El matiz provocador y escandaloso de la propuesta del evangelio, de la convocatoria de Jesús a constituirse en la comunidad de sus discípulos, no lo da el contenido de lo que nos pide a sus seguidores; sino, por encima de todo, el modo como nos exige llevarlo a cabo. No es tanto el amor, incluso a los enemigos; sino ese como yo os he amado. Porque lo desestabilizador y subversivo de Jesús, en definitiva, no es proclamarse Mesías o criticar una religiosidad desencarnada de la propia vida y adormecedora de la conciencia al ocultar el verdadero sentido de las promesas de Dios y su Alianza; sino su forma de vivirlo, la intensidad y profundidad inimaginable e incomprensible en que se desarrolla su fidelidad a la voluntad del Padre, y que marca su persona de tal modo, que se hace imperativo proclamar algo insospechado, una absurda y contradictoria conclusión: su identidad es divina, ese hombre era Dios… Y ése es el resumen de su vida en las palabras definitivas de un testigo de su muerte: Realmente, este hombre era Hijo de Dios.
Si Jesús, el Cristo, ese judío de Nazaret, marginal y marginado, ha marcado el curso de la historia de la humanidad, no ha sido por una actividad puntual o un detalle concreto de su vida ni por una hazaña heroica o de especial relevancia en el terreno de “los hechos”, sino por lo que podríamos llamar su peculiar personalidad, su rareza o extrañeza respecto al resto de los humanos. Su misma resurrección, presentada como el acontecimiento definitivo no supone sino la confirmación, ahora ya incontrovertible, de sus inauditas y desmesuradas pretensiones de cumplimiento y plenitud.
Porque lo que manifiesta la vida de Jesús es precisamente eso: sensación profunda de cumplimiento y plenitud. Una existencia rebosante de vida, pero de vida vivida en unas dimensiones de profundidad y con un horizonte de definitividad y plenitud imposible de imaginar por nadie e inaccesible hasta ese momento de la historia para nadie.
El que Jesús suscite la enemistad, la oposición, e incluso el odio, que pone de acuerdo a enemigos aparentemente irreconciliables al objeto de condenarlo y hacerlo crucificar, es evidente. Lo pone bien de manifiesto los relatos de su Pasión; pues ésta, en definitiva, no se debe tanto a lo que dice y hace (condenas “oficiales” aparte), sino al cómo de su vida: a su increíble autoridad sin ejercer el poder, a su siempre sorprendente e imprevisible delicadeza y ternura, a su perdón incondicional y su acogida indiscriminada, a su insoportable transparencia y bondad…
El interrogante y el malestar ante Jesús provienen siempre de esa forma comprometida y exigente que se revela en el detalle más insignificante de su vida, en ese abismo al que parece convocar siempre su presencia y su cercanía, su contacto, sus palabras y sus gestos, todo Él… es una hondura que atrae irresistiblemente, sumergiendo en el misterio de Dios y en el enigma de la vida; y que, a la vez, convoca a una perspectiva de tal trascendencia y magnitud, que deslumbra e impone al mismo tiempo…
El primer encuentro con Él provoca forzosamente desconcierto y asombro; y, cuando no se quiere disimular ni negar su impacto, cuando uno se ve forzado a reconocer que “sólo Dios puede ser hombre de esa manera…” se ve también impulsado a depositar en Él todos sus interrogantes e inquietudes, y a esperar de Él justamente lo que nos escandaliza y desequilibra: acogida, ánimo y aliento, palabras de convocatoria y seguimiento, decisiones radicales y comprometedoras… y uno, después de haberlo encontrado, ya no puede dejarlo pasar, porque no deja indiferente a nadie… ya no has de buscar en ningún otro lugar, Él es el único acceso a Dios y a ti mismo…
Al: venid y lo veréis, con que responde Jesús en el inicio del evangelio de Juan al deseo de conocer dónde vive, expresado por aquéllos que se sienten inexorablemente atraídos por Él; le seguirá el: Señor, ¿a quién vamos a acudir?, cuando sea Jesús quien les emplaza a permanecer unidos a Él o abandonarlo como hace el resto del pueblo, escandalizado e indignado por su exigencia de incondicionalidad. Y, ya al final de su vida terrena declara Jesús solemnemente la radicalidad y contundencia de su llamamiento a la unidad y comunión con Él, cuál es su identidad y la de los suyos: Amaos como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros. El acento no está en el amor sino en el como yo; y es bien patente que justamente ese acento es el origen del escándalo y del aspecto subversivo e intolerable de los cristianos, si son fieles a Jesús…
El amor, la piedad y la benevolencia, incluso frente a los enemigos; y el perdón y la misericordia, se ha predicado por muchos grandes personajes y ha sido practicado con sencillez por muchas personas humildes y anónimas en la historia de la humanidad; no es exclusivo, ni mucho menos, de Jesús y de los cristianos. Pero vivirlo como Él, nadie lo hizo antes que Él… es vivirlo como Dios… y provocarnos a vivirlo también nosotros así: como Dios… Centremos, pues, ahí nuestra atención y nuestro deseo ilusionado: no solamente en amar y ser buenos, compasivos y misericordiosos; sino en serlo como Él, es decir, como carne de Dios, como dioses por participación, por comunión… Vivamos tan excéntricamente como lo hizo Jesús, como vive Dios, estemos entusiasmados en acoger y recibir, en olvidarnos de nosotros porque estamos siempre ocupados en el prójimo, en no necesitar ni siquiera dictar normas y consejos sino vivir felices en la entrega total. Pongamos todo nuestro esfuerzo en ofrecer nuestro trabajo, nuestro tiempo, nuestra energía y conocimiento, todo lo que somos y tenemos, en amar indiscriminadamente, apasionadamente; y entonces, que nos surja siempre esa inquietud obsesiva: ¿estaré amando como Él?… Y cuando sincera y honradamente nos demos la respuesta, pidámosle perdón a Él y a los hermanos… Y tras el seguro perdón suyo, una vez más, y su renovada promesa de acompañarnos si permanecemos en Él; entonces, decidamos si es verdad no solamente que queremos vivir y amar, sino que queremos hacerlo como Él lo ha hecho…
Como discípulos suyos es nuestra única señal de identidad: la unidad y la comunión de sus seguidores, de su iglesia, que ha descubierto ese profundo secreto divino: la gloria es la vida entregada y compartida, la vida de Dios, Él mismo viviendo en nosotros, porque manifiesta su fuerza y su poder, su Espíritu y su amor, a través de nuestras personas. Se trata de eso: “demostrar que la utopía es posible, que Dios es Padre y los hombres pueden ser hermanos, hacer brillar en medio del mundo la gloria de Dios, su amor leal al hombre” (Juan Mateos).
Deja tu comentario