Tan superficiales se han convertido las relaciones entre las personas, que hasta pedir perdón lo situamos con frecuencia en el marco de protocolos más o menos formales, necesarios y sinceros sí, pero carentes por completo de la profunda carga humana que debe conllevar el sentirse necesitado de escuchar del prójimo (no digamos de Dios), una palabra consoladora de indulgencia y de perdón. Decir “perdona” es incluso a veces más bien una expresión de condescendencia y de disculpa intrascendente, porque se pretende situarlo todo en el terreno de los malentendidos, las malas interpretaciones o las expresiones equívocas, necesitadas únicamente de una mejor explicación.
Sin embargo, desde una conciencia cristiana y una actitud evangélica militante “pedir perdón” supone una experiencia vital, una llamada a lo profundo y un descenso al “infierno” de nuestra persona, a lo más hondo de ella. Porque pedir perdón es entrar en conflicto, en crisis con nosotros mismos, es aterrorizarse de ser como somos, es confesar sin tapujos un fracaso, sufrir dolorosamente una decepción. Por eso solamente puedes pedir de verdad perdón cuando los ojos se te llenan de lágrimas y se te hace un nudo en la garganta. Sólo cuando has llorado desconsoladamente en el silencio, y se conmueven tus entrañas al descubrir que “el otro” ha sufrido por tu causa, que le has dejado el poso de la tristeza y la amargura, puedes atreverte a decir que te perdone; porque es justamente entonces, cuando te sientes incapaz de hacerlo al considerar el verdadero tamaño de tu culpa.
Porque pedir perdón, en cristiano, no es restablecer unas relaciones personales dañadas, y menos aún disculparse por inadvertencias o haber abusado de la paciencia o del aguante de la otra persona; sino vibrar desde lo hondo de tu alma por el dolor causado, independientemente del motivo por el que lo provocaste. Cuando de verdad pides perdón es porque antes has derramado lágrimas amargas al verte tan cruel y miserable; es porque descubres que no puede haber consuelo si no vuelves a arrancar una sonrisa de aquél a quien humillaste y condenaste a la tristeza; es porque sembraste muerte donde había vida y provocaste desesperación donde había esperanza.
Y es que comprobar nuestra capacidad de tejer redes de desconfianza y de frialdad, de recelos y de sospecha, de rigidez y de obcecación; en definitiva, de contribuir a crear y mantener distancias con el prójimo, nos tiene que abrumar y llenarnos de congoja. Y es ahí, en el hiato profundo de nuestra existencia, en ese espacio secreto donde encontramos a Dios en la coincidencia de su misterio con el nuestro, donde necesitamos imprescindiblemente pedirle a Él perdón con llanto no disimulado, al reconocer que nuestras promesas de fidelidad se han concretado en constantes traiciones y cobardías. Y es ese pesar inconsolable el que nos impele a acudir al otro, ahora transformado por Él en nuestro hermano, y recabar de él, como mendigo, la limosna inmerecida de su perdón.
Cuántas veces pedir perdón es sentirse fuerte, convirtiéndose en el signo definitivo de nuestra autosuficiencia y de nuestra altanería, de nuestro orgullo. Cuántas veces no pedimos perdón porque nos sintamos culpables, sino por una especie de condescendencia y de voluntario “rebajarnos” con un tinte de orgullo y de supuesta generosidad. Qué mentira y cuánta falsedad entonces en nuestra supuesta disculpa: a la ofensa añadimos la petulancia y el desprecio.
Poco ama aquél a quien no se le hace un calvario tener que pedir perdón. Pero menos aún ama aquél que renuncia a recorrer ese calvario. Y el colmo del desamor y la soberbia es creer que pedir perdón es una forma de hacerle un favor al otro, de ejercer la caridad. Porque no es el otro quien necesita ofrecerme su perdón, sino yo quien necesita pedírselo. Y si me atrevo a mirar y a seguir a Jesucristo, cada vez que pasa alguien a mi lado sin poder apreciar en mí un gesto o una muestra de acogida, de afecto o de ánimo, debería tener el coraje de pedir perdón.
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