Ser morada de Dios en medio de este mundo y viviendo nuestra propia vida. Aportar con nuestra persona, allí donde estemos, la presencia y compañía del mismo Espíritu Santo, de la misma comunión divina, y convertirnos en lugar de encuentro con Dios para quien está a nuestro lado. Ser el sagrario abierto donde Cristo se hace presente irradiando su luz y su alegría, sus palabras confortadoras, su perdón y su paz. No sólo conservar la memoria y el recuerdo de Jesús y su evangelio, sino completarlo y ofrecerle a Él seguir encarnándose en nuestro propio cuerpo, en nuestro ser y nuestra existencia en este mundo… es decir: vivir en este mundo sin ser de este mundo, al igual que hizo Él, el Maestro; al igual que Jesús, cuyo Reino no es de este mundo…
Consentir en ser divinizados, permanecer en su amor de tal modo que nos penetre hasta el punto de asociarnos a su propia identidad, ser tan íntimos suyos que, sin que se nos pueda confundir con Él, se nos vincule necesariamente a Él… que se le palpe a Él en nosotros, su delicadeza y su caricia en nuestras manos, que se le vea y se le oiga a través de nuestra voz, de nuestro dejarnos invadir de su Espíritu, el Espíritu divino… No huir ni rechazar este mundo, sino reconocerlo y vivirlo al modo de Dios, tal como lo hizo Jesús mismo: ser hombre sin desmerecer ser Dios…
En realidad, dejarse iluminar por la luz que aporta la persona de Jesús al mundo, es llegar por fin a lo nuclear, a lo más íntimo de nuestra propia persona, y captar así el auténtico fundamento de nuestro misterio, misterio que envuelve a Dios, a nosotros mismos y al mundo; y, con ello, ponderar la dimensión real de la libertad y del horizonte de infinito que nos anima. Jesús se convierte para sus discípulos, y por extensión para toda la humanidad, en el acceso a Dios y en el acceso a la propia persona, fundiendo en sí ambas realidades y convocándonos a participar, como Él, de su vida… sintiendo esa intimidad e identidad inexplicable entre nuestro ser personal inextinguible y la misma divinidad de la que nos dejamos penetrar…
Y dejarse penetrar por Dios, asumir la unidad y comunión con Cristo, incorporarnos a la divinidad, nos permite llegar por fin a ser quienes estamos llamados a ser, reconocer nuestra propia identidad, dejar de ser proyecto para acceder a la Vida, la auténtica, la presentida y anunciada, la única deseada y que se nos escapa siempre de las manos cuando pretendemos alcanzarla… porque esa intuición profunda de que nuestra vida no es nuestra, de que buscándola la perdemos, es cierta… nuestra vida sólo llega a ser nuestra cuando la sumergimos en Dios y en su Mesías, cuando Él la envuelve, cuando envolviéndola la penetra otorgándole el aliento de su Espíritu y cuando, de ese modo, la comunión, la unidad y la alegría son más que un deseo, y se convierten en algo imposible de ser arrebatado…
Por eso también nos dice: que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde… ya no hay motivo de temor o de vacilación, sólo necesitamos asumir nuestra identidad, aceptar la intimidad de Dios, dejarnos divinizar, aceptar su encargo, ser su morada, vivir su locura…
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