La incorporación al discipulado de Jesús, la integración en la comunidad fraterna de sus seguidores; la realizamos a través de la parroquia, entendida ésta como iglesia local en el marco de una eclesiología de comunión. La parroquia no es una instancia administrativa, ni un servicio público. Tampoco es el local de espectáculos religiosos o el lugar donde nos corresponde acudir para las celebraciones litúrgicas a las que como creyentes nos sentimos obligados.
La razón de ser de una parroquia, y de hecho su origen, lo constituye la existencia en un lugar concreto de una comunidad cristiana militante; es decir, de un discipulado activo que ha establecido vínculos fraternos y vive con gozo la experiencia del compartir la fe en Jesús, de celebrarla y de asumirla con responsabilidad, coherencia y compromiso.
La extensa red de comunidades locales que se fue estableciendo a lo largo del mundo por el anuncio del evangelio, cristalizó con el paso del tiempo en la actual estructura de diócesis y parroquias, en las que la presencia del ministro ordenado presidiendo la comunidad, asegura su unidad y universalidad, es decir su vinculación a la fe evangélica común y a la Iglesia universal. Pero el protagonismo no le corresponde al obispo o al párroco, sino a la comunidad que él preside: todos los cristianos que la integran deben saberse, sentirse y comportarse como miembros activos y responsables de ella, haciendo presente el modelo de humanidad que Dios quiere.
Hemos de poner todo nuestro esfuerzo en conseguir que la parroquia sea por encima de todo una comunidad viva, a la que sus feligreses se incorporen como miembros activos, configurando un colectivo que da testimonio del evangelio en las diversas instancias de nuestra vida: familiar, profesional, vecinal, etc.; que celebra participativamente su fe común; y que se anima fraternalmente a llevar una vida fiel al encargo de Jesucristo.
Porque el cristiano auténtico, el discípulo fiel de aquel Jesús, no puede existir como tal sin una comunidad a la que estar incorporado. Los apóstoles no recorrían el mundo convenciendo a personas para que se sumaran a una especie de asociación piadosa o convocándolos a una nueva religión, sino que fueron formando comunidades de personas, cuyo centro de gravedad era el anuncio de Jesucristo resucitado y que –como dice S. Lucas- vivían de un modo distinto. Y el Bautismo, consecuentemente, no es una mera suscripción, sino la decisión madura y responsable de una persona, la cual tras escuchar el anuncio del Evangelio se compromete a integrarse en esa comunidad, en ese colectivo, dispuesta a contagiar al mundo el modo de vida de Jesús reconociéndose como “hijo de Dios” y hermano de todos los hombres.
Por eso no hay alternativa: sólo podemos vivir nuestro compromiso cristiano inmersos en la comunidad, en nuestra parroquia. Pretender privatizarla o convertir a ésta en el simple lugar a donde asistir a las celebraciones litúrgicas es malinterpretar la voluntad de Jesús o eludir nuestra responsabilidad con Él.
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