La oración transfigura a Jesús. No podemos saber cómo fue esa experiencia de Pedro, Santiago y Juan, de asomarse al abismo de la divinidad de Jesús; y, sin duda alguna, no supieron percibir su verdadera luz hasta tener la experiencia del Cristo muerto y resucitado. Pero lo que afirman de un modo incontestable, es que no fue un acto de exhibicionismo por parte de Jesús, sino una consecuencia de su oración, de su llegar a lo más íntimo, a la profundidad de sí mismo hasta tal extremo que se transparentó su persona y se hizo visible que en ella estaba Dios; más aún, que su identidad era la del Hijo. Sin embargo, esa transfiguración estuvo tan lejos de lo que podríamos considerar una concesión a la curiosidad o a lo espectacular, que, además de ser privada, parece ser olvidada y no marcar en sus discípulos ninguna actitud decisiva o de compromiso definitivo en su momento, como parece lógico que debería haber supuesto una teofanía de ese calibre. Ellos parecen pasar de la evidente confusión al fácil e incomprensible olvido.
Ignoramos, pues, los detalles concretos; pero no nos importa demasiado. Lo relevante para nuestra fe en Él, es la constatación innegable de que hubo una circunstancia concreta en el transcurso de la vida de Jesús, que dejó aturdidos y perplejos a sus íntimos, sin comprender nada pero conmovidos en su persona hasta tal punto, que después de la resurrección, retrospectivamente, pudieron rememorarla considerándola como un hito significativo de su biografía, y desvelando entonces (a posteriori, como tantas veces nos ocurre en nuestra historia personal y colectiva), ese significado oculto que nos había pasado desapercibido, esa lógica asombrosa que dirige, sin que nosotros seamos capaces de apreciarla en su transcurso, el devenir de la humanidad y de las personas. Algo que forma parte del misterio de la realidad y que, desde nuestra confianza incondicional en Dios, denominamos Providencia.
La Transfiguración de Jesús nos revela una teofanía muy peculiar y sorprendente: no es la tierra quien observa la gloria divina procedente del cielo, sino el cielo quien contempla complacido la gloria divina procedente de la tierra, de la humanidad maldita y empecatada, de ese Jesús, el Cristo. En esa paradoja naufragan todas las teofanías imaginables: es la manifestación del Hijo como Dios a aquéllos (Moisés y Elías) que presumiblemente ya están en el cielo… justamente aquellos dos personajes históricos, prácticamente los únicos en la historia de Israel, a los que siendo humanos se les había hecho beneficiarios de una explícita visión divina. Porque, de hecho, podríamos concluir que no son ellos los que se aparecen a Jesús para confirmarle nada o para que Jesús goce de una visión de lo alto; sino más bien al revés: es Jesús quien se les aparece a ellos. El Cristo, a quien ellos de un modo u otro anunciaban, desde la Ley y los Profetas, es quien, por fin, les otorga la visión anhelada. Porque ni Moisés ni Elías pudieron realmente “ver” a Dios, a pesar del privilegio de gozar de sus respectivas teofanías: a Moisés le fue permitido solamente “ver su espalda” (imposible más para un hombre terreno), y Elías lo percibió en la brisa, pero tuvo que cubrirse el rostro… La verdadera y plena teofanía les acontece ahora, con Jesús, porque a Dios solamente podemos “verlo” en Él; cualquier otra aparición no puede ser suya… por eso ellos, los privilegiados, tuvieron que aguardar su venida. Y por eso una vez completada en Jesús la teofanía que había sido inaugurada en su vida terrena, desaparecen de la escena; y la gloria de Dios, ese Jesús transfigurado, queda como único Señor, como quien es, el Hijo, el Mediador Absoluto de la historia y del hombre, del Ayer, del Hoy y del Mañana, del Antes y el Después, de la Historia y de la Eternidad.
¿Cómo iban a entender algo Pedro, Santiago y Juan? ¿Cómo no caer confundidos y obnubilados, asustados y presas de un vértigo infinito? Elías y Moisés tenían miedo de ver a Dios; era riesgo de muerte, y por eso era terrible el simple hecho de constatar su presencia. Y ellos, vulgares pecadores, están cara a cara con Jesús, son compañeros del Hijo… mejor no pararse a pensarlo, porque ¿cómo captar lo profundo de la paradoja divina? ¿quién podría asimilar tamaño despropósito?
Porque ahí está lo decisivo, la culminación de la promesa y de la historia, de la Ley y de la Profecía, de Dios y el hombre, de la Creación y la eternidad. La figura de esta mundo está penetrada de Dios, y solamente nos lo ha desvelado ese Jesús, solamente Él la ha podido transfigurar, transportándola a la eternidad y haciéndola eterna. Es el mensaje de la resurrección anticipado en una visión prodigiosa, pero incomprensible e inaccesible a nuestra mentalidad calculadora y a nuestra visión finita. Lo decisivo es que ya antes de su muerte el cielo sabía que Dios estaba en la tierra; y que, por si había duda y para que después de la cruz y la resurrección nos acordáramos y no lo olvidáramos, los dos grandes testigos que mientras estaban en la tierra vieron a Dios en el cielo, gozan ahora, que ya están en el cielo, de la gloria divina presente en la tierra. Teofanía invertida, Dios para locos. Las ironías, sorpresas, las para nosotros absurdas iniciativas Suyas.
