La resurrección de Jesús, la Pascua cristiana, no es una noticia sobre él, sino un encuentro con Él. Es el encuentro definitivo y pleno, el que nos decide a reconocerlo como quien realmente es: el Mesías, el Cristo, el Hijo de Dios. Comprobar y experimentar que vive más allá de la muerte sufrida y de su confinación al sepulcro, disipa por fin nuestras dudas y recelos, nuestras indecisiones y reservas. Se desvela su misterio.
No somos cristianos porque seguimos a Jesús, porque apreciamos el testimonio de una vida ejemplar e incomparable o porque nos convence su doctrina; ni siquiera porque tiene un aura misteriosa y enigmática que parece contagiarnos amor y santidad. No. Somos cristianos porque nos atrevemos a confesar, contra toda evidencia, que ha resucitado. Es lo insólito de la fe cristiana y su fundamento: afirmar que hubo un muerto, crucificado públicamente y sepultado, el cual, contra todo pronóstico, sin que acertemos a explicarnos cómo, resucitó; y anticipa así una vida distinta y definitiva para la humanidad más allá de nuestras apariencias y de nuestras inevitables limitaciones.
Y además, por otro lado, la resurrección no constituye un hecho aislado y desconectado de su vida, sino que justamente es aquel acontecimiento que dota de coherencia y continuidad a todo lo experimentado durante su vida mortal. Por eso al constatar ese dato nuevo y no previsto, sus discípulos salen con ello de la incomprensión y del asombro que les embargaba siempre cuando lo acompañaban y seguían, y alcanzan a dar razón y poder resumir lo que había sido su existencia. La muerte da coherencia a su palabra y a sus hechos, a su mensaje y a sus expectativas; y, con ello, le da la razón en sus pretensiones y en sus exigencias.
Qué necios y torpes somos para comprender a Dios. Nos empeñamos en encajarlo en nuestros pensamientos y en buscar entenderlo desde nuestras expectativas; y fracasamos siempre, porque lo queremos “a nuestra imagen y semejanza”, y nuestra escala de medir es siempre caduca y mezquina, pobre y miserable. Pero cuando dejamos que sea Él el espejo en el que mirarnos, cuando aceptamos que somos nosotros los que estamos creados “a su imagen y semejanza”; y, por tanto, asumimos su vida y su muerte, su resurrección y su perdón, entonces todo cobra sentido, aunque no por eso sea comprensible. Porque no es lo definitivo nuestra limitada y corta capacidad de comprensión, sino la profundidad de nuestra vida nueva, indefinible, resucitada. Eso es lo que Dios nos invita a experimentar, a descubrir y a esperar.
No busquemos, pues, más; ni nos interroguemos más. Dejémonos, simplemente, encontrar por el Resucitado.
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