LLEGAR A LA VIDA (La Ascensión)

No es “subir al cielo”, sino “llegar a la Vida”; conseguir, por fin, divinizar ese cuerpo, que ya en su materialidad caduca transparentaba la luz de lo divino. Y es, precisamente, el hecho de no haber rehuido hacer a Dios visible en este mundo, a través de los límites inherentes a lo humano, lo que provoca trascenderlos tras la muerte. La Ascensión es saber por qué y para qué resucitamos, por qué y para qué nos otorgaron una vida finita convocándonos, sin embargo, a la eterna; es la luz definitiva, el cumplimiento, la plenitud. Es hacer verdad lo prometido. El único sentido de la resurrección es la Ascensión; y la salvación ofrecida no es un simple resucitar, sino llegar a la vida, “ascender al cielo”.

Nos sobrepasa de tal manera el misterio de Dios y de esa vida a la que nos llama, que incluso cuando Jesús nos lo hace evidente al revelársenos como el único Mesías, vencedor del pecado y de la muerte, resucitado, necesitamos asumirlo paso a paso para poder captar toda la riqueza del misterio. Y la Ascensión de Jesús es, precisamente, mostrarnos no ya el mero hecho incontrovertible de su resurrección, del poder creador y transformador de Dios; sino cuál es el horizonte en el que se inscribe una vida resucitada, cuál es la realidad cuya plenitud confiamos alcanzar: no la ya conocida de la tierra, sino la del cielo, es decir, la divina, la de su Reino ya alcanzado…

Por eso, como ocurría en las apariciones de Jesús resucitado a sus discípulos, el cómo ocurre, “la forma”, el novelesco “subir al cielo”, “ascender”, es anecdótico. S. Juan lo llama “ser glorificado”; otros: “sentarse a la derecha del Padre”… ¿qué más da?, la descripción no importa, porque siempre tendrá que ser una concesión a nuestra incapacidad para entenderlo, a la provisionalidad de nuestra existencia todavía terrena. Lo importante, lo fundamental, es el acontecimiento: el “por qué” de la muerte, el “para qué” de la resurrección. Y proclamarlo, anunciar que Jesús no sólo ha resucitado, sino que ha ascendido al cielo, es confirmar que no sólo es algo decisivo para Él, sino también para nosotros; pues todo lo acontecido en su persona desde que vino a compartir nuestra humanidad tiene que ver con nosotros, se convierte en decisivo para toda persona, para cualquiera de nosotros. Hemos de saberlo.

¿Y qué nos aporta ese llamar la atención, ese fijar nuestros ojos en la Ascensión?: Ante todo nos ratifica el “ya” de su Reinado. Además de evidenciar la fidelidad de su persona, también reivindica la verdad de su mensaje y el cumplimiento de su promesa, de la promesa de Dios al hombre desde su origen. Su resurrección y ascensión, en realidad inseparables, (así como su “entronización”), nos revelan el perdón definitivo de Dios, la reconciliación perfecta nunca merecida, el veredicto salvífico final decidido por Él, la meta humana: nuestra definitiva incorporación a su divinidad.

No podíamos asimilarlo todo de una vez. Y, así, primero hemos de pararnos perplejos y asombrados ante el hecho inverosímil de que haya resucitado, de que se haya levantado de la muerte y no sea un simple cadáver. Y, ya verificada a pesar de nuestra sorpresa su vuelta a la vida, hemos de fijar nuestra atención en cuál es esa vida a la que resucita, la perspectiva inimaginable de la definitividad y la plenitud ansiada y nunca antes constatada. Hemos de saber que es cierto que nuestra propia identidad personal (que sólo podemos experimentar como provisionalmente sujeta al cuerpo perecedero), tras ser resucitada no está ya destinada a un futuro incierto, sino proyectada a la Gloria, a ese “cielo nuevo y tierra nueva”, al hogar de Dios, donde congrega festivamente a su familia.

Como se les advierte a los apóstoles, no nos quedemos embobados contemplando a Jesús ascendiendo al cielo, sino sepamos que el crucificado ha resucitado para llegar, por fin, a la Vida, a la meta definitiva, a la que se encaminó decididamente y sin miedo mientras vivía nuestra misma vida; y que, por ello, le costó la muerte, la cruz. Y no temamos seguirlo, porque el hacerlo nos conduce hacia esa otra, la verdadera, Vida…

Porque adquirir conciencia de la Ascensión de Jesús, es también recoger el testigo que Él pone en nuestras manos: dejarnos llenar por el Espíritu Santo y proseguir su misión de hacer presente en este mundo al mismo Dios, visibilizar (ahora nos toca a nosotros), su amor y su misericordia, proseguir el empeño de su vida terrena. Es decidirse a recoger su herencia, ésa de la Última Cena, y hacerla efectiva. Es intentar, por encargo suyo, lo imposible: que no se note su ausencia, porque ahora su presencia se haga visible en el caminar de la comunidad de sus discípulos.

Celebrar la Ascensión es aceptar el encargo de Jesús: ahora Dios se arriesga contigo… ¿aceptas tú el riesgo divino?… Porque desde que Jesús “ascendió al cielo” tú eres la apuesta de Dios sobre la tierra….

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