EL RECONOCIMIENTO DEL DISCÍPULO (Lc 13, 22-30)

Ni creer en Dios es una mera declaración pública de buenas intenciones, ni seguir a Jesús, aceptar su llamada e integrarse en su discipulado, es una simple expresión de simpatía por su causa o de sentimentalismo dulzón y condescendiente, proclive a las expresiones de compasión o delicadeza.

Para formar parte de la familia de Dios, para ser de sus íntimos y sentarse a su mesa, hay que querer entrar por su puerta… una puerta abierta a todos, pero estrecha… por eso hay que querer verla y decidirse a entrar, arriesgarse a entrar… porque nadie va a entrar “por casualidad” o “a empujones”; sino que ha de ser cada uno de nosotros quien, con plena consciencia de su estrechez, y con total libertad para “ajustarse” a ella, es decir, para someter su vida a esa medida (la “escala de medidas” de Dios, la que nos muestra Jesús…), se decida a esforzarse en entrar… Porque el ajuste a sus medidas puede resultarnos algo distinto a lo que pensábamos…

Porque, sí la puerta es estrecha según nuestras medidas… y es que las “dimensiones” de Dios no son las nuestras, su escala no coincide con el tamaño de nuestra vanidad, ni con nuestros aspavientos y exageraciones, con nuestros afanes desmedidos y ambiciones desproporcionadas. Y está abierta siempre mientras vivimos, pero precisamente la provisionalidad e incertidumbre de nuestra existencia material nos obligan a ser conscientes de que se cerrará para nosotros sin que podamos prever cuándo… La tarea, pues, el esfuerzo por “ajustarnos” a “sus medidas” es urgente y decisiva, ya que para entrar en el Reino de Dios no valen automatismos, tales como comprar la entrada y guardarla… ni méritos acumulados o derechos adquiridos, como el mostrar nuestra afiliación o pertenencia a un club de privilegiados o de celosos propagandistas de una secta… sino que es preciso acreditarse como discípulo, como alguien a quien Él pueda reconocer por su fidelidad y su compromiso militante…

Porque, ciertamente se da la paradoja (¡siempre las paradojas de Dios!), de que la puerta siendo estrecha está abierta a todos y no a unos pocos escogidos y ya marcados… y cualquiera cabe por ella con la simple condición de esforzarse, de hacer ese sencillo ajuste que nos acomode a sus caprichosas medidas: humildad y sencillez, optar por “lo que no cuenta”, gozar de lo pobre y lo pequeño, disminuir nuestro yo para que crezca el prójimo, elegir la austeridad y no el derroche, obsesionarse por el servicio y la bondad…

A Jesús, ya en vida, lo estigmatizaron por su origen oscuro y familia insignificante y falta de abolengo; por su oficio humilde y falto de “formación especializada”, de diplomas títulos y masters; por su andar siempre con “malas compañías”, amigo de publicanos y pecadores, y perdonarlos; por su actitud en apariencia irreverente y religiosamente provocadora, relegando el sábado, el sacerdocio, la pureza legal… estigmatizado, en definitiva, por su libertad, independencia y autoridad peculiar e incontestable… Y es evidente que eso mismo que constituía y promovía su estigmatización, y lo señalaba como sospechoso, subversivo, revolucionario, provocador y poco recomendable; más aún, eso que lo señalaba como justificada y absolutamente condenable por las autoridades y los órganos influyentes detentadores del poder y conductores del ritmo de la sociedad y de los comportamientos permitidos; eso mismo, es lo que las personas sin prejuicios ni maldad acumulada, sin intereses propios ni celosos de su patrimonio o de su poder, con sencillez de corazón y mirada profunda, sensibles al prójimo y con entrañas de bondad y de misericordia, individuos “tocados por el Espíritu de Dios” y conscientes del regalo de la vida, consideraron las huellas de Dios en nuestro mundo y el cumplimiento de las antiguas promesas en el Mesías, convirtiéndose de estigmas despreciables en las señales identificativas de Dios en el mundo.

La identidad cristiana no la da nuestra apariencia, ni lo que nosotros queremos o creemos haber hecho en su nombre y presentamos como acreditación o buscando esgrimir derechos o méritos… Haber escuchado su voz o haber comido en su mesa no nos conceden ninguna ventaja ni ningún privilegio; ni tampoco son criterio de reconocimiento… Cuando nos llegue el momento tendremos que acreditarnos de otra manera, de la única que nos permite ajustar nuestra vida a las medidas de Dios, ésas con las que midió Jesús la suya y nos pide que hagamos nuestras: “… tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo o en la cárcel y me visitasteis…”

Y las palabras de Jesús son siempre de ánimo en su convocatoria, y no de pesimismo, resignación o amenaza. Nos llama siempre la atención para que sepamos de lo que somos capaces, cómo podemos realmente encaminar nuestra vida hacia su plenitud sin miedo a nada ni a nadie, porque si nos dejamos llevar por Él es imposible que alguien pueda arrebatarnos nuestro lugar en su mesa o nos impida el paso por su puerta. Nos hemos de considerar con ello privilegiados, pero de la única manera en que un cristiano puede hacerlo, pues jamás el evangelio nos permite hablar de privilegios, si no es en ese aspecto: Jesús nos muestra la puerta y nos permite (nos convoca a ello), compartir sus estigmas, para que ya no temamos “no dar la medida”…

El único motivo de temor o desconfianza, de inquietud o incertidumbre es nuestra tibieza o nuestra cobardía… Solamente ellas nos pueden llevar a tener que escuchar un día: No os conozco… La llave de la puerta está así, dejada ahí con toda confianza por Dios, en nuestras manos…

La de Jesús es la puerta estrecha por la que caben todos… ¿Querrás entrar por ella?: vive a la medida de Dios… ¿Querrás sentarte con Él a su mesa?: vive con sus estigmas… ¿Que cómo se hace eso? ¿No se lo has oído aún? ¿No te lo ha mostrado hasta la cruz?: Anda y haz tú lo mismo

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