Levántate y ve a Nínive son las palabras con las que comienza esa joya literaria que es el libro del profeta Jonás. Viene a ser, como es bien sabido, un compendio de todo el Antiguo Testamento, del mensaje que Dios quiere dirigir al hombre, a cada uno de nosotros y a todos, comunicándonos su voluntad: el perdón y la salvación; y convocándonos a nuestra misión: ser sus mensajeros.
Ponerse en marcha en nombre de Dios no es fácil. La docilidad sin más, la sumisión y obediencia, no parecen en principio formar parte de nuestras facultades innatas… Además las misiones de Dios, especialmente las de sus escogidos los profetas, siempre nos superan; y, constatando nuestra debilidad nos asustan: no somos capaces, no estaremos a la altura… En el fondo nos damos cuenta de que nos exigen dedicarle nuestra vida, ofrecérsela a Él y no a nuestros planes. Por eso Jonás comienza por rechazarla y huir. Tal y como hacemos nosotros: rechazar la perspectiva insólita que nos abre Dios, y huir de Él para promocionar lo nuestro, más controlable… Nos sentimos capaces de gestionar nuestros proyectos, pero no queremos estar dispuestos para los de Dios: son demasiado radicales, nos comprometen para siempre…
El rechazo a la misión que Dios nos propone lo expresamos de forma muy variable. Así, Jonás ni siquiera dice abiertamente “No” a Dios. Simplemente huye y se dirige al camino opuesto. Se embarca a otro horizonte, lejano de Nínive, en dirección contraria. En lugar de negarse, se orienta en otro sentido: ¿no nos reconocemos ahí…? ¿Para qué decir “No”, si basta con no hacer caso…?. Pero en otras ocasiones esa inicial resistencia a Dios toma otras formas; y muchas veces nuestra pereza y nuestro miedo ante lo que adivinamos comprometedor lo disfrazamos de indignidad propia y de modestia: ¡Ay Señor mío! Mira que no sé hablar, que soy un muchacho… (Jeremías) o: ¿Cómo yo, hombre de labios impuros, que vive en un pueblo de labios impuros…? (Isaías)
Y es que la primera reacción ante la llamada de Dios siempre es de resistencia. De incredulidad y resistencia. Primero la sorpresa: ¿eso por qué? ¿Por qué yo? ¿Por qué complicarme la vida y no dejarla seguir por el camino de la indiferencia y la rutina, de la inercia y de lo ya sabido? Y, tras la sorpresa, que hace despertar las alarmas, llega el temor, el recelo y la desconfianza. Y también, y aunque no siempre es del todo sincera, porque muchas veces encubre pereza y cobardía, la clara conciencia de absoluta incompetencia e indignidad. Pero cuando uno es honrado, esa resistencia se traduce en una sencilla y humilde, sincera, polémica con Dios, el cual, como buen conocedor de su criatura y de su incompetencia, capacita y anima, vence las objeciones con la garantía de su presencia, con la infusión de su fuerza y su espíritu: No digas que eres un muchacho; que a donde yo te envíe, irás; lo que yo te mande lo dirás. No les tengas miedo, que yo estoy contigo para librarte… y: Mira: esto [el ascua aplicada por los ángeles a la boca del profeta] ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado…
Jonás, probablemente porque sabe que ante Dios no valen nuestras razones humanas y nuestras justificaciones terrenales, no quiere debatir con Él y ser vencido… Opta por alejarse sin palabras, sin responder… y se embarca en la dirección opuesta… Como nosotros tantas veces: huyendo de la clara voz divina, inconfundible… No quiere ser profeta, su profeta. No lo acepta. Rehúsa.
