¿VOLVER A LA NORMALIDAD? (Jn 21, 1-13)

¿Por qué nos cuesta tanto reconocer a Jesús cuando nos sale al paso? ¿Por qué sus propios discípulos no saben reconocer la identidad resucitada de quien ha sido tanto tiempo su Maestro? Solamente queremos reconocer a Dios en nuestras previsiones, por eso nos es tan difícil aceptarlo cuando se presenta de improviso, sin esperarlo. Parece que pillarnos desprevenidos nos incapacita para saber que es Él… Y, sin embargo, es su forma más delicada de salir a nuestro encuentro, y la más respetuosa con nosotros: simplemente nos acompaña, comparte nuestra tarea diaria, la rutina de nuestra vida, se entremezcla en nuestra actividad sin más presentación para hacerse fuente de una alegría imprevista, de una sorpresa, de lo inesperado…

Hay apariciones solemnes sí, pero son excepciones. El resucitado se nos hace presente más bien en la cotidianeidad de nuestra vida y en las tareas y circunstancias habituales, precisamente para transformarla y dotarla de ese sentido profundo que se nos va escapando poco a poco y nos hace perder la ilusión y el gozo del discipulado. Así, incluso la tan conocida y dominada tarea de pescar, cuyas condiciones y técnica conocemos y dominamos desde tantos años, y que nos ha dado lo que somos y tenemos, cobra nuevas dimensiones, nunca sospechadas, por el simple hecho de hacerla en nombre del resucitado y según sus designios…

Tras la constatación del evidente fracaso de la vida de Jesús, cuyo cadáver muestra claramente adónde conduce su pretensión de vivir en este mundo “a la manera de Dios”; es decir, desde la llamada a la misericordia y la bondad, los discípulos no pueden ocultar su decepción y su miedo. La perspectiva de vida que les había abierto Jesús, la ilusión y alegría que contagiaba, el entusiasmo por construir otro mundo, el de Su Reino, los claros signos con que acompañaba sus palabras, la acogida y el perdón incondicional que ofrecía indiscriminadamente; todo queda truncado y, en la apariencia objetiva de los hechos, desautorizado por el mismo Dios, a quien Jesús invocaba como Padre y que, sin embargo, no ha acudido en su ayuda, no ha evitado su ruina, y ni siquiera se ha manifestado en su favor como sí que había hecho en otros tiempos en las célebres teofanías de Moisés o Elías, a los que reivindicó de esa manera ante autoridades y pueblo. Con Jesús las cosas han ocurrido de otra manera, y el silencio de Dios en la cruz es significativo al parecer de todos, incluidos sus amigos íntimos, cuyas esperanzas quedan defraudadas. ¿Habrá que volver a la vida normal, a “la realidad”?.

Pero Jesús, ahora ya muerto y resucitado, sigue insistiendo: ¿No me conocéis? ¿No veis que soy yo en persona? Parece así que sus apariciones puedan otorgar algo de luz a lo sucedido y, con ello, al conjunto de su vida, con su apremiante convocatoria y sus extrañas e incomprensibles pretensiones. Esas apariciones de quien había sido constatado como cadáver y sepultado, siguen siendo anuncio y exigencia de una forma distinta de vivir y de un horizonte de trascendencia que alumbraba ya a través de su persona durante los años que compartía nuestra humanidad. Sin embargo el primer resultado de las apariciones de Jesús a los suyos es ambiguo: les llena de inmensa alegría, pero no parece suponer ningún cambio ostensible en sus vidas, más allá del convencimiento de que ciertamente Jesús venía de Dios, su mensaje era verdadero y sus palabras se cumplirían; algo así como una renovación de las promesas de Dios a través de Él. Pero, en definitiva, promesa… no realidad patente… es decir: algo a esperar, anuncio de acontecimientos futuros de plenitud. Porque si se tratara de cumplimiento definitivo (pensarían los suyos), no habría solamente apariciones, sino poder efectivo, manifestación clara y evidente de la supremacía de Jesús; y en ese caso su comunidad de seguidores podría constituirse como una “secta” más del judaísmo apocalíptico, similar a la de Qumran, aunque con las pruebas ahora evidentes de ser la genuina familia de Dios.

