Naturalmente, sé que soy débil. Nuestro barro terrenal es extremadamente endeble y frágil. Conozco mi debilidad, la constato en cada momento; y no me supone ninguna decepción ni es motivo de frustración o de tristeza. Al menos soy bien consciente de que no debe serlo, aunque en ocasiones me pille desprevenido y tenga un primer impulso de rebeldía o de aparente hundimiento; en cualquier caso, la reflexión y la sensatez me llevan a asumirlo con más o menos celeridad y sin gran problema. Es evidente: nuestra finitud y nuestros límites materiales forman parte de nuestra realidad ineludible.
Pero hay también otra debilidad menos evidente que me asalta ocasionalmente y me produce, ésa sí, una involuntaria e incómoda turbación. Es ésa que me lleva a no sentirme bien tras un encuentro desafortunado, unas expectativas frustradas, una mala reacción, una muestra evidente de desatención hacia mí, o cualquier circunstancia que me hace palpar no ya los límites materiales de nuestra existencia, sino las dificultades y sinsabores que rigen la relación entre las personas y enturbian la convivencia, a pesar de que no alteran objetivamente nada.
No se trata de culpabilidades, injusticias, desprecio evidente y notorio, o hechos similares; sino de esa muestra de desconfianza o de reserva ante nosotros, cuando nuestro obrar pretende ser transparente y limpio; y, sin embargo, descubre en los demás recelos, suspicacias, sospechas absurdas o simplemente una actitud evasiva o una especie de opacidad no manifestadas. Ante una actitud abiertamente hostil y no disimulada, uno siempre puede exponer sus razones y enfrentarse al reproche; pero cuando se actúa con desconfianza, silencios calculados, cierto ocultismo, distanciamiento evidente, etc., uno se siente mal y le sobreviene la tristeza. Es lo que tal vez podríamos llamar la debilidad de lo humano, cuando percibimos las dificultades de la bondad y los obstáculos para la convivencia fraterna que nos surgen, unas veces de modo inadvertido por comportarnos de forma irreflexiva; pero otras muchas por actitudes ajenas que nos excluyen y que podríamos tachar de interesadas, opacas o, en otras ocasiones, simplemente de pueriles o caprichosas. ¿Por qué seremos tan complicadas las personas?
Pero no quiero ahora aludir a las causas o motivos de nuestra debilidad humana, sino simplemente constatar ese hecho fundamental de “sentirme mal”, de entristecerme, de saberme débil en muchas ocasiones no por la simple impotencia física, o incluso intelectual, sino por esa especie de “déficit de humanidad” que tantas veces rige nuestras relaciones personales. Porque esa tristeza ha de vencerse y no nos puede dejar en la pasividad o bloquear nuestras iniciativas ni nuestra vida; pero a veces nos resulta tan paralizante, que uno siente no ser capaz de vencerla solo. Y tal vez ahí reside el auténtico motivo de nuestra debilidad radical, ésa que nos hace “sentirnos mal”: que nos muestra la incapacidad de nuestra persona para resolver mi vida en solitario, que nos advierte silenciosamente que necesitamos al otro, a la hermana y al hermano, para el simple pero decisivo hecho de soportarnos a nosotros mismos con nuestras limitaciones y carencias. No podemos salir de nuestra tristeza sin ellos.
La súbita e imprevista sensación de malestar, de debilidad y tristeza, por los contratiempos de la vida y por cómo me afectan y contrarían las inesperadas reacciones de quienes me rodean o a quienes me dirijo, me conduce hacia quienes comparten mi vida, a quienes me son imprescindibles para poder llegar a ser yo mismo; y no porque necesite pasarles a ellos mi carga, sino porque necesito que me acompañen a llevarla, que me vean como soy: flojo, débil y necesitado, en lugar de fuerte y animoso; y que, al verme así, me sigan queriendo y acompañando mi caminar en lugar de rechazarme…
Necesitamos que aquellos con quienes compartimos nuestra vida sepan que necesitamos su aliento porque somos débiles, no engañarnos pretendiendo mostrarnos deslumbrantes y exitosos; pedirles que no renieguen de nosotros a causa de nuestra pequeñez ni crean que pretendemos ser los salvadores y garantes de su vida, porque son ellos los que nos hacen soportable la nuestra… no podemos superar nuestra tristeza, recobrar la alegría, percibir la vida sin ellos.
La debilidad es fuente de comunión, y en ella se convierte en fortaleza al relativizar nuestro egocentrismo y hacernos evidente la esterilidad de una vida que no sea compartida; o, más que compartida, que no esté co-implicada, es decir, en comunión. Porque ése es el matiz cristiano: que la comunión fraterna transforma nuestra debilidad en fortaleza. Por eso la convierte Jesús en un imperativo para su discipulado.
Deja tu comentario