La última sorpresa de Dios en nuestra vida es la del momento de nuestra muerte. Y si casi todas sus sorpresas son desconcertantes y trastocan nuestras previsiones y proyectos, la de la incertidumbre del momento de nuestra muerte nos sume con frecuencia en la desolación y la angustia, en la duda suprema, a veces en la absoluta rebeldía o el lamento inconsolable.
Sin embargo, los interrogantes y las desafiantes preguntas que hacemos tantas veces a Dios ante la absurda y provocadora forma de dirigir nuestras vidas, son de la misma índole que ese a veces “pedirle cuentas” ante la muerte: se trata del enigma de nuestra finitud, de nuestro ser creados.
Es cierto que la muerte nos sitúa en el momento ya definitivo e irreversible; pero no por eso deja de ser simplemente “el último” de esa serie de desafíos que constituye para el creyente en el Dios de Jesús el completo transcurso de su vida.
Pues quien no haya captado en su propia persona el desconcierto de la presencia divina; quien no haya quedado una y mil veces perplejo ante el repetido presentarse de Dios en su vida a través de los misteriosos e irreprimibles destellos de su Providencia; quien no haya quedado, como Moisés, más de una vez mudo y paralizado de asombro y de temor ante el fuego de Dios que le invade sin remedio y le exige consumirse con él; ése que no ha palpado a Jesús resucitado ni escuchado su voz, nunca podrá descubrir en la muerte la última, la decisiva sorpresa divina; y solamente podrá experimentar decepción, derrota, una caída en el vacío, y no un sumergirse final en Dios y una llegada a la plenitud.
Y es que la muerte sorprende precisamente porque es imprevisible, y esa imprevisibilidad hace que en ocasiones nos parezca castigo, pago de una culpa o consecuencia exclusiva de nuestros actos; y nunca un regalo más de ese Dios imprevisible e incomprensible. No es Dios quien provoca nuestra muerte, sino quien la hace ocasión de invitación al gozo definitivo. Y eso nos resulta tan enigmático y misterioso como los sucesivos encuentros provocados por Él en nuestra vida. Sólo quien “se convierte” puede apreciarlo así.
Por eso las palabras de Jesús quieren ser una llamada a no cerrar nunca los ojos ante lo efímero y provisional de nuestra vida terrena, para que así no vivamos desde la superficialidad, sino desde lo profundo. Ante la muerte no le importa tanto la denuncia de la violencia injusta o el lamento ante la desgracia caprichosa que la puedan provocar, porque eso forma parte de lo evidente e indiscutible que no necesita comentario; sino que su preocupación es que nos percatemos de nuestra fragilidad, de nuestra imposibilidad de controlar lo superficial y material que nos lleva a ella de modo a veces caprichoso y absurdo; y que seamos bien conscientes de que, en contraste, somos los únicos responsables de nuestras personas, los actores decisivos y capaces de encaminar lo profundo para disponer nuestra vida en la búsqueda de Dios y en la espera de la plenitud. Porque si lo hacemos así, la imprevisión de su llegada nos podrá sorprender, pero lo hará como un regalo inesperado y no como el cumplimiento de una amenaza o la llegada de una maldición.
En definitiva, el tiempo de nuestra vida es el tiempo de la paciencia de Dios con cada uno de nosotros. Nunca hay castigo por su parte. Nos podríamos atrever a decir, siguiendo el ejemplo de Jesús, que Él es incapaz de castigar… (aunque sea un interrogante para nosotros eso que muchos santos reclaman como “justicia divina”… en cualquier caso, siempre han mantenido que es fruto de nuestra obcecación y contumacia, y no de su deseo vindicativo…) Por eso necesitamos continua “conversión”, rectificación de pretensiones de autoafirmación y de grandeza, de vivir como si nuestra materialidad fuera a eternizarse. Hemos de dejarnos llevar por Dios, que se ocupa de nosotros. La higuera no da fruto por falta de cuidados; muy al contrario, cuanto más estéril es, más mimos recibe, más cuidado pone en ella Dios, y más paciencia… no la arranca… por eso nunca ante el momento final y decisivo podremos hablar de “castigo” por su parte.
Las palabras y la propia vida de Jesús, su anuncio y su convocatoria, su evangelio, no son ni un consuelo fácil mirando a un futuro celestial, ni una reivindicación o protesta frente a la injusticia y el problema del mal, o frente a la incomprensión de nuestra finitud; sino que son llamada a mirar la única verdad auténtica de nuestra vida, la que se esconde tras sus apariencias, que son las que atraen nuestras miradas. Por eso nos dice: estad preparados, es decir: sed conscientes, convertíos; porque habéis de estar siempre expectantes, es decir, siempre agradecidos a Dios y esperando sus sorpresas, sus regalos. Pues considerar absolutamente toda nuestra vida y cada uno de sus instantes como el regalo continuo y persistente de Dios, descubriendo la alegría y el agradecimiento infinito por ellos, y con ello nuestra entera disponibilidad para Él al descubrir su cariño, nos llevará a no temer el momento de la última sorpresa, cuando con ocasión del deshacerse irremediablemente nuestra vida, no tengamos que plantearnos el porqué de ese caprichoso final y su posible justificación; sino que, viéndolo desde la perspectiva que hemos sabido darle, acogiendo todos los momentos de presencia de Dios en ella, nos sintamos llamados definitivamente a su plenitud. Porque, indudablemente ése es Su único deseo, sorprendente, incomprensible sí, y tantas veces contradictorio para nosotros, pero cuya única razón de ser es su bondad y su misericordia, bien patentes en su paciencia y cuidado de nosotros.
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