No consentir en dejar pasar el tiempo como algo ajeno, que de forma caprichosa e incierta hemos de soportar y nos sume en la incertidumbre, el desánimo o la perplejidad. Saber que el instante que me llega es un rayo más de luz, de esperanza y de fuerza para seguir caminando. Abrir, tener siempre abiertos los ojos, los oídos, las manos, para contemplar extasiados, escuchar con pasión y, acariciándolo, dejarse acariciar por el presente que nos llega, por el momento al que se asoma nuestra vida. Verlo como el nuevo impulso que me da acceso al futuro, a lo ansiado, lo presentido, lo buscado; lo que sé que me llama con voz imperceptible, como convocatoria de algo, como exigencia de entrega, para saliendo de mí mismo poderme ofrecer a quien me sale al paso.
Cualquier instante puede estar preñado de promesas, de deseos, de horizonte de vida en el desierto, de plenitud. Y cuando eso ocurre, la densidad del momento nos supera, nos cautiva, nos transporta al abismo de lo más profundo, de lo que en verdad somos y buscamos. Es la forma de atraparnos Dios en su misterio: el suyo y el nuestro, el de la vida y la muerte, el del todo y la nada.
En el transcurso de nuestra biografía y del rutinario transcurrir de nuestros días, meses y años, hay momentos de una densidad extraordinaria: en ellos percibimos toda la hondura de nuestra realidad, de nuestra vida. Nos sumergimos en un abismo tal que nos da miedo, pavor, ¡y nos sentimos tan pobres y necesitados! Pero al mismo tiempo, en esas tinieblas percibimos promesas, se nos anuncia paz, se nos llama a una libertad profunda y a una esperanza dichosa. Y justamente esos momentos son los que nos forjan como personas, los que nos llevan a ser nosotros mismos, los únicos donde se evidencia nuestro yo más profundo y decidimos, lo queramos o no, el rumbo de nuestros pasos, la meta a la que encaminarnos. Un acontecimiento especialmente significativo, una experiencia personal comprometida, el encuentro con alguien, se convierten en el desencadenante de algo que nos sumerge en lo tal vez antes presentido, pero ahora actual y palpable. Y nos exige decisiones, compromiso vital, pactos y promesas con nosotros mismos y el misterio. Para crecer, para poder llegar a ser quienes hemos de ser, para no conformarnos con la superficialidad y la rutina, para poder ir más lejos y empezar a vivir nuestro futuro, para no renunciar al horizonte de plenitud que nos convoca, para saber que no somos nosotros solos los que ponemos la meta, sino que estamos convocados, y que hemos de fundirnos, confundirnos, con todos esos que forman parte del nosotros y con ese Dios que nos llama a abrazarnos.
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