasta su último “¿para qué?” (posiblemente más inquietante y perturbador)…
El ritmo del mundo y sus rutinas asemejan y equiparan las vidas de todos nosotros, haciéndolas muy similares, y seguramente para un observador externo, si lo hubiere, sus diferencias serían insignificantes o indistinguibles; pero no somos una sociedad de hormigas o de abejas, que se limitan a dotar de sentido un colectivo, sino una comunidad de identidades irrepetibles, únicas e insustituibles, que se necesitan y enriquecen mutuamente no sólo para lograr metas comunes u objetivos sociales, sino porque nos enriquecemos cada uno de nosotros, llegando a ser quienes hemos de ser, gracias a las identidades ajenas; las cuales más que “ayudarnos”, nos van “conformando”, integrándose en nosotros y marcando sus huellas en nuestra propia persona, a la par que imperceptiblemente nos reclaman lo mejor de nosotros mismos para conformarlas a ellas. Somos así comunión de vida en camino de cumplimiento y plenitud, cuyo itinerario vamos descubriendo gozosa y apasionadamente, si basamos nuestras expectativas en lo inefable del misterio y en la absoluta confianza en su horizonte… El futuro nunca es una amenaza o un castigo…
No son, pues, los rasgos externos, las apariencias materiales, los comportamientos observables quienes definen el misterio y dan razón de lo enigmático y profundo; por eso puede decir gráficamente Jesús que “…a una se la llevarán y a otra la dejarán…”, porque la vida de quien percibe el aliento del Espíritu y se deja conducir confiado por la mano delicada pero firme de Jesús, no es identificable “desde fuera”, no ahorra problemas ni elimina las dificultades; ni tampoco pretende reclutar una milicia exclusiva o formalizar un club de privilegiados (el error de todos los fundamentalismos); no fomenta seguridades ni evita riesgos; y, desde luego, no puede nunca esgrimirse como un baluarte donde refugiarse huyendo de las incomodidades y torpezas, o pretendiendo aislarse y convertirse en secta de “elegidos”… Es en el día a día, que tantas veces se resuelve entre el tedio y la rutina, y en el codo con codo de nuestro trabajo cotidiano (como uno más de ese colectivo humano del que somos una pieza insignificante, un simple eslabón de la cadena transformadora del mundo que propicia el desarrollo y el progreso), donde hacemos patente nuestro modo distinto, divino, de vivir lo mismo humano, y donde se nos pide cuentas de las consecuencias que ese modo extraño de “vivir lo mismo” tiene para impregnar la humanidad a nuestro alcance (desde las coordenadas de nuestra reconocida e ineludible pequeñez), del aroma de la alegría y la esperanza, de la confianza y del consuelo, del gozo de compartir entre sonrisas…
En ese caminar tan sencillo y puede que prosaico nuestro, inmersos silenciosamente en la muchedumbre de una humanidad vociferante, la incertidumbre del momento es para Mateo, como nos dice el exegeta Ulrich Luz, “un postulado fundamental”, porque “sólo el que renuncia al conocimiento del día y la hora, y cuenta en cada momento con la intervención de Dios sin pretender manipularla de ninguna forma, puede estar ‘vigilante’…” No molestemos, pues, ni incordiemos a Jesús pretendiendo que nos revele el cuándo, porque “ni Él mismo lo sabe…”, ni quiere saberlo… aunque sea el Hijo (es decir, Dios mismo…), porque es el Hijo encarnado, sometido a las limitaciones materiales de lo humano; y a ellas pertenece la ignorancia concreta del futuro, pues nos basta en este mundo con su presentimiento, la certeza de su llegada, la firmeza de su promesa irrevocable; es decir, la confianza radical en Dios y la absoluta esperanza en su palabra… Y ése es el mensaje definitivo de Jesús: no necesitamos saber el día ni la hora para programar nuestra agenda ya sobrecargada y hacerle un hueco entre nuestros compromisos, porque se trata de la irrupción de su Reinado en nuestra vida, o (dicho del modo inverso) de integrar nuestra vida personal en su Reinado… y eso es ajeno al tiempo controlable y cronometrado de nuestra existencia terrena…
Nuestra vida y nuestro esfuerzo no deben consumirse en fijar el calendario a Dios, o pedirle que nos lo dé a conocer y marcar el almanaque; sino en vivir ya desde ese futuro ineludible, puesto a nuestro alcance en la medida en que seamos fieles a esa forma de vida propuesta e inaugurada por Jesús… Porque en lo personal está ya tan cercano que hemos de saber vivir con la ilusión y el deseo de su llegada, sin temerlo y sin desanimarnos porque nos parezca relegado a lo que creemos distante y lejano. Él siempre está próximo, es prójimo… y nunca amenaza, pues siempre que lo descubrimos a nuestro lado, nos está dedicando una sonrisa, extendiéndonos su mano y ofreciéndonos su perdón, invitándonos a descansar en su regazo… ¿Puede haber mayor confianza y alegría?…
Es precisamente el desconocer el momento, que dejamos confiados en las manos bondadosas de Dios, lo que nos libra de preocupaciones y ansiedades, y nos otorga una confianza ilimitada, plena y gozosa, para vivir nuestra vida desde la serenidad y el entusiasmo de quien camina firme hacia el triunfo; triunfo que, como decía Pablo, nadie podrá nunca arrebatarnos… Es nuestra fe profunda en Dios, la que es origen de fortaleza y esperanza, de ilusión y confianza, precisamente desde nuestra ignorancia; la que nos da libertad absoluta y fuerza invencible, mientras caminamos modestamente al lado de todas nuestras hermanas y hermanos, sin dejarnos contagiar por la tibieza, el temor o el desánimo… Porque entonces, cuando llegue ese momento aún desconocido, no habrá miedo ni recelo: será para siempre la culminación y el cumplimiento, la ocasión por fin llegada, nunca la condena o la amenaza…
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