Por decirlo al modo de parábola: En un régimen ancestralmente monárquico, cuando con el paso del tiempo, el desarrollo progresivo de la sociedad, la cultura y la historia acumulada, hace evidente y urgente un cambio en la forma de ejercicio del poder; las reacciones al respecto pueden ser diversas, tanto por parte del monarca como de sus súbditos y del pueblo cuya vida ha estado marcada por la secular influencia asumida (es decir, impuesta y aceptada a la vez), y cuyas expectativas han cambiado ahora radicalmente, y busca sintonía y coherencia con una situación humana y personal más desarrollada y digna, consciente y libre, responsable y solidaria, que cuente con las personas y encauce el futuro con entusiasmo, con ilusión y con auténtico compromiso personal y comunitario.
Así, un Rey puede ignorar torpemente, desde el aislamiento de su palacio, todo lo que pone en cuestión su ya caduco modo de ejercicio de la autoridad y el poder, establecido secularmente; y, desoyendo el rumor creciente de la realidad, que no parece alcanzar sus almenas y murallas, seguir enrocado en su modelo ya agonizante, hasta que el murmullo se convierte en clamor y exige medidas ya inaplazables y de gran calado. En ese caso la situación puede llegar a ser explosiva y sobrevenir una auténtica marea destructiva, una revolución o una represión sangrienta; en cualquier caso, se trata aquí de una “ignorancia culpable”, tal como expondría un moralista…
Pero el Monarca puede también estar atento a los cambios, reconocerlos, y buscando consejo e invocando prudencia, estar abierto a correcciones, novedades o reformas, que sin alterar en exceso el ritmo y la inercia acumulados, tengan en cuenta los nuevos horizontes sociales y humanos detectados. Y de ese modo, puede que acepte enmiendas, acoja iniciativas, reconozca errores y consienta en no ser ya déspota ni tirano, dictador ni caudillo, ni salvador ni encumbrado; sino abrir ojos y oídos a la realidad incuestionable y admitir el dinamismo humano y el paso de la historia sin recelos ni objeciones inútiles. Se mostrará entonces aquiescente al diálogo, a la escucha, a no tener siempre razón y a rubricar con su firma las iniciativas y propuestas que se le presentan. Es frecuente que con ello, sin embargo, sólo aplace su declive, y esté simplemente apuntalando su reinado para evitar un desplome violento, a causa del estado ruinoso de unas vigas y pilares carcomidos… pero, sea como sea, evita el cataclismo y da oportunidad al milagro, y no habrá violencia si llega el derrumbe…
Y también, aunque no es lo más frecuente, hay un tercer supuesto: en el colmo de la bondad y con una sincera y ejemplar voluntad de clarividencia y de audacia, puede suceder que el mismo Pontífice, Monarca, tome la iniciativa tras constatar él mismo, atento e ilustrado, la única verdad: son nuevos tiempos, nuevas luces, y un horizonte abierto. Y entonces es él mismo, el promotor de las reformas (hasta oponiéndose a consejeros y aduladores), el que se muestra más interesado en un cambio profundo en su propia Curia, Corte, y en los modos de ejercicio de la “necesaria autoridad”… A menudo tal personaje se presenta legendariamente como el buen y ejemplar soberano que, desconfiando del “oasis” en que lo envuelve su Curia, su Corte, en secreto y de incógnito, disfrazado de mendigo o de vulgar ciudadano (para así sustraerse a esos curiales, cortesanos, que lo secuestran con halagos y que, aduladores empedernidos por ciegos, viciosos, interesados o malvados, no dejan acceder hasta el trono la verdad de lo que pasa), recorre las calles de su reino y comprueba lo que se le está ocultando…
Sin embargo, incluso con toda su bondad, su santidad, tal pontífice, rey, o monarca, tiene un límite que parece infranqueable, una barrera imposible de vencer porque está atrapado en ella. Lo que le resulta inconcebible, aquello que lo condiciona de modo absoluto es el círculo irrenunciable de su vida, su cosmovisión como dirían otros: jamás duda de que la única forma legítima de gobernar es la monarquía, su realeza… para él es una dimensión incuestionable del orden social, de la gobernanza humana y de la propia vida en común… es un límite que no puede trascender, porque está dentro de él, y más cuando se ha llegado a afirmar que la monarquía es de derecho divino, y un auténtico sacramento (si alguien duda de esa afirmación, que repase la historia)…
Pero dejemos ahora las parábolas… Sin embargo, cuando un cristiano de a pie, que busca la coherencia de su fe, y se sabe siempre en camino de conversión, escucha estos últimos tiempos llamadas y convocatorias de sus perlados (como llamaban nuestros clásicos a los prelados…), con palabras grandilocuentes y lenguaje solemne, a “Planes Pastorales” evangelizadores y misioneros, a “Sínodos” y “Congresos de Laicos”, etc., se pregunta en cuál de los supuestos de ella se colocan nuestros monarcas al presentarnos los programas, comisiones creadas, personal que las preside, temas y plazos… todo ello, naturalmente, dispuesto y planificado “desde arriba”, aunque desde luego, la base está llamada a participar activamente, siendo algo así como los encuestados en un sondeo de opinión que permite sacar consecuencias a los líderes… Desde luego, lo absolutamente evidente e indiscutible es que no están en el tercer supuesto… porque todo adolece de los tres vicios instalados parece que irremediablemente en sus Curias y Consejos: centralismo, dirigismo y clericalismo; “…ismos” todos ellos por cierto, continuamente denostados, desautorizados y condenados por el propio Papa Francisco, culmen de la pirámide, cuya ubicación en la parábola no me atrevería a sugerir, ya que en su caso la iniciativa personal sí parece tener que someterse involuntariamente a fuerzas intangibles, cuyas dimensiones y alcance confieso humildemente no ser capaz de plasmar en mi argumento…
Lo que sí me atrevo a decir, y sin ningún empacho, es que la radicalidad del evangelio, la contundencia de las palabras y la vida de Jesús, y su insobornable apuesta por la verdad y la transparencia, por la entrega, por el riesgo de una opción de comunión y servicio desinteresado y gratuito, huyendo de privilegios, escalafones y jerarquías; abre una nueva vía, otra alternativa que, como siempre en Él, es la inimaginable y desconcertante, la de la contradicción y el absurdo, la de la necedad y la locura: lo que Jesús pone en juego no es un modo de ejercer la responsabilidad el monarca, sino la propia monarquía… Porque lo de Jesús es lo impensable… ya que impensable parece que sea el propio monarca quien se someta a referéndum, quien promueva el surgimiento libre, espontáneo y sin su tutela, de un modo de organización de la convivencia alternativo, basado en la responsabilidad asumida por los ciudadanos y familias que integran su reino, y a los que él mismo sugiere propuestas menos paternalistas ni tuteladas, apelando más a la fraternidad y a la solidaridad, a la madurez y a la responsabilidad compartida que a la reales ordenanzas. Y ciertamente, tal vez parezca algo impensable e imposible, ridículo y absurdo; pero yo sigo atreviéndome a decir que cuando lo que está en cuestión no es el gobierno temporal ni la gestión de un patrimonio o la administración de un Estado; sino, nada más y nada menos que la fidelidad al legado-mandato del Cristo, la alternativa del Reinado de Dios, la consolidación de la comunión fraterna, y el testimonio de un horizonte de esperanza divino, entonces no puede uno pretender que el apostar por Jesús no sea una extravagancia y una paradoja.
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