Tal vez por eso el final del evangelio de Juan nos presenta a los apóstoles en su regreso a la normalidad de su vida: en su Galilea natal y en sus quehaceres pesqueros. Y tal vez también por eso, el dejarse ver Jesús resucitado sigue apareciendo difuminado, entre velos, sin ser capaces de reconocerlo claramente desde el principio, necesitados de signos que lo evidencien y manifiesten su poder, tal como había sucedido durante su vida. ¿Vuelta a la “normalidad”?.

Pero, ¿cómo volver a “la normalidad” después de lo acontecido? ¿Cómo considerar ahora “normal” una vida sin Él? ¿Quién puede vivir de la misma manera tras ver y tocar, palpar, a Cristo resucitado? Ya resultaba grave haber caminado a su lado, siendo testigo de cómo Jesús vive su vida, entregándola, desviviéndose por los demás, y no dejarse inundar por esa fuerza huracanada del Espíritu que surgía de Él. Pero si, además, tras su crucifixión, se muestra vivo y ya indudablemente divino, parece que volver a nuestra vida previa, a nuestra supuesta “realidad”, es un auténtico disparate, un evidente rechazo, o una obstinada ceguera.

Ciertamente, y podemos suponer que ése es el caso de los discípulos, también puede deberse a una actitud de serenidad y paciente espera, confiada y abierta, a esa nueva realidad inesperada a la que son convocados por el mismo Jesús, el cual los había reunido, constituido en amigos y herederos, y prometido su presencia. Creo que eso es justamente lo que quiere recalcar S. Juan: el asombro, la magnitud del suceso, lo inesperado de la resurrección, que desborda la previsión más optimista, requiere su asimilación por parte de ellos. Y, como siempre, esa asimilación supera sus fuerzas y es únicamente Jesús quien puede proporcionarla; porque ellos están perplejos y en colapso…  Pero, evidentemente, si Jesús ha resucitado no pueden volver a la normalidad… o, dicho de otra manera: desde que Jesús ha resucitado sólo pueden vivir en la anormalidad y la extrañeza en la que vivió Él mismo…y eso aún no lo han entendido.

Porque incluso reconociendo a Jesús, teniendo fe en Él, nuestra inevitable tendencia a situarlo en el marco de nuestras previsiones y expectativas es tan grande, que ha de corregirnos Él mismo, y no una, ni dos, sino hasta tres veces… y dirigir Él mismo esa apertura al mundo nuevo al que nos llama. Tal vez en ese contexto debemos situar todo el simbolismo de esa última aparición del evangelio de Juan, manifiesto en los detalles.

Así: no es la iniciativa nuestra la que lleva a obtener fruto de nuestro esfuerzo, sino la palabra de Jesús: es en su nombre y según su palabra que hay que lanzar la red…  nuestro actuar es siempre ciego, en la oscuridad de la noche; mientras que Jesús trae la luz del día…  sólo desde el amor surge el reconocimiento de Jesús: quien lo identifica es el discípulo al que tanto quería, (el que tanto le querría)…  y los discípulos no van a comer con Él de los peces que ellos han pescado con su red, sino el que Jesús les prepara a ellos…  no es la comunidad de discípulos la que prepara la celebración, sino el resucitado…

¿Volver a la normalidad tras el Domingo de Pascua? Imposible. Nuestra vida materialmente tal vez no cambiará en sus circunstancias y seguiremos haciendo lo mismo, pero de otra manera. Y esa otra manera es hasta tal punto determinante del horizonte y del sentido profundo de ella, que nos hace, nos ha de hacer imperiosamente, vivir y sentirnos distintos. La rareza, la contradicción, el escándalo y la temeridad de la misericordia y el perdón, el absurdo y el despropósito de la bondad y del servicio, la paz y la alegría irreprimibles, el desconcierto de la absoluta disponibilidad y de la entrega, de la confianza y la acogida… todo ello es ahora irrenunciable e ineludible, porque es lo que nos hace posible y a lo que nos urge el Jesús resucitado. Es a su manera como hemos de identificarle y seguirle, y no a la nuestra; no es una llamada lejana de Dios desde lo alto, a la que cada uno debe responder con su propia ruta que lo conduzca hasta Él, sino que el Cristo resucitado es el único camino que conduce al Padre… Por eso los sigue convocando desde la comunión y el discipulado. Y ya no necesitamos preguntarle quién es, porque sabemos bien que es el Señor

Ya no se puede volver a la normalidad… Ya no podremos nunca vivir como antes…

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