Experimentar nuestra dependencia de los demás. Saber que necesitamos al prójimo y que, por mucho que poseamos, no nos bastamos a nosotros mismos. Sólo quien percibe que su vida está en manos de los demás por decisión propia, quien voluntariamente se desprende de todo para arriesgarse en su entrega a la misión de ser portador de Dios, puede descubrir toda la profundidad de lo que el evangelio de Jesús aporta a nuestra vida y cómo nos apremia a anunciarlo. Y como nos es imposible olvidarnos de nosotros mismos, hemos de procurarnos renuncias, para así vivir con intensidad y poder gozar nuestra dependencia radical de los demás, de nuestros hermanos…
Renunciar a derechos legítimos, a lo superfluo, e incluso a mucho de lo que nos parece imprescindible y necesario para poder vivir “decentemente”, no es masoquismo, pereza o indolencia; sino una actitud voluntaria de ponernos en manos de los demás, de hacer depender nuestra vida de ellos y no de nuestros planes y proyectos. Necesitamos abrir los ojos a nuestra indigencia radical para sentir que no somos nosotros la fuente de nuestra vida, sino que ésta se derrama siempre en nosotros de forma inmerecida; por eso hemos de ser sensibles a lo imprevisto y mirarlo con gratitud, como regalo. Esa actitud es la que nos permite hablar de Dios y su Providencia… y solamente ella puede, por mandato de Jesús, legitimar nuestro anuncio, justificar nuestro “ser enviados”… Y sólo entonces, mostrando el gozo y la felicidad de nuestra dependencia, atreverse a hablar de Jesús y su mensaje.
Vivir indigente y menesteroso como único camino para poder experimentar a Dios… porque sólo cuando dependamos de los otros, cuando nuestra vida esté en manos de ellos, sabremos lo que significa disponibilidad y podremos hablar en nombre de Jesús, anunciar su evangelio de forma no fingida y convincente; porque sólo entonces tendrá credibilidad el seguidor, el discípulo… Si no es viviendo al modo de Jesús, no podemos verdaderamente anunciarlo y hacerlo presente; y en lugar de ser instrumentos de su misericordia y su bondad, nos convertimos en esos otros, también en apariencia seguidores suyos, pero que reclaman de Él éxitos y triunfo, y que son inmediatamente desautorizados… porque la noticia que transmite el que así piensa no es la cruz salvadora, sino la simple admiración y el deslumbramiento de lo que considera un poder invencible y un futuro brillante: ¡Hace milagros!… pero no es ése el mensaje de Jesús ni su encargo, ésa no es la salvación que trae al mundo. No nos pide que transmitamos la simple noticia de que el poder de Dios ha visitado nuestra tierra, sino que iluminemos a la humanidad para que abra los ojos porque Él está llegando, haciéndose accesible a nosotros en cada momento de nuestra vida…
Sólo la austeridad y el desprendimiento como forma de vida me permiten vivir como Jesús y poder acceder a su profundidad, a su horizonte divino de alegría y bondad, de paz y serenidad, de entrega y de esperanza; es entonces cuando empiezo a ser discípulo suyo, a saber por qué vivo… Solamente cuando sé que estoy en manos del otro, cuando él comprueba que lo necesito y le pido ayuda, tiene sentido que le hable del evangelio de las Bienaventuranzas… No puedo presentarme como el maestro entendido que viene a sacarle de su ignorancia; ni como el autosuficiente que quiere hacerle objeto de su generosidad y su extraordinaria sensibilidad para el que sufre; ni como el personaje sagrado poseedor de la aureola divina para dirigir sus pasos e indicarle con satisfacción el rumbo que debe tomar su vida; no soy su tutor, su consejero, su guía, su confesor o su pariente culto, religioso y devoto… soy su miserable compañero en la vida, que le pide permiso para ir a su lado, y que con la mirada y la sonrisa le está pidiendo compañía y ayuda, porque necesita ofrecerle con esa sonrisa todo lo que Dios le ha regalado a él: alegría y paz ilimitadas… Es la disponibilidad y confianza con la que nos acercamos a nuestra hermana y nuestro hermano sin pretensiones ni objetivos, simplemente para saborear la vida, para compartir un mismo horizonte al que nos sabemos convocados… necesidad del otro para poder anunciarle, a veces sin palabras, la cercanía de Dios en su misterio, para que palpe que no es la abundancia, el poder y la riqueza lo que anida en lo más hondo, sino ese exceso indefinible de pasión por el otro que nos revela Jesús.
Por qué siempre estas reflexiones del Evangelio del día me interpelan de forma tan directa en la vida, siempre en el preciso momento? El mensaje de Jesús siempre es oportuno. Gracias por aportar esta lucidez