Saber, y sobre todo experimentar, que vivir no es sino acercarse a Dios. Progresivamente. Poco a poco y de un modo tal vez imperceptible, silencioso en medio de tanto ruido como hay en nuestra complicada existencia; pero conscientes, desde lo más hondo y asumiéndolo como perspectiva vital. Acercarse a Dios y no dejarse atrapar por lo terreno y lo precario del entorno, marcar decididamente el ritmo hacia un abrazo que algún día será definitivo, pero cuya calidez se va sintiendo día a día, porque te va estrechando con gozo y alegría, y tú mismo lo cierras feliz y lo aprietas con decisión y hasta con entusiasmo…
La vida, pues, no como declive, sino como un hundirse en Dios de forma arrebatada, inevitable pero voluntaria, querida, deseada… Y sin miedo ni engaños, con conciencia profunda de la muerte, del final, de la segura llegada… Desdramatizando y desmitificando, consecuencia inevitable y necesaria de la coherencia cristiana, que es una llamada perenne a la clarividencia y al sentido de la realidad.
Porque una de las responsabilidades que el cristiano no puede eludir en este momento de la historia es la de desdramatizar los escenarios y situar su percepción y sus sentimientos al nivel de la realidad, ya que tendemos a exagerar y resaltar sucesos y detalles que no son reflejo auténtico de ella, sino espejismos o caricaturas que solamente tienen en cuenta o exageran lo más llamativo o espectacular; relegando lo profundo, lo auténtico, lo que constituye el fundamento de ella, a los estratos accesorios e irrelevantes, cuando son su único sentido y la auténtica urdimbre de la vida.
Vivir. Con conciencia siempre lúcida de la propia fragilidad y de la siempre cercana “hermana muerte”, como la llamaba san Francisco. Y, precisamente por consideración de la fragilidad de la propia vida, optar por el ejercicio de la caridad como forma de vida; no como una acción puntual que demuestre nuestra generosidad y nuestro desprendimiento, sino como un talante vital, una opción por vivir desinteresadamente, huyendo de la promoción de uno mismo, entregándose sin tregua a la salvación del prójimo, y que muestra la alegría y la radicalidad del seguimiento.
Vivir caminando hacia la muerte, hacia la Vida, hacia las manos de Dios que nos recogen en una caricia eterna e infinita. Y así, crecer en Dios de día en día, alimentando con la oración profunda nuestra alegría, nuestra ilusión y el entusiasmo de no estar nunca solos, de querer llegar en comunión y felices al horizonte definitivo al que nos encaminamos. Mirar así, de frente y sin temores la propia muerte que nos llega, que nos va atrapando en la medida que nos sabemos caducos y necesitados, carentes de esa solidez que, sin embargo, anhelamos.
Saber que ella, la muerte, no es sino el último acontecimiento datable de nuestra vida, de esa vida de la cual nunca renegamos, pues la acogemos gozosos y conscientes de que va llegando a su plenitud, y que lo imprevisible del momento definitivo nunca nos va a encontrar desprevenidos, pues tenemos plena consciencia de ambas cosa: tanto de su sorpresa, como del regalo que nos oculta… pues, sin duda alguna, consumará nuestro deseo y manifestará lo todavía no expresado…
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