PASCUA
Es justo y necesario, Señor,
aclamar tu nombre y bendecirte
en este día de resurrección.
Aunque todavía vivimos en la penumbra de la fe,
vislumbramos, como María Magdalena,
que ha sido removida la losa
que pesaba sobre nuestras esperanzas.
Hemos oído el anuncio gozoso del ángel:
Tú has resucitado a tu Hijo de entre los muertos.
Y has querido que esa nueva creación, que es su cuerpo glorioso
irrumpa dentro de nuestra vieja tierra,
para que todos podamos percibir
ese nuevo comienzo de nuestra historia.
El resucitado es el Jesús terreno,
no su alma sin cuerpo, sino él mismo, su persona,
un ciudadano de nuestra tierra,
sujeto de nuestra historia.
Por eso, una inmensa esperanza surge en nuestros corazones
Y rompemos a cantar con los ángeles y los santos:
SANTO, SANTO, SANTO…
Santo eres, Dios, Padre nuestro,
porque la resurrección de Jesús se apoya en ti,
y ahora también queremos percibir,
bajo el velo de los signos sacramentales,
la voz de Jesús, que nos dice: “soy yo, no temáis:
tocad mi cuerpo; sacad pan y vino;
celebremos la fiesta de la nueva vida”.
Porque es Él quien nos reúne hoy,
como aquella noche santa
en que tomó el pan, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo:
TOMAD Y COMED TODOS DE ÉL…
Ante este regalo de tu amor, Padre,
sentimos el pasmo y el temor,
pero también el gozo y una profunda alegría.
Contagiados por el testimonio y la fe de los apóstoles,
tenemos la experiencia de que la causa de Jesús sigue viva
sentimos a su persona caminando junto a nosotros
como quien ha inaugurado y sigue instaurando
las primicias de un futuro inusitado para el mundo.
Sabemos que ese futuro de gloria
pasa por la prueba de la cruz:
el resucitado es el crucificado;
por eso en este misterio hacemos también memoria
de su pasión y de su muerte y sepultura.
Y te alabamos porque en Cristo, surgido de entre los muertos,
has desvelado el poder oculto de su cruz;
el poder de su amor obediente hasta la muerte,
la fuerza de su entrega a toda la humanidad.
Es ahí donde nos has manifestado tu propio poder y fuerza.
Envía, pues, tu Espíritu,
para que consuma la obra iniciada por tu Hijo:
Él ha tomado consigo al mundo
encaminándolo hacia su resurrección y hacia su gloria.
Que un día también resucitemos todos con nuestro cuerpo,
con ese trozo de mundo que somos cada uno de nosotros,
y, así, se consume la transfiguración universal.
Que tu Iglesia, con sus obispos a la cabeza,
sepa ser la semilla de la nueva tierra y de los nuevos cielos
en plenitud, por los siglos de los siglos
AMÉN
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