En tiempos de reformas apresuradas, de convocatorias animosas, de fúnebres lamentos y de peligrosos entusiasmos; de Congresos, Sínodos y Envíos; de iniciativas equívocas y lecturas sesgadas, parciales y miopes, de la realidad y del mundo; en tiempos que sin ser más dramáticos que otros, nos parecen más urgentes porque por fin empezamos a calibrar el alcance de nuestros pecados del pasado y de nuestra tibieza; en momentos en que hablando de esperanza de futuro y de rescate de lo profundo, sin embargo seguimos mirándonos el ombligo y lamentándonos con nostalgia de esplendores pasados; cuando no tenemos la audacia de romper con anacronismos desacreditados y signos ya caducos, y seguimos aferrados a modelos, rúbricas y teologías que se desmoronan y ponen en evidencia la pérdida de lo genuino cristiano en aras de una religiosidad paganizada y confundida con el folclore, el protocolo social y lo prosaico; cuando no aventuramos realmente nuestra vida en la renuncia evangélica y todo queda en discursos hechos desde unas vidas de pastores acomodados, de vidas resueltas y que no arriesgan nada, de llamadas al compromiso desde palacios y despachos; cuando el mayor esfuerzo y el empeño más obsesivo es el de seguir mostrándonos influyentes y reconocidos, el de seguir siendo consejeros y guías de una humanidad a la que hemos defraudado una y mil veces con nuestras incoherencias, y a la que todavía no podemos mostrar un actuar desinteresado, ejemplar en el desprendimiento, la entrega y el servicio, basado en la comunión auténtica, la libertad profunda, y el desprendimiento; cuando no nos parece justo renunciar a ningún privilegio ni a patrimonios acumulados, y seguimos reivindicando derechos mundanos de los que decimos estar alejados; en esos nuevos contextos que detectamos y en esa decadencia eclesiástica que deberíamos celebrar, asumir y hacer ocasión de auténtico rescate evangélico desde modos de vida alternativos y desde una especie de anarquía evangélica creciente (compensadora de tanta jerarquización), desde un espíritu asambleario vinculante (equilibrador y anulador del dirigismo clerical) y con una llamada o manifiesto audaz, y con todos los riesgos de abrir horizontes inciertos y siempre provisionales; embarcados en esa absurda aventura del evangelio y en esa insensatez y locura de hablar de Dios y del misterio, quiero proponer la relectura de estos párrafos ya viejos (los publicó en el año 1968) del insigne exegeta Ernst Käsemann en su libro La llamada de la libertad:
“La religiosidad y el complejo de actividades a ella anejo no va probablemente a desaparecer mientras haya hombres. Los cristianos deben tener en cuenta este fenómeno de una u otra manera, sin que vayan a obtener de ello un beneficio considerable para sí mismos. Por experiencia deberían saber que un estado tal de cosas permanece siempre enigmático y ambiguo.
Un juicio prudente sobre nuestra situación nos obliga a reconocer que, en las actuales circunstancias, el occidente cristiano y la iglesia como fenómeno social mayoritario representan formas de vida superadas. Quizá se pueda discutir sobre si pueden resucitarse y hasta qué punto, con qué intensidad hay que conjurarlas y esforzarse por recuperarlas, o bien si, espontánea y valerosamente –a lo que yo, personalmente no me siento inclinado-, se les debe dar el adiós definitivo.
En todo caso es evidente que nadie se puede abandonar confiadamente a un estado de cosas semejante, que el éxodo de una situación tal no se va a hacer esperar mucho tiempo, y que la misión más perentoria de toda autoridad eclesiástica debería ser preparar campos de refugiados y barracas de emergencia para este caso, Habría que pensar qué es lo que a toda costa hay que conservar, con el fin de orientarse en ese sentido, ya desde ahora, con absoluta concentración.
Yo diría que lo único necesario y conducente es averiguar cómo se puede mantener solidarios a los hombres o cómo se los puede alcanzar de nuevo; por esta causa se hace ineludible la reducción, el desmonte y la reestructuración de todas las instituciones eclesiásticas, tanto de las ya existentes como de las que continuamente están surgiendo.”
Me gustaría prolongar la cita unos párrafos más, pero no quiero abusar de la paciencia. En todo caso, los más de cincuenta años transcurridos desde que Käsemann escribió esto, deberían ser un motivo más de reflexión a la hora de plantear todas esas urgencias cuya persistencia se convierte en signo incontestable de inmovilismo; y , si no de engaño, sí de completa inoperancia, y en cualquier caso, de inepcia culpable… Yo tomo nota asumiendo la parte de responsabilidad que me corresponde y con auténtico propósito de enmienda; pero, desgraciadamente, tengo que confesar también, que no me hago muchas ilusiones… y temo que pasaremos cincuenta años más sin releer a Käsemann…
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