¿La Justicia como el mayor objetivo de tu vida? ¿La equidad como meta de la convivencia, de la humanidad y de la persona?: Entonces no has comprendido el evangelio de Jesús. El horizonte de Dios no es la justicia, es la bondad. Su propuesta y su meta no es una sociedad justa, sino una comunidad fraterna. Y bien entendido, que no se trata en absoluto del rechazo de la justicia, sino del reclamo de la misericordia. Porque la justicia puede hacerse cómplice de la codicia, codicia a la que Jesús viene a definir no como prototipo de la maldad, pero sí como el colmo de la necedad… y la necedad acaba haciendo daño al prójimo, porque al reclamar y querer legitimarse en el juzgado, forzosamente condena a alguien con arreglo a la ley, ley que, en definitiva, se nos revela como fruto y testigo de nuestra incapacidad para la convivencia fraterna y para conseguir que sean el amor y la generosidad quienes rijan nuestro caminar.
Porque creo que es precisamnete ahí donde coloca Jesús el quid de la cuestión: la ley no es voluntad ni asunto de Dios, sino invento nuestro porque somos malos… Porque la maldad se adueña de nuestra voluntad y en lugar de hermanos nos convertimos en lobos, con lo cual se nos hace necesario regular nuestro comportamiento no con arreglo a nuestra libre voluntad, ya contaminada, sino de acuerdo a la ley, establecida por el consenso de la colectividad como medio e instancia “externa” que nos obligue y nos violente…
Ciertamente el origen y el fundamente de la ley es la defensa del débil; pero ya el simple hecho de tener que promulgarla es indicio de nuestro fracaso para convivir, así como de la necesidad de vencer nuestra resistencia al respeto absoluto al prójimo. Apelar a la ley es, pues, la confesión implícita de la quiebra de lo humano, cuando es apreciado como imagen y semejanza de Dios. Porque Dios no necesita leyes ni justicia para regir su divinidad, que se define como trinitaria; es decir, pluripersonal, pero fundamentada en la libertad de la entrega, en el amor. El amor es el hombre a lo divino, y el amor nunca busca ni pretende la justicia, porque no puede ni quiere definirse por la “igualdad”, sino por la entrega y el absoluto “respeto” al otro, siempre diferente y por ello inagotable y enriquecedor, motivo de agradecimiento y alegría, y no de enfrentamiento y rivalidad.
No hubiera habido juez más justo que Jesús para aplicar la ley y obrar con criterio ecuánime y desde la auténtica verdad. Pero, aunque nos resulte imposible prescindir de la justicia y de la ley, Jesús, que las cumple y las sufre, rechaza regir su vida por ellas; y el camino propuesto por Él no es el de reclamar sus derechos, sino el de optar por la renuncia. Y hacerlo con audacia y radicalidad, hasta la cruz… Porque a la codicia la disfrazamos de muchas formas para hacerla justificable y darle carta de ciudadanía entre los motores impulsores de nuestra vida, e incluso hacemos de ella una aparente virtud. Y, así, hablamos de la conveniencia de tener aspiraciones justas o pretensiones legítimas; o decimos que ser prevenidos es una cualidad aconsejable y muestra de previsión y de prudencia; todo ello muy digno de elogio.
Jesús parece decirnos que lo que anida en el corazón humano cuando nos lleva, incluso con sinceridad y afán de verdad y transparencia, a “reclamar justicia” para exigir algo que injustamente se nos arrebata o de lo que se nos priva, en el fondo es lo mismo que nos mueve a la necedad de querer acumular seguridades para un futuro totalmente imprevisible e incierto, porque no está en nuestras manos: la codicia, la avaricia, el ansia por tener, convirtiendo la posesión y “seguridad” en prioridad y objetivo de la vida. Dice J. Fitzmyer comentando este fragmento: La “avaricia” se manifiesta no sólo en disputas familiares por cuestiones de herencia, sino también en la desmedida ambición por procurarse mucho más de lo necesario…
Evidentemente Jesús no está cargando contra la justicia, favoreciendo con ello un mundo de corrupción y una especie de ley del más fuerte a la que hay que someterse. Ni tampoco dice que la propiedad, la previsión y el trabajo por poseer lo necesario y progresar en el bienestar y la comodidad sea rechazable o una “imperfección” para el creyente; pero sí afirma con claridad, que la ley y la justicia, que regulan nuestras relaciones sociales son cosa nuestra y no de Él; y, por tanto, los únicos responsable de administrarlas somos nosotros. Y lo hemos de hacer en nuestro nombre, no en nombre de Dios… porque el criterio de Dios no es nuestra justicia, sino la suya; y la suya tiene en nuestro lenguaje otro nombre: misericordia y bondad. Por eso hablar de “justicia de Dios” y de su justificación del impío lleva a las complicadas formulaciones de Pablo en sus cartas, cuya difícil explicación ha originado ríos no sólo de tinta, sino también, prueba cruel e irrefutable de lo que dice Él al respecto, de sangre…
La actitud de Jesús parece clara: administremos nuestra justicia sabiendo que su objetivo es la defensa del débil y desfavorecido, su única arma; pero no pretendamos hacer de Dios garante de ella, pues nunca dejará de estar contaminada de nuestras limitaciones, de nuestras carencias, de nuestra maldad…
Y sepamos, sobre todo, que su convocatoria y su llamada no es a una legislación justa y a una administración de la justicia ejemplar en su verdad y transparencia (eso es algo exigible a nosotros por el simple hecho de regirnos por las leyes que promulgamos), sino a la renuncia: a vivir tan confiados y agradecidos a Dios y a su bondad con nosotros, que no dedicamos esfuerzo a reclamar aquello “a lo que tenemos derecho”, porque estamos tan dedicados a estar disponibles para los demás y a anunciar el evangelio del perdón y la bondad, que nos olvidamos de nosotros mismos y de lo que “en justicia”, en esa justicia nuestra, nos corresponde…
Ni juez, ni árbitro. Ni fiscal ni abogado. Jesús, que cumple la ley como cualquier persona en este mundo, y que también la sufre, y la sufre injustamente; habla con libertad y verdad, pero renuncia a reivindicar sus derechos. El hilo conductor de su vida no es la codicia, ni la ambición, ni siquiera la previsión ante el futuro; sino la absoluta confianza en la Providencia, en la presencia y cercanía de Dios en todo momento… Eso se sitúa más allá de la justicia y de las leyes, más allá de jueces ejemplares y de sentencias irreprochables… su horizonte es el Reino de Dios, el de “nuestro Padre del cielo”… y su pretensión convocar a un discipulado fraterno cuya única reivindicación es tan absurda, e incluso injusta, como la de la misericordia y el perdón, la del amor…
Me impactan todos los artículos de este blog y sobretodo este último por su audacia, su claridad, su novedad y su actualidad. Y por ser para mí una ayuda importante para acercarme a Dios.
Impactante es el artículo, pero más impactante es poderlo llevar a cabo en nuestro día a día. ¿A quién no le hierve la sangre ante las injusticias que observamos a nuestro alrededor? Cada día, yo misma, actúo con esa injusticia y a la vez pido justicia.
Este artículo me invita a reflexionar sobre mi propia actuación en la vida y mis propias reivindicaciones. Intentar no ser árbitro, no ser juez, no ser fiscal… simplemente confianza en la presencia de Dios en nuestras vidas.