UNIDAD Y COMUNIÓN (Jn 10, 27-30)

El evangelio de Juan no pretende definir dogmas sino transmitirnos una experiencia insólita y revolucionaria, sin duda subversiva: la de haber palpado al mismo Dios en Jesús; y, en consecuencia, haberse visto irremediablemente confrontado con el misterio divino de tal modo, que la vida no podía ya mantenerse en los mismos términos que antes. El impacto de la huella de Jesús era tal, que transformaba por completo la realidad personal de quien estaba a su lado y, como íntimo suyo, se alimentaba de su palabra y de su vida. Y la admiración y la sorpresa  de poder tocar la bondad de Dios con nuestras manos se transformaba irremediablemente en amor incondicional cuando se tenía la sensibilidad del discípulo y se dejaba uno envolver por sus palabras.

En ese trasfondo joáneo de la increíble cercanía de Dios a nosotros en Jesús; en ese entorno delicadísimo de cariño y de ternura que transmiten tantas palabras íntimas suyas como el autor del evangelio nos narra en sus discursos, aparecen como ideas fijas esas referencias y llamadas obsesivas a la unidad y comunión a dos niveles: divino y humano. En la identidad de Jesús: Yo y el Padre somos uno; y en la identidad de sus discípulos: Que sean uno, como tú y yo somos uno.

La unidad y la comunión no son consecuencias de la fe cristiana, sino condición para comprenderla y vivirla. Por eso nos cuesta tanto entender la vida a la que nos convoca Jesús: porque queremos que sea consecuencia de nuestra decisión, y no regalo y horizonte  en el que nos tenemos que sumergir; es algo que no depende de nuestra voluntad, sino de la forma de vivir inaugurada por Él y que nos propone también a nosotros. Puede que sea el mayor error y el mayor déficit de la Iglesia institucional: no aparecer como una comunidad de seguidores, sino como una asociación de creyentes. Porque a lo único que convoca y llama apasionadamente Jesús es a formar un discipulado que comparte el seguimiento y la vida.  Suscribir un Credo, aunque ello me suponga la muerte, es una decisión individual y me afecta y compromete únicamente a mí; pero el discípulo de Jesús depende de Dios y de la comunidad en la que Él se hace presente, y sabe que su vida y su actividad comprometen también a la comunidad, del mismo modo que su propia vida se nutre de ella.

Por eso, en esa atmósfera inimitable de su evangelio, coloca Juan el discurso del Buen Pastor, y lo que nos dice con él es precisamente que ser una de sus ovejas es estar inquebrantablemente unido a Él, de modo que la separación será imposible, porque conocer las ovejas a su pastor, escuchar su voz, es recibir su misma vida, identificarse con él, ser así divinizados de forma que ahora ya no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano… En unos densísimos versículos Juan nos presenta a Jesús como el Buen Pastor, precisamente por el simple pero definitivo hecho de conocer a sus ovejas y ser conocido por ellas, permanecer unido a ellas y ellas, a su vez,  voluntariamente unidas a Él, reconociéndolo como su único guía. Porque, como es bien sabido, conocimiento en el evangelio de Juan es sinónimo de amor, no de intelectualismo…

Es un brevísimo discurso de optimismo y fortaleza; más aún, de triunfo indiscutible de Dios y su locura, precisamente por su desafío a la pretensión de comprender y con ello dominar a Dios en su discurso, que tienen las autoridades religiosas que lo escuchan. Jesús declara solemnemente la paradoja divina: el mal y el anti-Dios forjado por nuestra presuntuosa voluntad de ser justos y estar a la altura de su majestad, es impotente frente a Dios y solamente logrará llevarlo a la cruz… pero no destruirlo ni arrebatarle nada… Y la imposibilidad de acabar con Dios se extiende a sus ovejas: conocer al pastor es garantía de inmunidad…

¿Se te ocurrió pensar alguna vez que reconocer en Jesús la voz de Dios te iba a llevar a sumergirte en misterios insondables que te elevarían por encima de lo humano y te harían inmune a cualquier intento malicioso de destrucción o de aniquilamiento?…

¿Te atreviste a considerar que la omnipotencia divina, si permanecías unido a Cristo, Buen Pastor, te mantendría incontaminado de maldad y de los intentos desgarradores de lo perverso de lo humano?…

¿Creíste poderte mostrar serenoy seguro, a pesar de tu fragilidad y de tu débil condición, porque habías confiado en ese Jesús que sólo sabe vivir olvidándose de sí mismo y derramando bondad y mansedumbre? …

¿Pensabas que tu confianza en Él y su solicitud por ti son suficiente garantía para poder librarte de todos los recelos, envidias, y hasta odio que acompaña su camino y le lleva hasta la cruz?…

¿Podrás tú acaso permanecer indemne en un mundo emponzoñado, no hundirte en el lodo ni naufragar en el abismo?…

No hace falta, sin embargo, responder a tanto interrogante. Él lo ha dicho bien claro, y forma parte de su enseñanza, de su promesa y de su legado: Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano

No hay, pues, duda posible: la comunidad cristiana es indestructible, su rebaño vive ya de la trascendencia, está divinizado en la medida que conoce a su Pastor y está incorporado a Él. Y ése es el único detalle decisivo: hay que ser de su rebaño… hay que dejarse acariciar por su mano y reconocer su voz inconfundible, hay que saber identificarlo entre tantos asalariados, interesados y malintencionados. Hay que desechar las voces engañosas dispuestas a confundir y extraviar…

Y los signos de su rebaño, de la pertenencia a esa familia suya, indestructible aún llegado el caso de la cruz, son también claros para Juan: unidad y comunión. No está hablando de estructuras sino de vida, no de eficacia y buena gestión sino de delicadeza y de ternura, no de leyes y autoridades sino de servicio y de entrega… ahí están los signos de la comunión y de la unidad de su rebaño y la garantía divina de su permanencia, de su carácter indestructible, de su eternidad. Nada ni nadie puede arrebatárselas a Dios. Nada ni nadie puede arrancarnos de Él, nuestro Buen Pastor, si al identificar su voz hemos acudido a su llamada y nos hemos incorporado a su rebaño.

Y porque la unidad y comunión de su rebaño es invencible, ha de ser forzosamente ámbito celebrativo, fuente de gozo y fortaleza, de asunción de cruz y anuncio de resurrección: es la presencia de Dios en este mundo, el cuerpo físico de Dios en continuidad del de Jesús, su sacramento.

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