¿Y nosotros? Al margen del testimonio, de lo relevante que es constatar lo que podríamos llamar coherencia divina en la vida de Jesús, tan distante y contradictoria de la nuestra, y que nos estimula y nos anima a creer con más fervor en Él y su misterio, otorgándonos con ello la ilusión y el entusiasmo de su constante sorprendernos; además de celebrar una vez más con alborozo ese enigma de Dios con nosotros, que nos invita a no conformarnos nunca con lo que vemos y sabemos de Él porque siempre es mucho mayor el abismo al que nos asomamos cuando nos atrevemos a acercarnos íntimamente a Jesús respondiendo a su invitación confiada; además de todo eso y de cuanto nos sugiera esta escena cargada de simbolismos, y la intención evidente de los evangelistas cuando la narran en ese momento preciso de su camino a Jerusalén; además, insisto, de todo lo que podamos elucubrar, hay algo apuntado ya al principio y que tal vez olvidamos: la oración, la auténtica oración, la profunda, lleva a transparentar a Dios. O mejor, nos hace transparentes para que la propia luz divina nos atraviese y llegue a nuestro alrededor iluminando a quien está a nuestro lado. Y, a la inversa: sin oración profunda, sin descender a lo íntimo de la conciencia con espíritu de radical agradecimiento a Dios y de identificación con su voluntad, es imposible transparentar su bondad y hacerla presente. Pero con ella se alcanza sin proponérselo…
La antigua historia de Dios con la humanidad, la de los intermediarios: legisladores y profetas, la etapa provisional y de promesas, está ya superada y enmudece. Moisés y Elías quedan empalidecidos frente a la gloria de Jesús y desaparecen: ya está Dios en persona con nosotros, no nos hacen falta mensajeros. Y ellos mismo, sus heraldos, solamente ahora, por fin, concluyen su misión y culminan la visión imperfecta que tenían aún de Dios. Porque ellos anunciaban, pero el Único que hace nuevas todas las cosas es el Cristo, quien vence definitivamente el pecado y la muerte es el mismo Dios, no sus profetas… ¿Cómo mirar todavía lo provisional, cuando ya ha llegado lo definitivo?
Subir al monte a orar y ser testigo de la transfiguración es un itinerario muy propio de los místicos, pero no hemos de reservarlo para esos arrebatos y experiencias inefables, de comunicación prácticamente imposible. Es preciso, como sucede a los apóstoles, integrarlo en nuestra vida habitual de cristianos como la llamada a la profundidad en nuestra oración cotidiana, porque solamente llegando a lo más íntimo y profundo de nuestra identidad, allí donde nos encontramos y confundimos con Dios en el misterio coincidente suyo y nuestro, rescatamos nuestra verdadera personalidad, que tiene mucho que ver con aquello que Dios quiere hacer presente en este mundo a través de cada uno de nosotros. Eso es transparentar a Dios, y eso es una vida transfigurada.
La transparencia absoluta es patrimonio exclusivo de Jesús, el Cristo, el Hijo; pero de su plenitud todos somos partícipes en la medida que caminemos a su lado, como Pedro, Santiago y Juan, sin temer acompañarlo. Y, aunque deslumbrados por su plenitud, que, con la suya, transfigura también nuestra condición terrena; y aunque conscientes de nuestra incapacidad y de nuestra torpeza quedemos aturdidos, obnubilados y balbuciendo necedades, su gloria no dejará de ser un momento privilegiado que oportunamente nos sacará del tedio y la tibieza, y nos reafirmará en el seguimiento.
Saber que la gloria de Dios está a nuestro alcance, y que lo está en Jesús, que es el Hijo, y que no necesitamos ser Moisés ni Elías para ver a Dios de espaldas o presentirlo en la brisa, porque en Él lo vemos realmente cara a cara, sin miedo y con dulzura, humillado en la cruz pero victorioso, significa que ya no necesitamos de parte de Dios nada más: nos lo ha dado todo, se ha puesto a nuestro lado y en nuestras manos, contagiándonos luz y transparencia, bondad y dicha.
Dios, el Hijo, se ha desdivinizado en hombre, para que comprendamos que nuestro horizonte, al que Él mismo nos anima, acompaña e invita a “subir”, es el de deshumanizarnos en Dios… El único interrogante ahora es nuestro: ¿Nos dejaremos transfigurar, deshumanizar, divinizar?…
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