Que nadie lo dude: el evangelio de Cristo nos pone contra las cuerdas. Seguir a Jesús no es para pusilánimes ni para timoratos. Tampoco para pesimistas o tibios. Seguir a Jesús requiere un coraje dispuesto a todo y una clara conciencia y voluntad de asumir riesgos. San Pablo lo describe magistralmente cuando escribe a los corintios: Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no nos rematan (2 Cor 4, 8ss.). Nadie puede pretender hablar en nombre de Cristo resucitado y no asumir sus riesgos, los que a Él lo llevaron a la cruz, haciéndolo objeto de burla, de condena y de ejecución sumaria. Si el imperativo cristiano es la misericordia y la bondad el fracaso está asegurado, si lo hemos de medir según los baremos de nuestra sociedad y nuestro mundo; y pretender el aplauso cuando alguien se atreve a no ofrecer más que perdón, confianza, entrega al otro, oración por el perseguidor, servir al que sólo conoce el abuso y el desprecio… es ilusorio; ése tal puede estar seguro de ser condenado, excluido, vilipendiado o silenciado; pero nunca reconocido ni aplaudido.
Ser fieles a Cristo nos va a poner siempre contra las cuerdas: no tenemos defensa y no podemos reclamar un abogado, fuera de nuestro Dios. El evangelio nos lleva siempre a las trincheras y nos impide escondernos en la retaguardia, porque nos exige asumir el riesgo del combate, de ese cuerpo a cuerpo encarnizado, que se convierte en una aventura apasionante por lograr que la irrupción del Reinado de Dios se extienda y llegue a conformar una nueva humanidad; o, para ser más preciso, por conseguir que toda persona tenga la oportunidad de optar por el Dios de Jesús, el de la cruz; por el único Dios absurdo e incomprensible, que nos saca literalmente de nuestras casillas al presentarse como inerme e impotente, y al no reclamar homenajes ni servidumbre; sino, simplemente, que nos decidamos a aceptarnos como somos, a asumir lo que somos, y saber ver en ello un guiño a lo imposible, a Lo Suyo.
Que Jesús lave los pies a sus discípulos, la simple voluntad de hacerlo, pone contra las cuerdas a Pedro, como al resto de sus compañeros: ¿a qué viene esto? ¿qué clase de dios es éste? ¿cómo que “o me lava los pues o no tiene nada que ver conmigo”? ¿por qué ese juego de mal gusto? Y uno se siente completamente desarmado: ¿por qué es precisamente este dios el único capaz de conmoverme desde las entrañas, el único acorde con mi humanidad y sus enigmas?
Me pone contra las cuerdas saber que no quiere que le adore con gran solemnidad, o que le rece incansablemente, o que sea un estricto e infatigable cumplidor de sus preceptos y normas; sino que me ordena amar al prójimo, incluso al enemigo, desvivirme por quien tal vez merece la vida menos que yo mismo.
Me pone contra las cuerdas saber que nunca, ¡nunca!, voy a estar a la altura de cumplir sus expectativas en mí; incluso me irrita y me desconcierta que tenga y deposite en mí más confianza de la que yo mismo tengo: ¿por qué me pide que sea perfecto como el Padre del cielo? ¿por qué no se conforma con decirme que no sea malo, que evite la injusticia y promocione la generosidad y la solidaridad? ¿qué más quiere de mí? ¿por qué, además, amar al enemigo y perdonar al culpable?
Y es que el evangelio de Jesús, su palabra y su vida, su entrega y su cruz, nos va arrinconando a partir del dominio que queremos ejercer en nuestra vida, de nuestra voluntad de dominarla y nuestra libertad para hacerlo con todo derecho; y desde ese afán nuestro nos va dejando sin salida: nos impele a anular nuestro afán de autonomía total, a rechazar nuestras más legítimas y justas pretensiones y aspiraciones, a negarnos al triunfo, al reconocimiento y al aplauso, a huir del éxito y buscar los rincones sombríos donde yacen los excluidos y desheredados. ¿Por qué se empeña Dios en condenarnos al fracaso? ¿Por qué no tiene compasión de nosotros? Porque ahí está el interrogante definitivo: el Dios que es amor y solamente nos habla de compadecerse del prójimo ¿por qué no nos incluye en ese prójimo y se compadece también de nosotros, y no solamente de los demás, a quienes nos obliga a servir y atender? Pero si te preguntas eso ya estás perdido sin remedio; porque eso significa que ya has renunciado a Dios, ya rechazas hundirte en Él, ya quieres contar solamente contigo mismo, ya te consideras víctima inocente sin serlo, ya quieres encontrar una salida imposible, ya no te dejas estrechar por su abrazo, ya no quieres reposar tu cabeza y tu vida en Él, sino pedirle cuentas.