Sin embargo, lo primero que deberíamos saber es que ni siquiera la vida que nos proponemos seguir está en nuestras manos; esas decisiones nuestras tan voluntarias y libres en apariencia, nos conducen de modo insospechado a lo imprevisto. Y lo para nosotros imprevisto, siempre es un soplo de Dios, Providencia suya… Jonás rechaza la voluntad de Dios, pero Dios se hace presente a través de ese rechazo, es decir a través de esa misma voluntad que le rechaza… Así, embarcado a las antípodas de Babilonia, la inconsecuencia de su vida le provoca el riesgo de perderse él y perder a todos los que están a su lado. Escapar de Dios es naufragar sin remedio, y, además, condenar a otros al naufragio: la completa negación de la aventura humana, la perdición propia y de los demás.
Pero aún en la catástrofe provocada por nuestra rebelión, por nuestra decisión de alejarnos de la voluntad de Dios, que se nos ha manifestado con toda rotundidad y que hemos rechazado con idéntica contundencia, Dios no abandona a nadie y, al menos, inspira lucidez para encontrar el remedio a nuestra maldad y a las consecuencias desastrosas de nuestro repudio. Por eso todos los pasajeros del barco, excepto Jonás, que queriendo desentenderse de Dios y de los hermanos duerme, perciben el rumor de Dios en la tormenta e intuyen que solamente Alguien puede salvar sus vidas. Y son ellos, por eso, los que despiertan a Jonás de su letargo obligándole indirectamente a tomar conciencia del tamaño de su ofensa y de la perdición de su vida por distanciarse de su dios. Parece que Jonás se ve reconducido a Dios, llamado a conversión y a penitencia a la fuerza (lo que él rechazaba para Nínive), y precisamente por quienes sin saberlo se han convertido para él en instrumentos de su Dios…
Y la exquisita paradoja de la obra de Dios con sus criaturas continúa y se hace todavía más cautivadora y sorprendente: tras conocer la confesión de Jonás, y con ello la majestad y gloria de su dios; y cuando a pesar de su reticencia en ser ejecutores del castigo por no erigirse en jueces ni verdugos, aceptan cumplir la voluntad de Jonás de pagar él solo las consecuencias de su infidelidad; al comprobar el desenlace, la salvación en la calma surgida tras tirarlo al mar, temen al Dios de Jonás. Jonás se ha convertido en lo que rechazaba: profeta de Dios, al asumir su culpa; salva a esos paganos y los convierte en fieles creyentes. La lección de Dios es entrañable y encantadora: Jonás no es profeta por voluntad propia, sino por decisión divina… y Dios profetizará por medio de su vida, aún en contra de su voluntad, aún en el ejercicio libre de su total oposición… Dios no lo necesita a él para hacerse oír y para ejercer su bondad, sino para que hunda su vida en Él y en su misión, para que él mismo descubra la salvación y la contagie, para asociarlo a sus planes. En resumen: huir de Dios es imposible, y la voluntad salvadora suya, a la que te pide te incorpores como enviado y testigo suyo, la va a hacer efectiva siempre, su plan de salvación no va a depender de tu pereza ni de tu cobardía. Lo que Él quiere de ti y te ofrece es su complicidad, que le acompañes, que compartas sus entrañas de misericordia y de bondad…
Y Jonás, lanzado al mar para apaciguar la tormenta, tras haber predicado, sin palabras y a pesar suyo, la conversión y salvación de unos paganos, es tragado por la ballena y aprende la lección. El que no quería anunciar la salvación de Dios y reclamar la conversión, constituyéndose así en renegado, acaba convertido él a través de los paganos… Y en el vientre del cetáceo ora pidiendo perdón… Y Dios, como siempre, escucha y perdona… Y la ballena expulsa a Jonás a la playa…
Y tras el perdón, Dios insiste y le recuerda por segunda vez cuál es su voluntad, su encargo: Levántate y ve a Nínive. Y Jonás marcha a Nínive. Y predica la conversión, convoca a penitencia, cumple su misión de profeta; aunque la sigue cumpliendo a disgusto, forzado. Sin embargo tiene éxito y Dios a través de su predicación convoca al arrepentimiento. Y los rebeldes a Dios, sus enemigos por antonomasia, hacen sincera penitencia y alcanzan el perdón. Una vez más Dios se arrepiente de las amenazas y otorga salvación: no habrá castigo. Como siempre: el triunfo del profeta es la misericordia divina. Misión cumplida. Ahora sí. Dios puede hacer patente su bondad.
