¿Quién soy yo, Señor, para que te inclines a mis pies,
y no me trates con altanería y con desprecio
al ver mi suciedad, mi cobardía y mi tibieza?
¿Quién soy yo, decía el rey David,
para que te hayas fijado en mí,,
el más pequeño de tus siervos,
y me hayas prometido un reino?
Ante Ti la primera palabra es siempre de interrogación
y de pregunta: ¿quién soy yo, y quién eres Tú?
¿Y por qué yo, Señor?
Y la única respuesta debería ser la del silencio.
Pero eres Tú, mi Dios, quien ha roto ese silencio
para hablar y sorprenderme con tu voz,
esa voz clara que me llama sin rodeos,
que me invita a dejarme llevar de tu mano,
sin miedo ante lo que me pides,
sin miedo a la alegría
que has traído inmerecidamente a mi vida.
Sin miedo y con una sonrisa,
esa sonrisa de quien está eternamente agradecido.
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