¿Acaso no percibes el gozo infinito de dejarte llevar por su misterio? ¿No te nace la sonrisa al ver lo inútil que eres, y cómo de tu torpeza saca Él milagros de bondad? ¿No te conmueve las entrañas saber que se ha fijado en ti y te llama? ¿No te saltan las lágrimas cuando ves que de tu miseria saca abismos de mansedumbre y de ternura, y te convoca a derramar bálsamo en las heridas y a acariciar con cariño horribles cicatrices, frutos del odio y la venganza? ¿No te estremeces al percibir su delicadeza en ti, y verte capaz de paciencia y de entrega ilusionada? ¿Es que eres insensible a su paz y a su alegría? ¿No te ves en el umbral de lo divino, en el horizonte de la trascendencia, en el éxtasis de la vida en plenitud? ¿Serás tan mezquino y tan necio de pretender menos, de rehusar el regalo, de menospreciar el privilegio?
Nos pone contra las cuerdas apercibirnos de que el privilegio cristiano es el servicio, la bondad, el perdón. Si Dios es amor y misericordia, ¿cómo amar va a ser disminuirnos o empequeñecernos? Ser llamado no a ser compadecido, sino a compadecer es el único signo visible de elección; y es haberse dejado ya sumergir en Dios y gozar de Él, en Él, con Él.
Estar contra las cuerdas por Dios es, al no tener salida, arrimarte provocadoramente a Él, estrecharte contra Él, fundirte con Cristo y con su cruz, rebosar de Dios sin necesidad de comprenderlo, sin saberlo, sin merecerlo; pero percibiéndolo con absoluta claridad, y gozándolo con una hondura de vértigo. Estar contra las cuerdas, y darse cuenta de ello, es desear que se acerque aún más a nuestra vida, provocador y desafiante, impulsándonos con una fuerza infinita, con un vigor irreprimible, a las fronteras de lo humano, allá donde se sufre y se padecen los límites de la fragilidad y hasta de la negaciónde la persona, para, simplemente, acompañar,probablemente en el silencio, las almas atormentadas, los espíritus desanimados, los cuerpos maltrechos; pero acompañarlos con la dulzura y el aliento del resucitado, del que regala esperanza y promete descanso.
¿Cómo no estar contra las cuerdas si es a Cristo a quien se escucha? Lo raro sería salir indemne, permanecer indiferente, creerlo inocuo.
Estar contra las cuerdas, acosados, extenuados y sudorosos, casi desfalleciendo y al límite de nuestras fuerzas, sintiendo todo el peso de una cruz y toda la fragilidad de nuestra débil persona; pero ardiendo por dentro con el fuego inextinguible de un Espíritu incombustible, que derrama a raudales en nosotros alegría, paz, dulzura. Al cristiano fiel, en combate cuerpo a cuerpo con este mundo, junto a la tensión y a la fatiga le embarga un vértigo infinito: el de Dios. Por eso no solamente no rehúye el combate, sino que lo provoca; porque el gozo divino solamente lo palpa y lo siente en su vida, solamente puede sentir que vive con la sangre de Dios en sus venas cuando está contra las cuerdas. Porque, por terminar, estar contra las cuerdas es sentir que no puedes huir de Él, que te acosa y te desborda, pero que lo hace sin imponerse ni forzarte; al contrario, invitándote delicadamente con una sonrisa apacible y unas palabras dulces a reposar en Él, a dejarte llevar de su mano, a aceptar entusiasmado su abrazo, a desearlo con la misma pasión con la que te sientes irresistiblemente atraído por aquello que forma parte de tus objetivos e ideales.
Estar contra las cuerdas, en definitiva, es descubrir que su llamada despierta en lo más íntimo y profundo de ti una sed insaciable y un ansia de plenitud incontrolable y prometedora, anuncio de los definitivo y hasta entonces considerado con tristeza como imposible e inalcanzable. Porque además, y aunque parezca la más extravagante irreverencia, si Dios te pone contra las cuerdas es porque no puede, no quiere, vivir sin ti. Y, si es así, ¿qué sentido tendría vivir de otra manera?
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