Pero Jonás sigue a disgusto con Dios. Él no quería ser mensajero de bondad y de perdón, sino reclamador de justicia y castigo. Si la maldad de Nínive clamaba al cielo, merecía la destrucción anunciada y no el perdón, que él sospechaba, la misericordia que él ya intuía. Su reproche a Dios es inevitable: ¿No es esto lo que me temía yo en mi tierra? Por eso me adelanté a huir a Tarsis, porque sé que eres compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad, que te arrepientes de las amenazas. Pero, ¿cómo? ¿Jonás temía la bondad de Dios y su perdón?, ¿y por qué la imploró en el vientre de la ballena? La protesta, sin embargo, es certera: Dios no es justo; ni nos trata según nuestras culpas, ni nos paga según nuestros pecados. Pero cuando se piensa así, es preciso ir más allá: ¿es que si Dios fuera justo lo habría elegido a él? ¡Si no lo necesita para nada!: ¡lo ha hecho profeta sin quererlo él! ¡Cuánto nos cuesta aprender la lección cuando somos nosotros los beneficiados! ¿Por qué pedimos siempre cuentas a Dios del mal que no quiere, de la sentencia que no ejecuta, de la amnistía que concede? ¿Y por qué nunca le reprochamos que nos perdone a nosotros, que disculpe nuestros errores, que nos dé otra oportunidad?
La bondad de Dios con los demás nos provoca desconcierto y amargura, porque a pesar de escuchar su llamada al seguimiento y su voluntad de encargarnos su misión, no nos dejamos penetrar por Él, no nos decidimos a gozar de su bondad, a incorporarnos a su misterio envolvente. Y, en realidad, es eso lo que nos propone cuando nos llama para algo y nos encarga una misión, mostrando así su confianza inmerecida en nosotros. Pero cuando en lugar de hundirnos en Él, dejándonos atraer por ese vértigo de su Espíritu, lo recibimos como una amenaza a nuestros criterios y a nuestras ideas y actitudes, obcecándonos en nuestros ídolos no reconocidos; entonces lo consideramos como rival, nos resulta molesto, queremos evitarlo, nos alejamos.
¿Cuál es, pues, la última lección del libro de Jonás?: que negarnos a la bondad nos amarga y nos lleva a renegar de Dios, que no es sino bondad. Pero que Dios sigue en su empeño de bondad, y con una sonrisa, con humor y con cariño, nos abre los ojos a la evidencia para que venzamos nuestra resistencia a ser agentes de piedad y nos unamos a su alegría, a la alegría de la misericordia y del perdón; que divinicemos nuestra vida, en lugar de pretender humanizar a Dios…
Lo que nos amarga la existencia no es tanto el mal que padecemos o que nos sobreviene, como el negarnos a la bondad, que siempre nos parece absurda; el querer condenar a los demás cuando sabemos que Dios, tal como ha hecho con nosotros mismos, busca misericordia y perdón, salvación para todos. Queremos ser los únicos salvados, los privilegiados; más aún, los exclusivos. Descubrimos que Dios es tan generoso y bondadoso, tan incomprensiblemente cariñoso y tierno, que nos convoca a gozar con Él de esa ternura y delicadeza, asociándonos a su bondad y mansedumbre; y, como a Jonás, nos molesta comprobar tanta debilidad y tanto amor en Él…
También de nosotros, como de Jonás, espera Dios la respuesta definitiva, cuando tras la lección que nos da, nos dirige su sonrisa indulgente y acogedora unida al interrogante cariñoso: ¿Tienes derecho a irritarte? ¿Querías que olvidara a Nínive? ¡Si no te he olvidado ni siquiera a ti!…
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