Que nadie tenga la más mínima duda: el perdón es una auténtica injusticia. Puede decirse de otra manera: el perdón es una completa provocación. Un escándalo.
El desarrollo y el desenlace de la parábola está cantado y no puede sorprender a nadie; la única nota discordante no es la de la actitud del hijo mayor, sino la del padre… y no sólo por el perdón, sino por la exageración, por el exceso que conlleva su perdón. Todos sabemos y queremos perdonar, pero siempre hay límites: hay que pagar la culpa, cumplir la penitencia, aceptar el castigo, reparar los daños, mostrar con rotundidad el arrepentimiento y la enmienda; de lo contrario la convivencia, decimos, es imposible. La única salvaguarda del orden es la justicia. Y el padre nos quiere decir todo lo contrario: que el perdón es una escandalosa injusticia, que no tiene fin ni límites. Y se convierte en una provocación manifiesta, porque amenaza destruir el orden establecido, los pilares de la vida social.
Porque ése es el mensaje central: entrar en la senda del amor es no detenerse ya, negarse a poner freno a la bondad o a proponerse una meta infranqueable. Si se entra en la senda de la misericordia y el perdón uno se arriesga a deslizarse por una pendiente que va a conducirle a una carrera acelerada, imparable, y que implica necesariamente escándalo, provocación, injusticia. Al hijo mayor no le falta razón…
Pero el padre tomó una opción en su vida: la del amor. Y ya no se apeó nunca de ella… amor incondicional, eterno. Y no exclusivo, sino inclusivo, a todos: un amor que ha de ser cualitativamente distinto, porque no a todos se les puede amar de la misma manera, pero sí con la misma intensidad. Por eso cualquiera que se acerque a él puede sentirse y ha de saberse incondicionalmente amado, elegido, preferido; sin que con ello sienta excluido a nadie. Al contrario: cada uno toma lo que es capaz de percibir… pero la intensidad del amor es la misma: ilimitada. La opción del amor, de la misericordia y el perdón a lo divino, es irreversible y te aboca a lo inaceptable, a lo condenable por toda mente pensante…
Sin embargo la opción de los hijos es otra, incompatible en principio con la del padre. Ellos optan por sí mismos, al margen del amor paterno, sin permitir que ese cariño influya en ninguna de sus decisiones, porque sus decisiones son exclusivamente suyas…
Me parece evidente que la intención de Jesús con esta parábola no era mostrar la misericordia y el perdón del padre o ilustrarnos sobre su inconmensurable alegría cuando le mostramos nuestro arrepentimiento; sino, por encima de todo, desvelarnos nuestra propia realidad personal, identificada clarísimamente con el hermano mayor (rectitud, justicia, orden social, trabajo y vida ordenada, normas rígidas y estables…), y mostrarnos hacia dónde conduce esa forma de vida: amargura, resentimiento, tristeza… y al final, como su conclusión lógica: oposición a la misericordia y al perdón, rechazo de la bondad. El hijo mayor frente al padre…dos lógicas distintas, contrapuestas…
Siempre he creído que el desenlace auténtico de la parábola está más allá del final: en el silencio interrogador a nuestra forma de asumir nuestra vida. Pienso que toda la historia del hijo pequeño y el padre misericordioso tienen un solo objetivo: ayudar al hijo mayor a comprender la mezquindad de su vida y desestimarla; y hacerlo sin amargura. O, mucho mejor dicho: a decidirlo a salir de una vida que no puede saborear, porque le corroe esa sensación profunda de que la norma y la ley no le hacen feliz, al impedirle el acceso a la bondad y al amor. Es decir, a que adquiera la clarividencia de que el escándalo y la provocación, la injusticia del perdón, es lo único que puede liberarlo de la tensión y el descontento de su vida, de su sometimiento a la supuesta rectitud e inflexibilidad en que se resuelve su existencia solipsista. Ha de romper la coraza que él mismo se había impuesto. Y cuando al fin ha apurado las últimas consecuencias de su amargura, al constatar que viviendo en su rigidez inabordable ha estado más lejos de su padre que su propio hermano que lo había abandonado; cuando las últimas delicadas palabras de su padre dejan lugar al silencio en que concluye el relato, al hijo mayor se le nubla la vista al mirar con otros ojos, llenos de lágrimas, al padre tan cercano, que le sonríe con una dulzura infinita y lo sumerge por fin, como al otro, en la hondura de sus entrañas.
No se trata, pues, de confrontar el comportamiento de los dos hijos, ni de comparar sus actitudes frente al padre; sino de hacer evidente que el camino de la bondad y la misericordia de Dios no tiene límites, y aboca al exceso, al derroche del amor y del perdón; y que ese derroche siempre estará injustificado y resultará escandaloso para nuestras pretensiones de legalidades y justicias humanas. Se trataría, pues, más bien, de confrontar nuestra vida, siempre identificable con la del hermano mayor, con la vida que Dios nos propone, la del padre, siempre dispuesta al abismo insondable de su inconcebible y provocadora, absurda bondad.
Y, como siempre ocurre en el evangelio de Jesús, es también una llamada clamorosa a la ilusión y a la esperanza, al convocarnos sin miedo a superar nuestros propios bloqueos, los límites que nos ponemos nosotros mismos y nos parecen insuperables. Porque cuando se llega ya al extremo de las consecuencias de nuestro planteamiento de vida, cuando la tensión resulta ya insoportable y nos conduce necesariamente a decisiones definitivas que reclaman ruptura y rechazo; es en ese momento, cuando hemos de tomar la opción decisiva entre una vida “nuestra”, celosamente mantenida, o la que siempre nos ha ofrecido el padre cercano y a la que obstinadamente nos habíamos resistido. Es entonces cuando el padre nos abre definitivamente los ojos para que comprendamos precisamente que si ha mostrado en nuestro hermano pecador el exceso y la locura del amor, solamente ha sido para que así nosotros caigamos por fin en la cuenta de lo mucho que nos quiere a nosotros…
Sus últimas palabras y su mirada de bondad y de ternura nos están diciendo: “Sí, tienes razón; estoy loco de amor. La locura de amor por tu hermano ausente y pecador me han llevado a la exageración, al exceso. Pero ¿a dónde crees que me conduce mi amor por ti?… Mi locura no tiene límites.”
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