LA PACIENCIA DE DIOS

Un día, un año, la vida entera, el tiempo, la historia… se trata siempre, por encima de todo, para un creyente, de la paciencia de Dios, de la constatación de su eternidad, de su divinidad insertada en nuestra realidad constatable y limitada.

Nos sabemos libres, y por eso concebimos y valoramos el tiempo de nuestra vida como oportunidad, como ocasión de enriquecimiento en el sentido más profundo y pleno de la palabra. Nos convertimos incluso en exageradamente celosos de cada minuto de nuestro tiempo, temerosos de  no dominarlo y de que se nos escape imperceptiblemente entre los dedos de modo inconsciente, sin darnos cuenta, lamentando no gozarlo y temiendo que sea el último.

Y, sin embargo, nos conformamos con las migajas. Sintiendo una y otra vez la decepción de nuestras conquistas, la vaciedad de nuestros logros, la insensatez y superficialidad de los tristes e insignificantes objetivos que nos proponemos; sabiéndonos incapaces e insaciables a un tiempo, siempre sedientos y siempre insatisfechos; nos dejamos dominar por nuestra miopía y nos negamos a dirigir nuestra mirada a lo más profundo, cuya manifestación nos es también perceptible: un horizonte de plenitud, de promesa, de eternidad. Negamos con los hechos y deseos concretos de nuestro egocentrismo y con nuestros torpes y ridículos objetivos (todos tan pequeños, tan fugaces y tan parciales), una trascendencia que, sin embargo, presentimos y afirmamos desde nuestra incapacidad para satisfacerla.

¿Acaso el tiempo es nuestro? ¿Podemos apropiárnoslo? Somos nosotros los que le pertenecemos, quienes estamos sometidos a él, y no él a nosotros. Incluso en el supuesto caso de que lográramos llevar  a cabo todos nuestros mejores deseos y proyectos, ésos que nos decimos falsamente que nos harían felices; sucumbiríamos finalmente a él, él nos engulliría en su torbellino incontrolable. El tiempo, aunque tendemos a creerlo así, no es creación nuestra. Nosotros nos limitamos a contarlo, pero es creación de Dios; mejor aún, es una dimensión divina del universo conocido, uno de los atributos de Dios –como el amor, otro de ellos-  perceptible por nosotros.

Decidámonos, pues, a verlo así. Sepamos que seguimos gozando de la paciencia de Dios, de la oportunidad de dejarnos sumergir en su misteriosa y bondadosa inmensidad, en su infinita temporalidad. No pretendamos convertirlo en el mero sucederse de nuestras ambiciones y en la cadena inevitable de nuestros propósitos, porque si así lo hacemos habremos perdido la ocasión incomparable de gozar de Dios, de sentir su cercanía, de compartir su misma conciencia divina. Es Él quien se ha encarnado en un aquí y en un ahora, el nuestro.

Por |2019-04-09T16:51:24+01:00abril 9th, 2019|Artículos, General|Sin comentarios

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