Al margen de la valoración o consideración moral que merezca el ejercicio del poder por parte de aquél que lo detenta; y al margen de los mecanismos por medio de los cuales haya accedido a poseerlo, es evidente que la tentación inevitable que debe vencer en su toma de decisiones y en la orientación de su “política” (del orden que sea), es la de imponer sus criterios y hacer ley de lo que es su simple opinión, equiparable a la de cualquier otro, por fundamentada que esté y justificada que él la encuentre. De hecho, como es bien sabido, todo dictador se considera un Salvador. Caudillo y Mesías…
En el caso del poder espiritual o de la autoridad eclesiástica, sea de la confesión que sea e independientemente del sistema jerárquico en que se constituya y ejerza, la tentación no sólo sigue existiendo, sino que se vuelve más sutil y peligrosa, y con un alto riesgo de convertirse en una especie de chantaje emocional, propicio a tantos escabrosos y escrupulosos problemas de conciencia, a fomentar ansiedades y angustias, e incluso a propiciar una gran variedad de neurosis y trastornos psicológico-psiquiátricos ya no sólo de índole afectiva, sino también en las áreas comportamental y cognitiva… En este terreno hemos actuado a lo largo de la historia con una mentalidad tan condicionada por el oscurantismo, el miedo, la impotencia ante la naturaleza y la incertidumbre del porvenir, la precariedad y la sensación de victimismo y de debilidad frente al más fuerte, que nos ha parecido razonable y de completa coherencia la sacralización del poder eclesiástico (¡como también del civil!), y la jerarquización sagrada de sus responsables y pastores. Desde esa simple perspectiva, y sin querer hacer ahora ningún juicio de valor, la cúpula de la Iglesia ha tenido domesticados a sus fieles, sometidos ideológica y prácticamente a todos sus “súbditos”. Y de ese modo, las reuniones oficiales, decretos de congregaciones o concilio solemnes, eran lugar reservado a autoridades supremas y responsables del gobierno de la Iglesia para decidir las normas a imponer y dictar los comportamientos a seguir. Más que de pastores y rebaños, podría hablarse de auténticas borregadas…
Por otra parte, son bien conocidos los siglos de abierto cesaropapismo, y los escandalosos (y, cuanto menos, en tiempos mejores, “poco evangélicos”), manejos políticos e intromisiones descaradas y legitimadas, buscadas y aceptadas, del poder eclesiástico sobre el poder civil y viceversa. Pero como con la independencia de Iglesia y Estado las áreas de influencia y de proclamada autoridad ya no parecían confundirse, se reservó a los dirigentes religiosos el ámbito de la conciencia y de “lo interno”, el dominio sobre el espíritu y el alma. Con ello pareció que los creyentes de a pie declinaban su responsabilidad personal y libertad de pensamiento y decisión en favor de sus guías espirituales, diciendo siempre Amén, con más o menos complacencia, y sin atreverse a dudar de que en ese terreno etéreo la razón estaba siempre de parte de la autoridad…
Tanto ideológica como “normativamente”, la Iglesia funcionaba como una mera pero eficaz “correa de transmisión” cuyos eslabones últimos estaban privados hasta del socorrido “derecho al pataleo”… porque la irreverencia estaba penada… Pero es el caso que todavía hoy, cuando se convoca y programa un Sínodo, un Congreso, o se promueven reformas, programas y cambios, que tienen como objetivo recuperar la conciencia de comunidad eclesial (más aún: de comunión y de fidelidad al evangelio en sus raíces), purificándola de tantas adherencias seculares y queriendo responder al desafío evangélico con sencillez, lucidez y conciencia de la actual realidad histórica del individuo y de la sociedad; aún contando con las santas pretensiones de nuestros purpurados, se sigue actuando con exceso de dirigismo y tutela, con lo cual casi todos esos “proyectos pastorales”, anunciados como ocasión de revitalizar la fe, redescubrir la militancia, reevangelizar y remisionar, estar “en salida” o colonizar las periferias; todos esos intentos nacen ya moribundos (si no cadavéricos), impregnados y lastrados de asfixiante paternalismo clerical (fomentado no sólo por los clérigos, desde luego), de control ideológico y autoritario, y de falta de representatividad real y conciencia cabal de los auténticos desafíos del creyente. Porque, desgraciadamente, sólo parecen pretender reforzar la autoestima perdida y pregonar la endogamia; y no traer a la palestra, con valentía y transparencia, con clarividencia y conciencia de su verdadero calado, los verdaderos interrogantes y cuestionamientos que hacen tambalearse el edificio construido… Porque no se trata ya de reforzar murallas ni de apuntalar ruinas, sino de reconocer el deterioro del edificio, sin miedo a tener que derribar muros o demoler fachadas, para poder hacer habitable una construcción cuyos fundamentos no están en discusión…
Cuando la convocatoria y anuncio de Sínodos, Congresos, Programas Pastorales, Campañas de Reevangelización, y similares, se hacen desde la cúspide y se promueven siempre en el marco y referencia de unas estructuras y normas completamente anquilosadas, preocupadas de conservar el mismo modelo aunque dotándolo (con gran esfuerzo por su parte, ciertamente), de aditamentos que lo hagan más atrayente para un “público” religioso y devoto; entonces, no se está propiciando reamente ninguna renovación o reforma “evangélica”, sino que se sigue considerando que la actual trama eclesiástica es eternamente válida, a despecho de los nuevos e imprevistos (e imprevisibles) desafíos que la historia humana hace surgir constantemente y de modo ininterrumpido, y que amenazan forzosamente toda herencia acumulada como un tesoro inmutable e inamovible a causa de la comprensible inercia de las sociedades y culturas. Una convocatoria a la recuperación del evangelio, al rescate del legado de Jesús, que parte de una consideración jerárquica rígida, y de unos cánones que, surgidos todos como respuestas oportunas a momentos concretos y a circunstancias determinadas no actuales, se presentan sin embargo, ya de partida, como inconmovibles, dogmáticos, cauces obligatorios e indiscutibles… esa tal pretendida reforma, esa convocatoria, nace ya muerta…
En términos más sencillos habría tal vez que sentenciar: toda supuesta voluntad de reforma promovida “desde arriba”, suena a decreto promulgado; a proyecto de ley que se somete a discusión (pues, evidentemente, está ya redactado), pero siempre en los términos establecidos y dictados por quien sigue sin dudar en absoluto de su competencia exclusiva para dotarla de legitimidad… y aunque la llamada al debate y a la reflexión sea sincera y abierta, con la buena voluntad de corregir errores, comportamientos y actitudes, renovar perspectivas y determinar prácticas concretas; a pesar de eso, nace ya condicionada por los expertos convocados desde el poder, los mismos temas a reflexionar presentados y cocinados por los “responsables del gobierno y del dogma”, por la reserva en la toma final de decisiones; y, lo que es decisivo, está condicionada por el horizonte mental que conforma la actitud y expectativas de los pastores, últimos responsables; y que, comprensiblemente, no se plantean “cambiar los moldes”, sino simplemente rellenarlos con una masa distinta… La mentalidad “de arriba” se mantiene en el dogma, la supuesta infalibilidad e inerrancia, y la conciencia de representatividad divina…
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