Nietzsche puso de moda hablar de “la muerte de Dios”, aunque no fue el primero en hacerlo; y no ha habido pensador, filósofo o teólogo posterior a él, que no haya querido tomar parte en ese funeral. Pero era un entierro ideológico, matar a Dios en nuestro pensamiento y con nuestro pensamiento, en el terreno de las ideas y de los ideales, de la plausibilidad o no de la fe, especialmente de la fe cristiana; se trataba de la inteligencia y de la ciencia, de la voluntad y los conceptos.
Los cristianos hablamos sin tapujos de una muerte más absurda e incoherente, necedad y locura; decimos que el fundamento de nuestra fe en la divinidad es un Dios físicamente muerto, un Jesús ajusticiado, sepultado, eliminado violentamente de este mundo. No nos asusta “la muerte de Dios”, sino que la precisamos cargándola de contenido, de realidad y de sentido. Sólo nos provoca le fe un Dios muerto; encarnado en Jesús y muerto como cualquier persona. Solamente creemos en quien una vez fue cadáver y “descendió al infierno”…
Los que hablan de la muerte de Dios lo hacen para eliminarlo de sus vidas; los cristianos lo hacemos para celebrar la única forma digna y justificada de entrar ineludiblemente en las nuestras y en la realidad, en la auténtica Vida. Que Jesús, siendo Dios, haya muerto es lo que nos da sentido y coraje para vivir. La omnipotencia del Dios cristiano, si queremos hablar en lenguaje filosófico-teológico, es tal que puede hasta lo imposible: morir. Morir para vivir. Morir para resucitar. Incluir la muerte en su eternidad. No decimos únicamente que aquel hombre, Jesús, ha muerto, sino que en Él estaba el mismo Dios, y su muerte como humano que era, supuso morir Dios. Es el colmo de la paradoja y del absurdo, el sinsentido supremo para el filósofo: Dios desciende de su divinidad y se humaniza (primer supuesto incomprensible, si no es como una mera teofanía…), pero se humaniza al extremo de padecer el aniquilamiento de lo humano, de entrar en aparente contradicción consigo mismo y sufrir la muerte… ¿no es una contradicción absurda un Dios muerto físicamente? ¿La plenitud del ser y su carencia?
Pero los datos de nuestra fe no engañan y jamás los cristianos los hemos tenido que corregir a lo largo de la historia: ese hombre Jesús estuvo muerto, fue un cadáver sepultado tras un suplicio brutal que destrozaba por completo el cuerpo del condenado. No hubo duda. Hasta el punto que cundió el desánimo, y el estrepitoso fracaso de su vida podía darse por supuesto.
Y, sin embargo, contra todo pronóstico y contra toda esperanza, sin explicación plausible y de modo incomprensible, inexpresable, los que lo habían visto morir lo vieron vivo, resucitado. Las apariciones sorprendentes pero constatables, y la tumba vacía atestiguaron un misterio sin precedentes y condujeron a concluir otra lógica, superior a la humana, y coherente, ahora sí, por fin, con los parámetros extraños, originales e inusitados por los que regía su vida ese Jesús cuyo cuerpo había sido enterrado tras su crucifixión.
De hecho, ya antes de morir, su forma de vida vino marcada por la contradicción y el sinsentido, por el escándalo, la originalidad incomprensible, y el aparente absurdo de una doctrina y una actividad injustificables, y con pretensiones inconcebibles de autoridad divina y de horizontes trascendentes. Justamente ese acúmulo de contradicciones, así como de absurdas pretensiones era a tal extremo provocador, que fue lo que le condujo a morir crucificado. Fue una vida, repito, en un aparentemente estúpido sinsentido; siendo evidentemente humana, era tan distante de los patrones humanos habituales de sensatez y cordura, que sólo si Él era realmente Dios podría reivindicarse como digna de las personas… por eso merecía la muerte, porque era evidente que no podía ser Dios…. y una persona humana no puede vivir en este mundo de ese modo… y eso se percibe hasta en su muerte: solamente Dios puede morir de esa manera tan vil y de tanta bajeza, pero con tan sublime dignidad y sin que su autoridad decaiga…
Puede, pues, afirmarse sin titubeos:
“No ha existido en toda la historia de los hombres un gesto más cargado de creatividad, un signo más revolucionariamente poderoso y transformante, que la entrega impotente de Jesús sobre el calvario.” (X. Pikaza)
A esa frase no le sobra ni una palabra. Porque precisamente como fruto de la libertad humana, la misma que quiere matar a Dios en sus cerebros, la historia está tejida de incoherencia a causa de la maldad, de la imprevisión, de nuestra insensatez, de la voluntad de poder y de dominio (de la que no están exentas, es bien sabido, las religiones, civilizaciones y culturas más refinadas), de la autoafirmación del yo y la sumisión conformista a ese “nosotros” colectivo de la sociedad humana, que se nos presenta como ajeno e impuesto, pero despiadado, nada divino… pues lo divino habla de comunión con Cristo y los hermanos, de su cruz y de la nuestra, de su muerte y la mía, de su resurrección y mi salvación…
Porque únicamente desde lo divino, y lo divino al modo de Jesús y de su cruz; es decir, desde el absurdo y el sinsentido de un Dios muerto, logra coherencia (una aparentemente absurda y paradójica coherencia), la incoherencia en que navegamos… Porque es verdad: Dios murió, pero no en el siglo pasado ni en la aguda mente de tantos cultos personajes, sino hace dos mil años, en una cruz, en Jerusalén… fue el origen de nuestra salvación, de la auténtica reivindicación de lo humano, del sentido de la vida…
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