¿Seguir a Jesús? ¿Decir “sí” a su llamada? ¿Quién se atreve a estar tan loco…? ¿Tener la poca cordura y sensatez que muestra Él y vivir como Él lo hace? ¿Es que una persona en sus cabales se lo puede proponer? Sobre todo después del doble rechazo: el de los demás y el suyo propio.
Todo parece absurdo o fruto de la mayor de las inconsciencias y de una obstinación extravagante y casi estúpida. En primer lugar ese empeño incomprensible en dirigirse a Jerusalén, al lugar del conflicto, de la oposición y la condena; en lugar de permanecer en Galilea, donde es escuchado y aclamado. Es encaminarse a una muerte segura, si no se está dispuesto a guerrear y ofrecer batalla… y Jesús, todos lo saben, es lo opuesto a la violencia y a la propia defensa, porque sólo se ocupa del prójimo, de sus hermanas y hermanos, del pecador y del que sufre; lo suyo es la disponibilidad absoluta y la cercanía, nunca enemistad, enfrentamiento violento, lucha por la hegemonía… la derrota está asegurada… Y, siendo ése el horizonte en el que inscribe su vida, decide provocadoramente, como siempre, ir de nuevo a Jerusalén, al patíbulo… y a nuestros bienintencionados consejos responde: “yo para eso he venido”… ¿Cómo? ¿Y siendo ése su camino se le ocurre decirnos que le sigamos? ¿Estará en su juicio?… Pero los discípulos le siguen: un personaje tan misterioso y sorprendente seguro que oculta algo, algo grande y espectacular, el triunfo definitivo que trae en secreto para que así pille desprevenidos a todos sus enemigos y se imponga de forma contundente e irresistible sin dar ocasión a resistirse… Sí, sin duda; la autoridad y el poder que manifiesta es tal que nada ni nadie se le podrá oponer… confiaremos en Él… ¡hace milagros!…
Pero la ilusión de una marcha triunfal y de un camino victorioso y aniquilador de todo aquello que se le oponga se desvanece pronto, antes incluso de ponerse en marcha… En medio de esa aparente incongruencia de empeñarse en subir a la ciudad de Jerusalén, cuyas consecuencias previsibles, si no es que guarda esa sorpresa ansiada que destruya a sus enemigos, ese arma secreta invencible que se le supone, será la de tener que subir a la cruz; en el inicio de esa “subida”, surge el primer rechazo: el de los samaritanos que se niegan a recibirlo y acogerlo… Si seguimos a Jesús no esperemos nunca bienvenidas ni busquemos puertas abiertas a nuestro paso… que no nos sorprenda la desconfianza y la hostilidad como respuesta a nuestra actitud abierta y confiada, espontánea y sencilla. Ser transparente, no ocultar adónde vamos, cuál es la meta de nuestra vida: dirigirnos abiertamente hacia Dios, cuyo único lenguaje es el de la entrega y el amor, implica exclusión, estigmas, consideración de rival, de enemigo y de apestado… No se nos puede acoger nunca con esas credenciales… Jesús quiere que lo sepamos y no pretendamos, pues, coronas, gratificaciones, reconocimientos o medallas… El primero, es, pues, el rechazo previsible de todos aquéllos en cuyo corazón anida el rencor, la envidia, la enemistad, el odio, e incluso la simple rivalidad tal vez justificada…
Pero no queda ahí todo, porque al rechazo de los de fuera, de “los que no son de los nuestros”, le sigue el rechazo del propio Jesús a tomar represalias, a demandar justo castigo, a reclamar nuestro derecho, a exigir compensaciones, a pedir a Dios justicia y condena para quien se comporta injustamente con nosotros… El profeta Jonás ya sabía mucho de eso… Es la extensa lista de sus “Prohibiciones”… Ya lo sabemos también nosotros: prohibido todo lo que atente contra la misericordia y el perdón, todo lo que se oponga a la bondad, a la mansedumbre y la ternura… todo lo que no sea acariciar y sonreír…
Sólo entonces, conocidos y aceptados los dos rechazos de índole tan opuesta, el de “los otros” y el de Jesús, podemos acompañarlo en su camino, en su subida desafiante al lugar del culto y del poder… porque sólo entonces empezaremos a comprender el porqué y el hacia dónde de su vida; sólo entonces estaremos en disposición de dejarnos contaminar de su locura y permitir a Dios seguir encarnándose en nosotros al reunirnos en memoria suya… Por eso hay tantas deserciones, tantos supuestos seguidores decepcionados, tantos pretenciosos rápidamente desaparecidos, tantos entusiastas defensores de “arrebatos místicos” indignados por tener que seguir la senda de los “locos”…
Seguir a Jesús es poner a su disposición nuestra persona, para que cuando hayan acabado con Él, cuando hayamos eliminado de este mundo su cuerpo, Dios siga haciéndose presente en el nuestro, y comiencen entonces con nosotros… y ahí no hay componendas, no sirven excusas: o lo aceptamos así, con plena consciencia y actitud libre e incluso ilusionada, entusiasmada; o, a pesar de no decirlo, renegamos de Él, aunque nos hayamos solemnemente consagrado a su corazón…
¿Seguirle? ¿Seguir a Jesús? ¡Sí! ¡Atrévete! Con una alegría desbordante y sin descanso. Pero no pretendas hacerlo con declaraciones grandilocuentes ni con rancias ceremonias de dedicatorias y promesas en la plaza pública, sino con la sencillez y honradez de una vida apasionada y arrebatadoramente compartida y entregada… hasta Jerusalén, hasta la cruz… sin miedo al rechazo y sabiéndote acompañado…
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